La alegría es otra cosa, o de como la LIJ puede estorbar

 

 

Graciela Bialet

 

En estos 40 años de democracia argentina he sido testigo de diversos escenarios LIJ y de políticas públicas en torno a los libros para las infancias que amerita un breve recorrido que nos permita mirar cómo llegamos con la LIJ hasta aquí:

 

Escena 1

Sin palabras. La política pública de lectura de la dictadura fue la desaparición de los libros, las ideas, las personas, las palabras.

Cuadro de texto:

 

A comienzo de los años setenta del siglo XX, en la Argentina se editaban 50 millones de libros (la tercera parte eran para niños, pero de ellos la mayoría eran manuales y textos de estudio), nuestra industria editorial era reconocida en el mundo hispano como una de las más desarrolladas. Un estudio de la UBA, revelado por Romero (2004), daba cuenta de la lectura de 3.4 libros por habitante por año.

Pero vinieron los años de la represión, y esta no solo nos pasó por encima en vidas, también en palabras. En 1976 se editaron en nuestro país solo 17 millones de libros y de ellos, únicamente el 18% eran literarios —en su mayoría, bestsellers norteamericanos—. Quizás la panacea de los dictadores se concretó en 1981, cuando quemaron el fondo editorial del Centro Editor de América Latina: un millón y medio de libros que ardieron durante tres días con sus noches completas (Chiribitil, Enciclopedia de los animales de Montes). La foto es en Córdoba, se realizaron varias quemas de libros, algunas en escuelas, como la del Colegio Manuel Belgrano, o esa inmensa hoguera —televisada por meses— de libros de varias bibliotecas sindicales, universitarias y privadas, incinerados en el Tercer Cuerpo del Ejército.


Al final de la dictadura, la lectura anual por habitante fue de 0.8 libros.

 

Escena 2

Una anécdota que, si no fuera porque fue real, daría para montaje de dibujos animados de terror.

Yo coordinaba desde 1993 el programa Volver a Leer de Córdoba. Las escuelas seguían sin libros y sin bibliotecas (a 10 años del retorno de la democracia), y si había, estaban vetustas o corrían por voluntarismo de docentes que llevaban sus propios libros para compartir con sus estudiantes. Ese mismo año 93 es sancionada la nefasta Ley Federal de Educación que desguazó el sistema educativo delegando en forma desigual, la responsabilidad económica de educar a las jurisdicciones, bajo el mentiroso argumento de “la descentralización educativa” o “provincialización de los servicios educativos”, idea plasmada en decretos de la dictadura, ya en 1978.

Con ella apareció otro nuevo concepto: “políticas compensatorias” (como si la desigualdad y la pobreza se tuvieran que compensar en vez de erradicar) y surge el Plan Social Educativo que, entre sus numerosos negocios de tercerización de gestión educativa, comenzó a hacer compras a granel de libros a editoriales de Buenos Aires (que se desligaron de todos los materiales que tenían en sus catálogos sin miramiento de la opinión de los docentes o directivos jurisdiccionales). Se distribuían sin control alguno, a punto tal, que un día, ya en el año 1996, un chofer del Ministerio de Educación de Córdoba, amigo de quienes trabajábamos en el programa Volver a Leer, nos cuenta que en los hangares de la Fábrica Militar de Aviones había toneladas de libros deteriorándose por el tiempo y la humedad. ¿Libros en hangares? Nuestro chofer los había visto de casualidad, por mandados del Ministerio. La fábrica de aviones ya no funcionaba como tal, porque había sido desguazada al igual que todas las demás industrias nacionales.

Urdimos un plan clandestino para ir a corroborar. Y luego otro con camiones de mudanzas para rescatar esos libros de LIJ de dos hangares completos; y a través de una red de inspectoras amigas, los hicimos llegar a muchas escuelas. No eran gran cosa esos libros, pero eran mejor que nada y el sentido de haberlos rescatado nos llenó de nuevas miradas.

