Inicios de una vida en las letras: literatura, teatro y más1
Marco Antonio de la Parra en conversación con Adolfo Albornoz
ADOLFO (AA): ¿Cómo fueron los inicios del niño lector que fuiste y que se convirtió en el hombre de letras que eres?
MARCO ANTONIO (MAdlP): Fui el hermano mayor, hijo de un padre médico der- matólogo y una madre que dejó las Bellas Artes al casarse. Por razones que ignoro, me acerqué a los libros muy temprano y comencé a leer enciclopedias y el Nuevo Testamento. Las primeras me fascinaban por el caos que representaban: a partir de una letra abrían un mundo y mezclaban todo tipo de contenidos. Algo parecido me pasaba con los diccionarios. Escribir una enciclopedia imaginaria es uno de mis sueños. La Biblia la comencé a leer en versión cómic. Jesús era para mí un superhéroe que resucitaba gente y se elevaba a los cielos. La sonoridad del Nuevo Testamento, la belleza de ciertas frases, me quedaron grabadas y fueron importantes para alguna escritura mía posterior. Quisiera escribir para teatro el evangelio según María o María Magdalena.
AA: ¿Quiénes mediaron tus inicios como lector?
MAdlP: El teatro y la literatura se volvieron importantes para mí a través de dos vías pri- marias. Mi tío, Edmundo de la Parra, quien había sido uno de los fundadores del Teatro Experi- mental de la Universidad de Chile, fue también un gran regalador de libros durante mi infancia. Nos llevaba al teatro y, además, como tenía paredes llenas de libros, cada tanto sacaba alguno y me regalaba textos muy disímiles. Mi padre, en cambio, nos llevaba a pasear a mi hermano y a mí y también nos regalaba libros. A mí siempre me tocaban los clásicos en versiones ilustradas para niños: La Odisea, La Ilíada, La Eneida, El Quijote y más. Fueron unas lecturas tremendas, con las que me fui armando un panorama de la literatura mundial que fue clave para luego seguir leyendo por mi cuenta.
AA: ¿Recuerdas una experiencia o circunstancia particularmente decisiva en tu infancia
lectora?
MAdlP: Ser un lector precoz generó una catástrofe en mi vida. Como mis padres me vie-
ron leer tan fácilmente, decidieron saltarse la etapa de los jardines infantiles y la educación parvu-
1 Este trabajo recoge una parte –priorizando las facetas menos conocidas– de los contenidos abordados en el con- versatorio homónimo realizado en modalidad online el 29 de noviembre de 2021, como sesión inaugural del Ciclo de Autor/a Dramatis Personae, organizado por la línea de Certificación en Teatro Escolar vinculada a la carrera de Pedagogía en Lenguaje y Comunicación, en el marco de las actividades del área de Teatro del Instituto de Lingüística y Literatura de la Universidad Austral de Chile.
laria y cuando tenía cinco años recién cumplidos (porque nací a fines de enero) me matricularon en primero de preparatoria. Todos mis compañeros tenían seis años, algunos siete, diferencia que a esa edad es brutal. De inmediato comenzó el bullying que me tocó vivir durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Me iba fatal porque no entendía nada. Me invitaron a jugar un partido de fútbol y me dijeron que iba a jugar de defensa. Yo nunca había visto un partido en vivo ni en televisión. Partí a la enciclopedia, busqué fútbol, entendí qué hacía un defensa y dónde se paraba porque vi un dibujo con un puntito ubicado atrás y cerca de la línea. Por supuesto, al momento del partido hice lo mismo y no me moví de ahí. Aparte de que me gritaran, lo único que conseguí fue recibir un feroz pelotazo. Así comencé a entender que los libros no eran la vida, que esta era algo más complicada y simplemente había que vivirla.
AA: ¿Cómo se dio el pasaje del niño lector al joven escritor?
