Australopithecus, el viaje

 

Gerardo Oettinger1

 

 

(Es de noche. Él mira hipnotizado las lucecitas que se reflejan en los ventanales de su casa.)

 

No tengo nombre. Soy un viajero errante. Cruzando el desierto perdí a Morocho. Es hermoso y chiquitito. Los desiertos fueron hechos para ser atravesados. Los bosques para ser abrazados, el hielo para ser meditado y el cielo para… El futuro es incierto. Vamos hacia el fin del mundo. Caminar es presente, me lo enseñó Morocho. El futuro es roca. Mi lápida tiene ta- llado el epitafio “Yo fui lo que eres y serás lo que yo soy”. Sólo estamos de paso. Muévete o te disparo. Morocho es muy inteligente. No debe estar muy lejos. Nos dirigimos al fin del mundo, seguimos la Estrella del Sur, la más cercana al polo sur celeste de la Tierra, donde todo es azul. Pero no puedo hacer el viaje sin él. Él me empuja. Necesito encontrarlo. Caminamos para sentirnos jóvenes. Para pensar en los ancestros. Esto me lo enseñó él también: la esencia, lo que fuimos, nuestros antepasados australopithecus que comenzaron a caminar erguidos con la frente en alto. Enderezar la columna. Bajarse de la comodidad del nido y trabajar las plantas de los pies, los dedos, las piernas, el cerebro, oxigenar el cuerpo. Todo se oxida rápido. Las rodillas, las caderas. ¡Cresta, cómo duelen las caderas! Nos persiguen demasiados fantasmas. ¿Sospechoso yo? “Solo eres un viejo fugitivo que no tiene otro rumbo más que la muerte”. Vamos donde nos lleve el viento. Lo más austral posible.

El desierto avanza y cala los huesos. El silencio baila. La esperanza del cactus conmueve. La astucia del zorro anima. El inmigrante que arriesgó su vida me abre los ojos. El burrero muere porque es el hilo más delgado. Los traficantes de camionetas dejan huellas. Los desaparecidos en la inmensidad. Los extraviados. Las minas terrestres. La soledad. Las estrellas inmensas. El desierto.

Arranco. La cárcel está acá, en la mente. No vas a dejar que te ahorquen como a un ban- dido. Morocho, Marta y yo somos del Calvario. Alguna vez fue un lugar maravilloso, de mucha paz. Para nosotros fue el paraíso. El campo. Los árboles. Los pajaritos. La casa era una maravilla. Todas las lucecitas solares que repartimos con Marta en el jardín se veían tan hermosas reflejadas en los ventanales.

Camino para enamorarme. Siempre amé a otros. A mis hijos. A Marta. A ti, mi Morocho querido. Yo antes me odiaba. Por eso tomaba y trabajaba como un loco. Un vino tras otro, un trabajo tras otro, de pueblo en pueblo, de cantina en cantina. No tenía tiempo para vivir. A este mundo no le hace falta otro asesino. La venganza es un oficio que no se detiene.


1Gerardo Oettinger es Dramaturgo. Estudió Actuación en la Academia Club de Teatro y Dramaturgia y Dirección en el Centro de Investigación Teatro La Memoria. Integra la compañía Teatro Síntoma. Debutó como autor con Loco-móvil (2007) y desde entonces ha estrenado más de una docena de textos teatrales, entre los que destacan Al volcán (2010), Bello futuro (2013) y Pompeya (2017).


A Morocho me lo robaron una vez. Tuve que matar a uno de esos desgraciados para recu- perarlo. Maltratador. Lo colgó de un árbol como a un bandido. Desgraciado. No es un bandido, es un ángel. Asesinos. Le disparé en el estómago al infeliz que lo tenía preso. Este país está lleno de infelices. Tú no has sido tan feliz. Yo no he sido tan feliz. Marta no ha sido tan feliz. Me lo quitan porque odian la felicidad.