¿Cuál fue esa política pública de Córdoba al no distribuir libros, sólo porque venían de nación con otro signo político? La misma que la de la dictadura: que su lectura no diera con sus lectores. Claro, las editoriales estaban fascinadas con las compras multimillonarias y no tenían responsabilidad alguna sobre lo demás, a punto tal que surgieron “lobistas” que las editoriales montaron en los pasillos del ministerio al acecho de otras compras. Más que una política pública de lectura fue una política mercantilista de libros a granel.

 

Escena 3

 

A partir de 2004, el Estado decide intervenir en las propuestas de lecturas a través del Plan Nacional de lecturas.

Lecturas gratuitas, sin trampas, donde ponerse a leer por leer y favorecer el libre ejercicio de la elección, pero tentando “intencionalmente” (porque educar NO es un acto


improvisado) incitando a explorar lo que puede apetecer ese niño/a, favoreciendo a la vez el funcionamiento o la creación de Aulas Literarias donde leer arte sea una práctica diaria.

¿Cómo se aprende por ejemplo a cocinar?: ¡en prácticas constantes y significativas! Así también se aprende a ser lector y lectora. Por eso, estas colecciones que llegan a cada aula son imprescindibles y posibilitan, más allá de una diferencia económica, un capital patrimonial y ciudadano que ofrece la literatura que nuestro país necesita que los chicos disfruten y hagan suya, porque la mayoría de esos textos no sólo ya no están en el mercado editorial (que sólo promueve novedades) sino que han sido pensados para recuperar voces de pueblos originarios y de clásicos olvidados, de artistas de diversas regiones ya sea que se hallen invisibilizados u otros que se consideren “para adultos”, pues aún es necesario reforzar el concepto de que la literatura infantil es esa literatura que “también leen los niños”.

Nuevas estadísticas (Censo 2022) dicen que solo un 44,2% de la población lee libros, lo cual cruzando datos con índices de pobreza nos revelarían el penoso porcentaje de un 30% de familias que disponen de libros en sus hogares. Con las dotaciones de LIJ a las escuelas (en la mayoría de los casos, el único lugar donde accederán a leerla, el Estado está aplicando la política pública de respetar el principio del derecho a la lectura que todos los ciudadanos tenemos, y es una tarea imperiosa que salgamos corriendo los docentes, bibliotecarios, padres de familia, a buscar estos libros que ya están en las escuelas y los pongamos en manos de los alumnos y de las familias. ¿Se van a ajar? ¿Se van a romper? ¿La directora no quiere? ¿No los encuentran? Pues llamemos al supervisor, con el concejal, con la alcaldesa reclamemos, seamos gladiadores de nuestros derroteros, esos libros han sido hechos con el dinero de la comunidad y es un delito ético que no lleguen a su destino de voces leyendo, mentes imaginando, ojos gozando nuevas maneras de ver y transformar realidades. Como dice Juan Sebastián Tallón: El niño dormido está / ¡y qué sueño está soñando! / ¿Qué sueña? Sueña que vuela. / ¡Qué bien vuela soñando!”.

 

 

A la llegada de los europeos en el 1492 (o sea, 165 siglos después de que las civilizaciones precolombinas habitaban ya el continente americano), españoles, ingleses, franceses, holandeses y portugueses convinieron en llamar a estas tierras: “América”, creyendo que las estaban descubriendo, cuando en realidad las estaban invadiendo y despojando de sus riquezas, tanto materiales como culturales (a lo que llamaron “colonización”).

Una nueva redefinición del nombre propio de nuestra América surgió en los años del posmodernismo con los estándares terminológicos de la globalización (económica e imperial) que dieron en apropiar el nombre de todo el continente americano para denominar y referir a uno solo de sus países (de los 35 que hay). Al decir del uruguayo Eduardo Galeano (1971):

¨Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América ¨.

Quien impone sentidos espurios a las palabras propone que olvidemos la matriz, el útero de un término; nos vende la publicidad de un concepto para que sigamos incompletos, usando prótesis de vocabularios.