MAdlP: Llegado el momento, mis padres me cambiaron al Instituto Nacional, un colegio muy competitivo, muy de machitos, donde, al menos en ese tiempo, se estudiada para ser presi- dente de la república o ministro. Como tenía menos edad que mis compañeros, seguí siendo el nerd del curso; y como, además, no hablaba con garabatos ni era bueno para los puñetes, también pasé a ser el gay del curso. Lo pasé fatal, el bullying fue descomunal, vivía con una sensación de sufrimiento permanente, en medio de golpes, peladillas y más. No he escrito suficiente sobre eso. Tengo un texto sin terminar que se llama Tratado del miedo. Paralelamente, en el barrio también era el más chico de edad, pero el de mayor estatura, entonces para los demás yo era como el ton- tito del grupo. Todo esto generó una identificación con el perseguido y cierto deseo de venganza que luego se relacionan con algunas de mis creaciones.
Pero todo el desastre que fue mi adolescencia comenzó a cambiar cuando me encontré con la literatura ya no sólo como lectura, sino como escritura. El Instituto Nacional tenía una formidable Academia de Letras, la que me abrió las puertas a un mundo donde yo destacaba. Además, era un mundo con chicas, porque había relaciones con la academia del liceo de niñas y otras, a las que les gustaban mis habilidades y gracias. Ahí me transformaba: desaparecía la per- secución y aparecía la creación. La Academia tenía importantes profesores, como Waldo Rojas, quien la dirigía. Decisivo para mí fue el día cuando el profesor Gastón Sánchez hizo la corrección en vivo de mi primer cuento largo, que tenía seis u ocho páginas, lo que para un joven de dieciséis años era un texto enorme. Sánchez corrigió y editó mi cuento y así aprovechó para hacer una clase de puntuación. En ese momento el lector que yo era comenzó a pensar que también podía escribir. Me entusiasmé y empecé a participar en el Concurso de Cuentos Paula. En varias ver- siones no me fue bien, hasta que lo gané, cuando tenía diecinueve años y ya estudiaba medicina.
El Instituto Nacional también tenía una Academia de Teatro en la que descubrí que tenía talento para el escenario. Lo pasaba divinamente: escribía, actuaba, hacía afiches, participaba en concursos. Así el deseo de unir la escritura y el escenario comenzó a tomar forma porque la lite- ratura y el teatro me salvaron, me hicieron pasar de una niñez sufriente a una juventud gozosa.
AA: ¿La gratificante experiencia literaria y teatral que viviste en el Instituto Nacional, te llevó a considerar la posibilidad de una carrera universitaria en las humanidades o las artes?
MAdlP: Cuando egresé del Instituto Nacional, aunque lo hice en el grupo de los cientí- ficos, obtuve el premio, bastante prestigioso en ese tiempo, al Mejor Humanista (por supuesto, ganándome el odio de los estudiantes del grupo humanista). Me dieron el premio por mi parti- cipación en la Academia de Letras, la Academia de Teatro y en menor medida en la Academia de Estudios Sociales, pero yo era científico, así que desde muy temprano viví esta doble militancia, aunque curiosamente sin grandes roces. Por ejemplo, yo quería ser médico, pero a los quince años, cuando estaba a punto de salir del colegio, pedí como regaló de Navidad el Ulises de Joyce. Lo leí varias veces y me terminó influyendo mucho en materia de juegos de lenguaje, igual que las lecturas que en ese tiempo hice de Cortázar y Borges.
AA: ¿Continuaste desarrollando tu afición literaria de manera paralela a los estudios de medicina o de alguna manera integraste ambos procesos?
MAdlP: En esos tiempos uno soñaba sólo con dos posibilidades: ser rockero, como The Beatles, The Rolling Stones o Led Zeppelin; o ser un novelista del boom latinoamericano, como García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar –cuando todavía no se les leía en el colegio por obli- gación, sino que uno esperaba sus nuevos títulos y los compraba y leía en primera edición. Pero a la vez yo quería ser médico (mi padre era médico) porque me interesaba mucho la clínica. Me fascinaba la idea de la pesquisa, de entrevistar a los pacientes.