Tengo que encontrarlo. Morocho es receptivo, me ayuda a no imponer mis caprichos, a mantenerme en el camino. Es la pureza del universo. Andaba conmigo recién.

Qué bonito está el cielo. Para los mapuche el azul es el color de la pureza del universo. Morocho es la pureza del universo. Colabora conmigo. Me empuja. El pasado lo estoy perdiendo. Los recuerdos. Mejor así, sin pasado no hay futuro. Y yo para qué quiero futuro. Mejor vivo el presente. Paso a paso. Kilómetro tras kilómetro. Morocho. ¡Morocho! Mira lo que tengo aquí, kuchen de frambuesa. Morocho. ¡Morocho! Cuando pille al desgraciado… No es mi maldita culpa, este mundo está tan seco, loco y violento como un maldito western italiano. Polvo. Polvo de estrellas. Mira el cielo. A la naturaleza hay que amarla. A los maltratadores hay que colgarlos.

Desapareció. Se esfumó. Se hizo nube.

Morocho, ven. Ven. ¿Dónde te metiste? Mira lo que tengo. Kuchen… de frambuesa… Mentira, no tengo. Es más, hace ya cuatro días que no como. El ayuno hace bien. Limpia. Estás en los huesos.

El desierto limpia los huesos.

Me acuerdo de cuando conocí a Morocho. Fue hace tantos años. Era de noche. Con Marta veníamos llegando al Calvario y lo encontramos todo mojado, abandonado en un caserío cercano, con sus ojitos de pena, cansado, embarrado.

Con Marta, al tiro nos dimos cuenta de que era un ser especial, un angelito con una sensi- bilidad exquisita, un ser luminoso con una mirada de ternura cautivante. ¿Cómo podían haberle hecho eso? Sentí lo mismo que cuando mi madre me llevó a la iglesia por primera vez y vi al crucificado. Si esto le pasó al hijo de Dios y por bueno, ya sabemos el mundo en el que estamos. Si esto no tiene remedio, amigo, la historia está condenada a repetirse.

Morocho me enseñó a meditar. Es muy inteligente. Es increíble como siempre me lee el pensamiento. Sabe cuándo voy a salir, cuando pienso ir a la cama, cuando voy a abrir el refrige- rador para sacar un trozo de kuchen.

Ahora solo tengo este pequeño bolso.

Morocho todos los días comía con nosotros sentado a la mesa de manera muy educada, le encantan las papas y también la betarraga. Me has enseñado bien, me decía con su carita. La betarraga era su debilidad. Por el rojo intenso, por su textura, es como la sangre. Hemos visto llo- ver sangre. La democracia es frágil como la selva. Dame más kuchen, me pedía. Como te extraño hijo mío. Se acabó, Morocho. Acabamos de cenar. Después del café siempre quiere su trozo de kuchen. No sabe de horarios. Dormía con nosotros o en el sillón. Ahora camina a mi lado. Mi niño está vivo, no pierdo la fe.

Allá había demasiado futuro para soportar.

Vamos. Muévete viejo. Levántate. Camina. Escapa. Da otro paso más. Llega a la puerta y sale. Se libre.

Ya no hago ningún daño. No he podido bañarme ni cambiarme de ropa. Para mantener el equilibrio tengo que moverme.


Marta, Morocho nunca había desaparecido por tanto tiempo. Tengo horror de que le haya pasado algo. Te juro que si ese maldito lo tiene… ¿En el río? Imposible, no le gusta el agua. Además, en este pueblo ya no hay río. Él puede ver más allá de lo evidente. Es como la lluvia.

Morocho siempre me está siguiendo. Se apoya acá, en mi entrepierna, y me empuja para que camine. Sabe dónde está el centro nervioso que concentra todas las influencias de la Tierra. Es la pura y santa verdad. Si yo fuera ciego, él me estaría guiando. Pero en este viaje soy yo quien está delante de él.

Jamás me abandonaría. Triste como la lluvia.

