Las desclasificadas no caben en el campo: naturaleza, violencia y escritura poética en Elvira Hernández y Gladys González 

 

The desclassified don´t fit on the field: nature, violence and poetic writting in Elvira Hernández and Gladys González

 

 

                                                                Ignacio Sánchez Osores

                                                                Pontificia Universidad Católica de Chile

insanchez@uc.cl

 

 

            Resumen

 

            El siguiente artículo propone, a través del análisis del poema “Desclasificación” de la poeta chilena Elvira Hernández y “Naturaleza muerta” de Gladys González, que la naturaleza constituye una nueva “máquina significante” que les permite a las poetas politizarla con el signo mujeril y [para] generar un lugar de enunciación. Mediante el esencialismo estratégico (Spivak 2003), que vincula mujer con naturaleza, cuestionan y polemizan con su expulsión del canon/campo literario y, asimismo, denuncian la violencia ejercida sobre sus cuerpos.

 

            Palabras claves: mujer- esencialismo estratégico- máquina significante-lugar de enunciación

 

            Abstract 

 

            The following article proposes, through the analysis of the poems “Desclasificación” of the chilean poet Elvira Hernández and “Naturaleza muerta” by Gladys González, that nature constitutes a new “significant machine” that allows poets to politicize it with the sign womanly and generate a place of enunciation. Through strategic essentialism (Spivak, 2003) that associate women with nature, question and argue with their expulsion from the literary canon/field and also denounce the violence aplayed on their bodies.

 

            Keywords: women - strategic essentialism - significant machine - place of enunciation

 

 

            Recibido: 23/08/2019

            Aceptado: 1/10/2019

 

           

 

            1. Introducción

 

            Veo sobrevolar y escucho el susurro de las abejas de Sylvia Plath por el cercado jardín de Emily Dickinson. Oigo el aleteo de los pájaros que sobrevuelan las dalias, “clavel y tenabrio” de los huertos maravillosos de Marosa di Giorgio. Intuyo el deshojarse de las lilas en la noche mortuoria tizada de inocencia de Alejandra Pizarnik. Atisbo, a Diana Bellessi, heredera de los secretos del jardín, quien trabaja las macetas olorosas que le recuerdan la huerta andina de Mistral. Huelo el aroma penetrante de violetas, clavelinas y rosales de la jardinera de Violeta Parra y la “Ruda-Hembra” sureña de Delia Domínguez. La aparición de la naturaleza vegetal en la poesía de mujeres se revela como una constante, una persistencia en el decir que atraviesa una genealogía poética que alcanza a distintas generaciones, estéticas y naciones. Innumerables son los títulos de poemarios y poemas que son mentados con el nombre de un árbol, una raíz, una planta o una flor: “La flor del aire” incluido en Tala (1938) de Gabriela Mistral -y la decenas de poemas vegetales presentes desde Desolación (1922) hasta Poema de Chile (1967)-,  La inquietud del rosal (1916) y Mascarilla y trébol (1938) de Alfonsina Storni, Raíz salvaje (1922) de Juana Ibarbourou, Yo cactus (1994) de Alejandra del Río, Magnolios (2019) de Victoria Ramírez, El jardín (1992) de Diana Bellessi, Narciso y los árboles (2001) de Soledad Fariña, Jaramagos (2016) de Nadia Prado, solo algunos ejemplares de una larga trenza vegetal. Muchas son también las portadas que complementan los textos de poetas latinoamericanas. Pienso en el collage de Los papeles salvajes (2008), obra reunida de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio, sobrecargada de hongos, frutas, verduras y calas. Recuerdo, también, la pequeña casa enraizada de flores que sobrepasan el techo y escapan rizomáticamente por ventanas y puertas en el poemario Nada es hombre, nada es tierra (2017) de la joven poeta chilena Emiliana Pereira. Asimismo, vienen a mi memoria, “editoriales vegetales” dirigidas por mujeres, como Ediciones Libros del Cardo y Editorial Llantén a cargo de la poeta chilena Gladys González y la poeta bielorrusa-argentina Natalia Litvinova, respectivamente. 

 

Huella, Carlos Le-Quesne

 

            Este imaginario natural que puebla de criaturas vegetales la poesía de mujeres, les  permite a estas configurar un lugar de enunciación propio, toda vez que su ingreso a la “ciudad letrada” estaba vedado por su condición de invalidez, como nos dice la poeta peruana Carmen Ollé en Noches de adrenalina (1981): “... en algunas sociedades viriles todo se confabula/ para que otros hablen de nuestro deseo lo designen/se retuerzan sobre ese “valor-objeto” / y nos definen para siempre inválidas” (16). La denuncia de Ollé se constituye una constante en la poesía de mujeres y refiere a lo que denomino como “hablas taladas”, en tanto las poetas carecen de agencia para expresar sus subjetividades en el poema, mímesis perfecta de la esfera de la realidad que, trasladada a la literatura y pone en evidencia un: “uso reiterado, iterativo a través de diferentes tiempos y autores” (Genovese 1998: 19) de una “literatura macha” (Berenguer 1999). En otras palabras, el acto performativo por excelencia de un canon y tradición literaria masculinos que excluye enunciaciones de mujeres. 