Leer de todo —y más aún nuestra LIJ— nos posibilita ser capaces de husmear y encontrar reveladoras palabras e historias entre las fortunas o entre los escombros que nos heredaron.

Cuando accedemos a leer otras literaturas nos enteramos no sólo de nuevas memorias, sino de distintas y maravillosas formas narrativas.

En los programas escolares (y en las vidrieras de las librerías) hay acotado el acceso a nuestra LIJ y se da prioridad a la literatura eurocentrista que nos ha hecho repetir hasta el cansancio, por ejemplo, que los relatos se estructuran con introducción, nudo y desenlace. Sin embargo, existen narrativas circulares, encadenadas, espiraladas, planas, así es como narran oralmente sus historias los pueblos originarios de América, incluso a través de soportes táctiles como los quipus. También se componen con características peculiares, muchos cuentos populares de Japón y del Medio Oriente.

Tal es el caso de lo que conocemos como Las mil y una noches (Alf Laylah Wa-Laylah), que en realidad eran historias encadenadas y sin fin. Una compilación árabe (del s. IX) de Abu Abd- Allah Muhammed el-Gahshigar, traducida de una versión anterior persa llamada Hazar Afsaneh (Mil leyendas), a la que a su vez se le atribuye un origen anterior en la India como Mil mitos. Recién en 1704 (entre 7 y 9 siglos después) se tradujo por primera vez al francés y se le agregó el marco de Sherezade, como narradora que va hilvanando las historias en formato europeo. Esto, solo por contar algunos casos de diversidad en las maneras de narrar y de apropiarse de los discursos.

Afirmamos junto a muchos otros especialistas que “somos lo que hablamos”, sin embargo, a la hora de editar o elegir libros para jóvenes, se han priorizado textos carentes de “la sabrosura” de los modos lingüísticos peculiares de cada cultura hispanoparlante y se exige una suerte de “traducción” a un español híbrido o neutro que lejos de enriquecer nuestros paisajes ficcionales, nos alejan.

Como nos dijo Graciela Cabal (2001): la primera respuesta que me viene a la boca: un español sin sal y sin sangre, una lengua híbrida, falsa, artificial. Y con una lengua híbrida, falsa, artificial, ningún escritor puede hacer literatura. Quizás se puedan hacer textos didácticos (yo ni siquiera textos didácticos), pero literatura jamás.

Conviven en la industria editorial LIJ tres grandes corrientes conceptuales: la literatura de tradición oral (nanas, canciones de juego, clásicos, mitos y leyendas), la de corte didactista (escolar, moralista, doctrinaria) y otra verdaderamente creativa (del absurdo, ficción, álbum, realista, que no teme a los temas tabúes); estas tres corrientes seguirán coexistiendo mientras los niños sigan siendo concebidos como sujetos de reproducción cultural, de “pedagogización” (que no es lo mismo que educación), y no de cambios, con derechos propios también a sus ficciones.

Para continuar, una cita de Javier Villafañe: “El chico escapa de lo que le preparan los grandes que ya se han olvidado de ser chicos y les fabrican una literatura relamida y pegajosa” (cit. en Cabal, 2000). Y otra de María Elena Walsh: “Lo infantil, al caer en manos de algunos escritores cultos o de docentes olvidados de la infancia real y concreta, se contaminaba de contenidos extraliterarios. Mi aporte fue consciente sólo en el querer usar el lenguaje como juego” (cit. en Cabal, 2000).

Como todas las literaturas del mundo, la LIJ surgió y circuló en la oralidad, pero con la masificación de la educación universal para todos los niños y niñas, apareció también esa


LIJ de marcado sesgo didactista, para moralizar, ya sea para enseñar ciencias, valores, cómo ser princesa o guerrero. A mediados del S. XX una buena parte de la LIJ recupera un tono lúdico, artístico, despojado de ataduras “enseñantes” y ese impulso liberador, acompañado por nuevas posibilidades de edición —gracias a las nuevas tecnologías— marcaron una enorme diferencia en la presentación de libros bellamente editados para niños en el S. XXI y con temáticas hasta entonces tabúes (aunque aún a cuentagotas. Datos de la Cámara Argentina de Publicaciones dan cuenta de que entre 2000 y 2018 se editaron casi 60.000 libros LIJ y tan sólo 12 de ellos trataron el tema del abuso sexual, tema tabú si los hay, mientras 5 niñas y 3 niños de cada 10 son abusados).