En el futuro no hablaremos más, ya hemos hablado demasiado, mejor es escuchar. Escu- cha y medita.

Sólo quedan fragmentos. Pero el agua es vida. Por eso lo austral. La cordura engaña. En- gaña como la vista. Hacía tantos años que no veía llover.

El día que nos fuimos el cielo estaba cargado de nubes púrpuras, la noche era bella y tibia y tenía cara de que iba a llover sin parar.

Nunca debí traer esa tele otra vez. La trajiste para ver las noticias, para la candidatura. Tengo que estar deschavetado para querer ser candidato y sobre todo independiente. ¡Indepen- diente! Nunca he sido independiente. Concéntrate. Mira el cielo.

No perdamos la fe. Hace un rato sentí unas gotas.

¿Lluvia? ¿Qué lluvia?, si el cielo está estrellado y cristalino como un diamante.

Reza para que caiga agua, para que se rieguen los arbolitos secos, los huertos marchitos, los potreros polvorientos. El agua es vida. Es vida. Marta, vámonos al sur.

Cuidarse como hueso de santo.

¿Adónde se metió?

La lluvia es la vida, Morocho. ¿Morocho? ¡Morocho! ¿Dónde te metiste, travieso? Moro- cho. ¿Morochito? Te quiero mucho.

Carretera austral. Cerveza austral. Valdivia. Puerto Montt. Chiloé. Punta Arenas. Tierra del Fuego, el Estrecho de Magallanes, la Antártica. Marta, la lluvia es buena. Australis.

Australopithecus, Marta. Australopithecus, del latín “australis”, sur, del sur. Y del griego “pithecus”, mono. Me vuelvo mono. Quiero ver árboles. Frutas. Agua. Correr desnudos por el bosque. En Chile no tenemos monos. En Chile vive el monito del monte. Es un marsupial muy simpático. Los australopithecus amaban la lluvia.

Morocho, ven a ver el cielo. Ya están cayendo las primeras gotas. Ven a correr sobre la tierra húmeda.

La lluvia que mojó a los australopithecus es la misma que nos moja hoy.

El agua se está moviendo siempre por la Tierra. Hay que ser como el agua. Hay que adap- tarse como el vino se adapta a la botella.

El hielo es pura memoria. El alcohol es para olvidar el futuro. A los muertos no olvidarlos


nunca.


El agua no es la misma. Está claramente más sucia.

Hace dos millones de años nos adaptamos para vivir en la sabana después de que el hielo


hizo retroceder la selva. Hoy es la arena y el polvo.

Mancera. Siempre quise vivir en una isla. No si me gustan las islas.


Dame más kuchen. No, córtala, ya comiste mucho. Por Dios, eres tan simpático, da pena decirte que no. El dulce no te hace bien. Siempre esperas que te ponga tanta atención. Es- pecialmente conmigo, eres muy exigente. Por Dios, esos ojitos. A ti no se te puede decir que no. Cuando le doy besos a Marta, estemos donde estemos, vienes a nuestro lado y me pides atención, caricias; eres bien celoso.

Ya está decidido. Nos vamos. No me des la espalda.

Puedes entrar a la habitación buscándome, sin haberme visto yendo a la pieza de al lado y apenas hago un sonido corres diciendo: “¡papi, estás aquí!”. ¿Papi, estás aquí? Corres tanto o más rápido que Usain Bolt.

¿Te hago unas demostraciones de carreras bajo la lluvia? ¿Me aplaudes hasta quedar ex-

hausto?

A Morocho le encanta ser adulado, reconocido, y que se le trate como a un “campeón”.

¡Morocho campeón! ¡Morocho campeón!

Como un niño feliz.

A veces se me ocurre que viene de un circo, aunque la verdad es que creo que cayó del cielo directamente a mis brazos.

