La literatura, un espacio habitable
Abstract
El sin par borracho Antón cayendo de un tropezón gritó con todo su aliento:
— ¿quién se cayó?
Y en la pared de un convento el eco le contestó:
— ¡yo!
Mientes pícaro yo fui y si el casco me rompí lo taparé con pelucas.
¡Lucas!
¿Me conoces tú tunante? Pues aguárdate un instante conocerás mi navaja.
¡Baja!
Bajaré con sumo gusto ¿te figuras que me asusto? Al contrario, más me exalto.
¡Alto!
Alto a mi piensa el bandido que al callarme estoy marchito.
¡Chito!
¿Qué calle yo miserable?
¡Hable!
Y en ese punto intenso de la escena se trunca el recuerdo de lo que fue la primera pieza
de tradición oral que quedó guardada en mi memoria. La voz dulce y profunda de mi padre, y
la fascinación que ejercía en mí el poder jugar al eco con un personaje que sólo a través de su
palabra yo lograba imaginarme: un verdadero truhan, borracho, pendenciero y mal hablado y
que tenía, además, la valentía de encararse frente a frente con el Eco. Sólo la fuerza creadora del
lenguaje y mi asombrada imaginación de niña pueden explicar la riqueza visual de la escena de
esta retahíla con regusto a picaresca española: puedo jurar ahora en este ejercicio de la memoria
que yo escuchaba el rugido del viento, el retumbar sonoro y profundo del eco, y veía a Antón
tropezándose con la pared de ese convento enclavado en un risco montañoso.