A la par, con la irrupción de la tecnología digital, los contenidos se globalizaron en una suerte de mercado común para todo el mundo, reglados por los mismos gustos, la misma moneda, un mismo idioma.

Y así vamos, todos domesticados por juegos brutales, por las pantallas sexistas, por idénticas películas por cable o plataformas que nos inyectan culturalmente a quién amar, qué aspirar y a quién odiar: “sobre la base de un soporte ideológico que, al cabo de un tiempo, conforman para el niño una imagen de vida tan deformada como esclavizante” (Cresta de Leguizamón, 2017, p. 176).

Existe una muy prolífica producción LIJ en Latinoamérica, siendo los mayores productores de publicaciones México, Brasil y Argentina. En la América Central y en la Andina, aunque de menor cantidad de tiradas, se destacan las ediciones en torno a las literaturas de pueblos originarios.

Sin embargo, la rotación de la literatura infantil y juvenil propia no es fluida en Latinoamérica. La acotada circulación de estos bienes culturales es elocuente. Editoriales internacionales que tienen sedes o editan en casi todos los países del continente, escasamente trasladan títulos de un país a otro; autores y ediciones regionales que apenas están conectados con sus países limítrofes para favorecer la socialización del conocimiento de sus obras. En cualquier país latinoamericano es mucho más sencillo conseguir un libro europeo que hallar uno paraguayo o uno panameño, por ejemplo.

En 1999, la especialista argentina Susana Itzcovich (2016) alertaba: “En esta desintegración, descubrimos que algunas editoriales que llegan a nuestro país distribuyen apocalípticamente lo que les parece que puede interesarnos y es así que muchos autores latinoamericanos quedan sólo para ser leídos en su país”.

La colonización cultural que todavía arrastramos se visualiza, también, en este terreno. No solo en contenidos y estéticas, sino básicamente en reconocer la LIJ latinoamericana, sus hacedores y lectores como un tejido cultural fructífero con una inmensa producción de calidad que ignoramos, porque los catálogos y los cánones circulantes permiten visualizar mucho más cercana la obra LIJ de matriz sajona o eurocentrista, antes que la regional.

Dice Liliana Bodoc (2021):

 

Cuando se abre el debate sobre si universalizar la literatura o regionalizarla, yo siempre digo que es necesario que los chicos tengan una literatura que hable como ellos, de sus lugares, de sus costumbres. Una literatura que los referencie. Pero, así como es importante que exista una literatura “espejo” también debería, en la medida de lo posible y de los tiempos con los que se


cuentan, que haya una literatura “ventana”, que les permite ver o pensar otras realidades. Desde mi punto de vista, entiendo que siempre hay que priorizar la literatura regional, los autores propios; pero a su vez, dejar el espacio al otro, a la diversidad. Al fin de cuentas la literatura también es eso, la aceptación de otros mundos posibles.

 

Este tipo de literatura espejo, de la que habla Bodoc, parece ser la que se va perfilando como preferente en las búsquedas lectoras de los últimos años, probablemente porque a raíz de la facilidad de conectarse con el mundo a través de las redes digitales, ¿los lectores han comenzado a “extrañar” las cercanías argumentales de los relatos más próximos? Los niños y niñas de los conglomerados más humildes de las periferias de las grandes ciudades, a través de sus móviles o pantallas pueden ver distintas realidades del mundo (incluso las de los adultos). Por ejemplo: Reconocer por publicidades los circuitos comerciales de su propia ciudad, pero nunca haber tenido la posibilidad de viajar en un colectivo, ni pisar el casco céntrico de su propia urbe. Incluso, hablar con el lenguaje “neutro” de los dibujos animados, o de las malas traducciones y utilizar el idioma materno como segunda lengua.