Sus potencialidades son extraordinarias, nunca conocí a alguien así, con esas capacidades y que produjera en su entorno, esté donde esté, conmoción afectiva y sorpresa por cómo es. Le encanta el encuentro, los rituales, la gente. Es lo contrario a mí. También le gusta jugar con los chicos. A los grandes los odia y los ataca, incluso los muy fuertes y grandes se atemorizan. Todo va en la actitud. Sabe pelear y defenderse muy bien.

La calle enseña. El maltrato lo endureció.

No tiene conciencia del espacio ni del tiempo, salvo cuando hace demostraciones de su destreza a toda velocidad por el campo. Correr bajo la lluvia… Corre, Morocho. Corre.

Cuando comemos de día y nos vamos a acostar, cree que es de noche y se va a dormir. Me voy a dormir. ¿Vienes? Me voy a quedar acá un rato más. Te vas a resfriar. Tiene arranques de independencia, no como yo. Él debería ser candidato.

Sobre todo, medita largas horas.

Es demasiado susceptible. Se porta muy bien, pero si alguna vez lo retamos se siente mu- chísimo, le duele y se taima. Desaparece.

Es un ser divino. Lo amo más que a nadie en el mundo. Nos vamos, le dije. ¿Adónde? De viaje.

Pero acá tenemos un futuro, ¿para qué queremos otro? Necesito un cambio. Nunca se es viejo para los cambios.

Estoy en mi última transformación. El Niño. Los viejos somos como niños. La arena y el polvo ya lo cubren todo. Tenemos que cambiar el mundo, mi querido Sancho, lucharemos contra los dueños de la verdad. No es locura ni utopía, sino justicia. La memoria es como la lluvia. Al sur los pasajes. Lo más austral posible.

Encuentra la verdad cuando corre por el campo. Morir bajo la lluvia es lo que quiero.

Fue buena idea poner esas lucecitas solares. Muy bonita la noche. Los reflejos. Los venta- nales. Desorienta. Me gusta eso, no poder distinguir ni arriba ni abajo ni a los lados.

Vamos en un lanchón río arriba, por el Calle Calle. Su nombre proviene de la voz en ma-


pudungun kallekalle. Es el nombre mapuche de la planta Libertia chilensis, una iridácea de flores blanquitas muy bonitas común en sus orillas.

Las lucecitas, míralas.

¡Esa es la Estrella del Sur!

¡Oh, capitán, mi capitán! Nuestro azaroso viaje ha comenzado.

Me encanta la niebla. A Marta le va a encantar. Maravilloso un espacio de luz así. Perfec- to. Como la vía láctea. Prepara tus cosas.

No soy independiente, estaba inscrito en un partido desde hace veinte años y no lo sabía. Ya abandoné completamente la idea de lanzarme a la política. Es una locura. Marta me apoya. Yo la apoyo. Nos apoyamos. Está muy emocionada. Ella cree en la nueva Constitución, pero yo estoy cansado. “Desde hace muchos años trabajo en el rescate de nuestras tradiciones y valores para recuperar los derechos fundamentales de todos nosotros y la cultura y los más pobres y la justicia social y blá blá blá…”.

Eso dicen muchos políticos, nada nuevo bajo la lluvia. Es pelear contra molinos de vien- to, Sancho. La humanidad goza pelear.

Que los jóvenes luchen, es su mundo ahora, nosotros hicimos lo que más pudimos. Si nos dividimos, perdemos.

Amo este lugar.

Me acostumbré a vivir en el Calvario. Marta tiene razón, es una locura irnos a estas altu- ras. Tenemos que estar tranquilos los últimos años que nos quedan de vida.

Abrazar los árboles milenarios, sentir su energía. La piedra también es energía. Quiero que los últimos segundos de mi vida sean bajo el cielo austral.

Ya viví con miedo mucho tiempo.

En el sur hay mucho kuchen. Sí, mucho. El sur. El sur. Qué locura la lluvia.