Por ejemplo, como lector, no sólo me gustaba el género de la novela negra, sino que me encantaba el ejercicio de buscar pistas. O sea, desde que era niño y leía a Sherlock Holmes ya lo estaba asociando, aunque sin saberlo, con la práctica clínica. Por algo Sherlock Holmes está escri- to por un médico. El goce de la clínica, en tiempos en que había poca imagenología en compa- ración con la que hoy está disponible, implicaba escuchar mucho al paciente e imaginar a partir de lo que decía. La escucha era clave para la anamnesis, para construir la historia del paciente. Durante mis años como estudiante se hicieron famosas mis larguísimas anamnesis y unas largas epicrisis, o sea, las historias de salida, porque yo escribía con tanto detalle que algunas de mis fichas clínicas se convertían prácticamente en novelas.
Por otra parte, tuve la enorme suerte de que, en el curso introductorio de psiquiatría, los primeros libros que nos pasaron no eran técnicos, sino literarios. Los profesores estaban conven- cidos de que la literatura era la vía para comenzar a conocer al ser humano. Así llegué a Camus, Dostoievski y muchos otros autores. El argumento era que, si no conocía al ser humano, sus pro- fundidades y complejidades, malamente iba a poder ser algo más que un veterinario de la especie humana. La idea de fondo era, por supuesto, “nada humano me es ajeno” de Terencio. Entones, cuando descubrí que la psiquiatría me permitiría reunir mis intereses, mis aficiones literarias se convirtieron en parte de mis estudios de medicina. Y por primera vez seriamente me dije: quiero ser escritor.
Por un breve momento viví una crisis vocacional, cuando estuve a punto de dejar la es- cuela de medicina para irme a estudiar cine. Además, quería hacerlo en Polonia porque estaba muy influenciado por películas del Este que había visto, como Cenizas y diamantes de Wajda. Pero de un día para otro el mundo cambió, vino el Golpe de Estado y terminó con todas mis dudas vocacionales.
AA: ¿Cómo el potencial escritor dio paso al definitivo hombre de teatro?
MAdlP: Si en algún momento la narrativa apareció como una posibilidad para mí y se convirtió en una decisión, el teatro, de distintas maneras, siempre estuvo latente y a la vez presen- te. Cuando entré a estudiar medicina, me juré no volver a ser víctima del bullying. Me propuse convertirme en líder en algún sentido y me acerqué al Centro de Estudiantes. No me interesaba la lucha política misma ni yo le interesé a quienes reclutaban futuros líderes políticos entre los más jóvenes. Pero sí me interesaba el arte, empezando por el grupo de teatro que funcionaba en la fa- cultad. Ahí trabajaban algunos que después también fueron psiquiatras y escritores, como César Ojeda, y otros que igualmente hicieron teatro más allá. En ese momento estaban haciendo obras musicales, pero con playback. Esto fue importante para mí porque mi primera pieza, El quiebra espejos, que fue concebida para este grupo, también fue un musical, pero sin playback, sino que cantando de verdad en escena. Lo pensé como un espectáculo para recibir a los estudiantes de la nueva generación –y, vía transmisión oral, año tras año se ha seguido representando en la Escuela de Medicina hasta hoy. A partir de ese momento, por las tardes, paralelamente tomé algunos cur- sos en la Escuela de Artes de la Comunicación. De pronto me veía obligado a faltar a alguna clase teórica de medicina, pero me ponía al día estudiando con libros porque leer era algo que yo sabía hacer rápido y bien, y así podía destinar tiempo a escribir, ensayar y, en la práctica, a mantener dos carreras –aunque tengo la sensación de que por momentos me preocupó más la preparación de nuestra participación en el carnaval y en el festival de teatro que la carrera que formalmente estaba estudiando. Terminé armando un grupo de teatro propio en la facultad, donde terminé escribiendo varias obras, entre otras, Lo crudo, lo cocido, lo podrido, mi obra madre, que después la crítica suele identificar como mi primer trabajo teatral porque fue el primero estrenado profe- sionalmente –en el caso de Lo crudo…, bajo la dirección de Gustavo Meza, mi primer maestro teatral. Pero este texto, al menos en su primera versión, junto con varios otros, había nacido en y para la Facultad de Medicina.