            Este canon y tradición literarias legitimadas e instituidas en el campo cultural, de acuerdo con la crítica Ana Traverso, ha utilizado -y agregaríamos- continúa utilizando distintos dispositivos de exclusión para obliterar las escrituras femeninas: “masculinización”, “infantilización”, “reducción autobiográfica”, “uniformización”, “deshistorización” y “deceso” de la escritora y la escritura” (2013: 69). Esta “tala de escrituras”, que podemos extrapolar a la poesía de mujeres latinoamericanas, da cuenta de lecturas críticas parciales e insuficientes que obedecen a horizontes de recepción, particularmente, patriarcales. De acuerdo con la crítica Rubí Carreño, este tipo de ejercicio hermenéutico se debe a que: “la literatura era entendida como un espacio de homosociabilidad”, y por tanto, el cuerpo real/textual “se lo degrada (como quizás ocurra en el burdel);  se lo ignora como cuerpo sexuado y se lo glorifica como cuerpo materno (como quizás ocurre en el fútbol) y por último,  se lo traviste, como ha ocurrido a veces en el campo intelectual y artístico” (2007: 67). 

            En este contexto, las poetas- al igual que muchas plantas- se mimetizan en este terreno adusto, es decir, recurren a diversas estrategias para insertarse y persistir como el “musguito en la hiedra”, como diría, Violeta Parra. Así, las poetas se han apropiado de distintas “máquinas significantes” (Oyarzún 2003: 13), es decir,  de estrategias escriturales que en el tramado poético funcionan y se instituyen como lugares de enunciación de carácter subversivo o cuestionadores de la norma falogocentrista. En otras palabras, estamos frente a las “tretas del débil”, esto es, locus enunciativos apropiados por las escritoras, tales como la locura en Gabriela Mistral, la retórica tardoromántica y modernista en Alfonsina Storni, el cisne modernista erotizado en Delmira Agustini, “las lenguas de diamante” modernistas en Juana de Ibarbourou,  la cocina en Tamara Kamenszain, el vals en Blanca Varela , la Virgen en Eugenia Brito y Begoña Ugalde, el cuento maravilloso en Marosa di Giorgio y Emiliana Pereira, la bandera en Elvira Hernández, el parto en Verónica Zondek, el insulto en Malú Urriola, el tatuaje en Marina Arrate, el tejido en Cecilia Vicuña, “la perla suelta” en Paula Ilabaca, entre otras.

            Junto a las anteriores máquinas significantes, apropiadas y reestetizadas en tanto política de la letra, las poetas latinoamericanas parecen hacer uso de otra máquina significante que las une: la naturaleza vegetal. De este modo, estas “hablas taladas”, con el fin de dejar la mudez de su condición subalterna recurren al esencialismo estratégico (Spivak 2003), es decir: “[al] uso estratégico de un esencialismo positivista en un interés político escrupulosamente visible” (Cit. en Lamas 2016: 32) que ha identificado históricamente mujer con naturaleza. Esta apropiación política del signo naturaleza constituye una imposición cultural e histórica que responde a un vínculo analógico entre las mujeres y naturaleza, pues tanto su cuerpo como los procesos ligados a este se asemejan a los procesos y ciclos naturales (menstruación, embarazo, amamantamiento, etc.). Sin embargo:

 

no sólo los procesos corporales sino también la situación social donde se localizan sus procesos corporales puede transportar esta significación. Y en la medida en que está constantemente asociada (a ojos de la cultura) a estos medios sociales, estos medios añaden peso (quizás la parte decisiva de la carga) a la concepción de que la mujer está más próxima a la naturaleza (Ortner 2006: 24)

 

            Este imaginario natural, y particularmente vegetal, en términos de subjetivación genérica, no obstante, en la historia literaria, ha transitado desde una operación patriarcal traslaticia y acomodaticia que va desde lo objetual a lo natural. Por un lado, se niega u oblitera la “naturaleza” de las mujeres y se las entroniza en calidad de objeto. Por otro lado, se alaba y exalta la naturaleza tanto en su dimensión erótica como en su dimensión económica. 

            En relación con lo anterior, este artículo plantea que las poetas Elvira Hernández y Gladys González configuran un nuevo locus enunciativo que las autoriza para politizar la naturaleza con el propósito de cuestionar el rol subordinado propio de un sistema sexo-genérico que sitúa a los hombres en una jerarquía superior a las mujeres en cuanto sujetos ligados a la cultura y la razón. Mediante la máquina significante “naturaleza vegetal” las poetas polemizan con su expulsión del canon literario y, asimismo, denuncian la violencia ejercida sobre sus cuerpos.