Me enloquece el kuchen de frambuesa. Dame kuchen. Dame, dame más. Siente su dul- zura y su textura. Cómo explota el sabor dulce en las pupilas. Ay, Morocho, con esos ojos, cómo no darte un pedazo. No mucho porque Marta me lo tiene prohibido. Estás flojo. No sales a pasear como antes. Ya no te bañas. Solo comes kuchen de frambuesa.

Te lo pasas echado viendo Netflix, ya no quieres trabajar. Perdí el interés. La sequía y la maldita tele. La política y su guerra. Debí estar bien deschavetado para pensar en ser candidato.

Esto fue un paraíso. Sí, es verdad, fue un paraíso. No vayas. No es la solución.

¿Cómo lo haces para adivinar siempre lo que voy a hacer?

Quiero reencarnar en alguien como tú y viajar junto al loco del pueblo.

Sígueme, apoya tus patas en la base de mi columna vertebral, a la altura del perineo. Morir no es malo, sino cómo se muere.

¿Estás seguro? Es la razón por la que te has vuelto receptivo. Mírate, estás completamente azul claro como el cielo. Eres mi amigo, colaboras conmigo y me empujas hacia delante. Eres un pasado que no frena el avance de la energía hacia el futuro. No nos desanimemos, prosigamos por el camino emprendido.

que soy un hombre desagradable, pero ahora que estoy bajo la lluvia estoy feliz.

Padezco del hígado. No puedo decir con certeza dónde me duele. Llegar a esta edad ya es suerte.


Otro fin del mundo es posible. Hermosa paradoja. Renacer en esa tierra. Lograr la trans- formación total. Ya no quién soy, dónde estoy. Mis recuerdos se desvanecen.

 

(Él va al refrigerador y saca un plato con un trozo de kuchen de frambuesa. Inmediatamente llega Morocho, se sienta a su lado y lo mira fijamente.)

 

¡Cresta, me asustaste! Kuchen, kuchen, kuchen. Dame Kuchen. ¡Papi, estás aquí! ¿Papi, estás aquí? ¡Papi, estás aquí! Eres increíble, no fallas; aunque estés en otro lugar de la casa, una pieza contigua o más lejos, si llego a tocar un trozo de kuchen sin siquiera hacer un solo ruido, llegas de inmediato. ¿Cómo lo haces? Quiero dulce. Sí, dulce. Ven, acompáñame al patio.

Mira el cielo, tiene cara de que va a llover. que no te gusta el agua. ¿Pero hace cuántos años que no cae una gota? ¡Marta, ven a ver el cielo! Marta, ¿sientes? Es el olor de la lluvia. ¿Te acuerdas de cuando nos dimos el primer beso? Llovía torrencialmente. Después vino la sequía. Siente la lluvia, Marta. Está lloviendo, Marta.

¡Es un milagro!

Morocho, mírate, estás color azul. Completamente azul. Ese sonido. Hace tanto tiempo que no escuchaba la lluvia.

Morocho, la mano. Dame la mano. Siente la lluvia. Ahora que el futuro llegó, es todo tan cierto. La muerte es perfecta.

Me lees el pensamiento. Como la lluvia. Sí, como la lluvia. Pero me gusta acá. Me gustan estas lucecitas que se reflejan en el ventanal. Me gusta el campo húmedo. Me conformo con el kuchen que hace Marta.

Marta te perdonó. Marta me perdonó. Lo sé, soy un idiota. Un viejo idiota. Marta te ama mucho, lo sé. ¿Qué sería de nosotros sin ti? ¿Por qué te quieres ir? No entiendo.

¿Te gusta la camita que te preparé con las almohadas al lado de nuestra cama? Me gusta dormir entre ustedes dos. En cuanto me despierto vienes a mi lado y me das besitos de buenos días. Amo que en las noches te despidas de nosotros con un besito.

Marta, ven, bailemos bajo la lluvia austral. El Calvario ha vuelto a ser un paraíso.

Sí, este lugar, el Calvario en que vivimos.

 

(Fin.)