Historia de cómo un día me enteré que mi abuela curaba el mal de ojo

 

 

Paula López

Universidad Austral del Chile

 

 

            ‘‘Aprendí mirando a mi madre’’ esa es la respuesta que mi abuela María Francisca, me da cuando yo busco saber sobre sus secretos más guardados entre sus recuerdos. Cada vez que viajo a acompañarla, busco los momentos en que suelta su tejido y para de contar, para yo soltar una pregunta. Con la calma que tiene en su mirada, ella viaja en sus recuerdos y me cuenta de su vida, de su madre, de sus abuelas… Y se nos van las tardes conversando mientras ella se toma la cabeza con las manos y reposa ese cansancio de tantos años vividos.

            Ella misma se sorprende de las cosas que revive a través de su memoria. Hay conversaciones, en que su carita desprende ese sentir de un recuerdo ingrato que le duele el alma y su mirada se posa en lo lejano. Otras, en cambio, suelta una carcajada diciendo: ‘‘las ocurrencias de estas viejas digo yo’’, entonces, ahí yo tomo la oportunidad de preguntarle por esos secretos que ni leyendo sobre medicina natural he podido entender: ‘‘Viejita, cuéntame cómo aprendiste a curar el mal de ojo…’’ Entonces ella me responde: ‘‘Aprendí mirando a mi madre. Con unas plantitas y con mucha fe es posible curar a alguien de algún mal… ¿y tú cómo sabes que yo hago eso?’’ me pregunta sorprendida. Entonces allí cambiamos de tema, porque ella no sabe que me escondí detrás de una puerta, hace ya casi veinte años, mientras ella hacía un santiguario. Yo debo haber tenido no más de 6 años. Mi recuerdo es nítido, porque creo que nunca había quedado tan sorprendida del poder que tiene mi abuela. Una tarde, llegó unos de mis tíos a pedirle a ella que por favor sane a su hijo. Según él, lo habían hojeado y no paraba de sollozar. Jaimito, que en ese momento debió tener no más de un año, recuerdo que gritaba y lloraba como si luchara contra una fuerza que le irritaba y no le deja en paz. Mi abuela, les pide a todos que la dejen solita con el enfermo en una habitación. De pronto mi abuela va a buscar unas ramitas de maqui, un tarrito de café vacío y agua. Además, lleva un rosario en su mano. Ella va donde está el enfermo, toma las hojitas de maqui y las unta en agua, luego se acerca a mi primo y le hace la señal de la cruz varias veces, mientras susurra oraciones que yo no logro entender. Cuando deja de hacer la señal de la cruz, ella lleva las ramitas de maqui al tarro de café, y las quema, con eso, ella dice que el mal será ahuyentado. El lugar queda impregnado de humo y un aroma particular, y la casa se envuelve de un silencio inquebrantable. Jaime, duerme, descansa, reposa… su cuerpo parece liberado de una batalla contra alguna mala energía que se quedó con él, pero que mi abuela, con el saber de la planta medicinal, y la fe en los dioses que nos trajeron de afuera, batalla contra cualquier mal y lo espanta. 

 

 

            Queda, entre todos, como la guerrera de la vida. Poderosa mujer, tejida con hilos de distintas partes. Una mujer que es de otra madera, que es de otra fuente de luz. Mujer que aprendió en el fogón, en la casa pobre de Caramávida. La mujer que dio vida a mi madre, y que permitió que yo estuviera en este mundo, escondida tras la puerta, sorprendida de su voluntad, de su saber y de su fuerza. Por eso, cada vez que tomo sus manos agrietadas, le regalo un cariño de agradecimiento por haber guardado con ella todo lo que aprendió de su madre, todo lo que una vez tuvo que recordar para sanar a los suyos cuando mi bisabuela ya no estuvo para ayudarla. Ahora, agradezco las agüitas de matico de mi mamá, agüitas de boldo o de romero… solo sentir el aroma a la planta, me remonta a mis silenciosas búsquedas por la verdad, y viajo en el tiempo añorando haber sido parte de un mundo que venera la tierra porque en ella encuentra la sanación.

            Llevo en mi sangre la tierra cosechada de mi abuela y las lunas dirán cuando sea hora de plantar mi propia tierra con todo lo que aprendí de ella.