Una suerte de disociación o traspolación de las representaciones lingüísticas y mentales, que en los libros LIJ para infancias tuvo además un marcado sesgo de disciplinamiento: publicaciones traducidas no solo para “abaratar” costos en grandes tiradas ofreciendo y unificando el idioma a todos los pueblos hispanoparlantes, sino también como un registro de una nueva colonización de la palabra.

Aporta Yolanda Reyes:

 

Si es cierto que somos lo que hablamos, si es verdad que estamos hechos no solo de carne y hueso sino de símbolo, valdría la pena abrir el mundo de los niños a todos los acentos que transportan la infinita diversidad de lo que somos, sin ¨traducir¨ de un español a otro: del colombiano al mexicano o al argentino o al español peninsular, como sugieren maestros y editores de libros infantiles para facilitar la ¨comprensión¨ de nuestros jóvenes lectores (cit. en Andruetto, 2014, p. 43).

 

Según la Federación de Gremios Editores de España, en 2008, del total de libros LIJ publicados en ese país, el 24% eran de procedencia extranjera y se habían traducido desde otros idiomas. Sin embargo, esta proyección se fue invirtiendo notoriamente a lo largo de una década después, pues en 2019 ese porcentaje de textos había caído al 14%. Lo que estaría dando cuenta de que, tanto a las infancias como a los facilitadores de libros literarios, a la hora de elegir un libro LIJ, prefieren consumir un producto cultural afín, que comunique no sólo en su lengua sino con sus propios códigos narrativos y acorde a su contexto social.1

Al recorrer los catálogos editoriales de la LIJ latinoamericana del S.XXI (sobre todo las de las pequeñas y cuidadas producciones) se percibe este mismo rasgo.

Bien… Estamos, por elección, comprometidos con los niños, los jóvenes y su literatura, aunque tengamos que seguir dando pelea contra quienes quieren deshumanizarnos. Escribamos y hablemos acerca de los temas que asolan a la infancia. Hagámoslo mientras aún estemos a tiempo. Por los niños, por los libros, por la literatura, por nuestro humanismo sensible… y


1 Los libros infantiles más populares de cada país del mundo, reunidos en un maravilloso mapa https://magnet.xataka.com/nuestro-tsundoku/libros-infantiles-populares-cada-pais-mundo-reunidos-maravilloso-  mapa


porque nuestro legado debe contribuir a sostener un futuro donde todos seamos felices, no sólo riendo, sino empatizando con nuestros entornos sociales, culturales y naturales, porque la alegría es otra cosa distinta a la que ofrecen las publicidades del mercado, y la LIJ puede (y debe) estorbar.

Todo depende del cristal por donde se mire…

 

 

 

Bibliografía

 

Andruetto, María Teresa (2014). La lectura, otra revolución. México DF: Fondo de Cultura Económica.

Bodoc, Liliana (2021). A la literatura no hay que ponerle cáscaras ni cerrojos. La ficción debe ser pura libertad. En: https://www.cultura.gob.ar/liliana-bodoc-10798/

Cabal, Graciela (2000). “La literatura infantil argentina”. Ponencia en el V Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura. Resistencia, Argentina. En: http://www.hispanista.com. br/revista/artigo49esp.htm

Cabal, Graciela (2001). La emoción más antigua. Buenos Aires: Sudamericana.

Cresta de Leguizamón, María Luisa (2017): La Caperucita Roja de Córdoba y de cómo el lobo no pudo con ella. Córdoba: Comunicarte.

Itzcovich, Susana (2016): “La literatura tiene que estar desligada de la pedagogía, sino me parece denigrante”. En: https://www.telam.com.ar/notas/201607/156488-itzcovich-literatura. html

Romero, Francisco (2004). Culturicidio. Historia de la educación argentina (1966- 2004).

Resistencia: Librería de la Paz.