 

            1. En la maceta no cabemos las desclasificadas: poética vegetal en Elvira Hernández

 

            La poeta chilena Elvira Hernández pertenece a un grupo de poetas mujeres que irrumpe en la escena literaria en la década de los ochenta con un conjunto de poéticas heterogéneas cuya marca está signada por el significante mujer y la polémica con el aparato dictatorial. De modo que: “estamos ante voces de mujeres fuertes para resistir aquello que denuncian: el dolor, la angustia, la violencia” (Espinosa s.p.). Por tanto, es en el cuerpo donde se territorializa una disputa con la subalternidad de la mujer, toda vez que esta adquiere una voz propia que tensiona: “ la imagen de la mujer convencional mediante la exposición o la denuncia” (Espinosa s.p.). La poética de Elvira Hernández otorga un espacio en el que el signo mujer está atravesado por la crítica al sistema político y económico de raigambre patriarcal. Poemarios como La bandera de Chile (1991)  Santiago Waria (1992 ) o Cuaderno de deportes (2010), por citar algunos, resignifican el rol que desempeñan las mujeres en ámbitos tan disímiles como la construcción y polémica con el imaginario nacional, la apropiación de la ciudad o su participación en materia deportiva, de tal manera que su discurso poético, al igual que el de las demás poetas de la Generación del 80’:  “intenta subvertir la posición histórica de la mujer en la poesía” (Espinosa s.p.). Sumado a lo anterior, en su poemario Cultivo de hojas elabora una poética vegetal que le permite  apropiarse, en algunos de sus poemas, del esencialismo estratégico que vincula mujer-naturaleza para denunciar su condición subalterna. En el poema “Desclasificación”, por ejemplo,  resulta patente la crítica al sistema sexo-genérico que niega un espacio a las mujeres escritoras:

 

Chilco Fuchsia magellanica, Carlos Le-Quesne

 

 

Soy una hoja al aire, señor

De esas que vienen escritas por los dos lados

Y desprendida de su árbol mayor

-mi propio viento me descuaja-

Por cierto sin genealogía

Por entera volátil.

            

 Sin trazas de camino planeo sobre nadas

-es un vuelo muy elevado-

Por aquí y por allá sobre el pajar relativo

(los granos extraídos son mil veces más vanos).

 

No creo que lo note, señor

Mi hoja se está cargando de sangre (2016: 183).

 

            La poeta recurre a la máquina significante naturaleza para cuestionar el espacio denegado de las “hojas” (mujeres), por una parte, y mediante el devenir vegetal, el de las poetas en el campo literario, y por otra, y a través de la metonimia “hojas” (escritura poética) para desacreditar una concepción de poesía mujeril ligada a lo íntimo y al melodrama.  

            La sujeto de la enunciación expresa desde el inicio del poema una crítica que desprende de condición de subalterna en tanto hija sin  una estirpe mujeril: “Soy una hoja al aire, señor/De esas que vienen escritas por los dos lados/Y desprendida de su árbol mayor/-mi propio viento me descuaja-/Por cierto sin genealogía/Por entera volátil” (183). La voz poética deviene elemento vegetal (hoja) para apostrofar y desaprobar a un tú masculino, encarnación del Orden Simbólico, que la excluye del canon literario. La hablante a pesar de provenir de “su árbol mayor”, esto es, cual Eva de la costilla de Adán, se sabe sin genealogía poética femenina, esto es, sin raíces, pues es una víctima de un sistema que refuerza la oposición binaria: hombre es [pertenece] a lo definido como mujer es lo etéreo. En este sentido, la hablante es errante e incorpórea, un “ángel del hogar” o una figura fantasmática -como la de los poemas de Mistral- que, aunque existe, no se quiere ver ni oír. De este modo, transita por espacios yermos y estériles para la escritura: “Sin trazas de camino planeo sobre nadas/-es un vuelo muy elevado-” (183). La enunciadora a través de la ironía expresa que el ejercicio poético, símbolo de la cultura, y por ende, de lo masculino se constituye en actividad de “vuelo muy elevado”, es decir, no apta para mujeres, de ahí que camine/escriba sobre “nadas”. En efecto, sus alas de “ángel del hogar” le pesan, con ellas no puede ascender al olimpo de la escritura, pues si lo intenta, tal como Ícaro, caerá. De hecho, la voz expresa que la producción poética de las mujeres a los ojos de su censor masculino constituye una actividad infértil: “los granos extraídos son mil veces más vanos” (183). Con ello, polemiza con el imaginario construido en relación con la mujer que escribe solo desde la emocionalidad y una matriz melodramática. 

            Por último, la hablante poética acaba señalándole irónicamente al sujeto masculino la ceguera intencional y productora de herida de género de la mujer-escritora, aquella que históricamente ha sido invisibilizada y desclasificada en el campo literario: “No creo que lo note, señor/Mi hoja se está cargando de sangre” (183). No obstante la desclasificación, la “hoja natural” tuerce su significado asociado a lo femenino en cuanto naturaleza para trasladarse a la “hoja de la escritura”, asociado a lo masculino, para denunciar su subalternidad con la sangre: sangre de la herida genérica, pero también sangre menstrual, tinta de la letra femenil: unión con la Madre Primigenia, genealogía arcaica. En suma, la voz poética, a través de un discurso irónico contesta a su “señor” que la poesía emanada desde locus enunciativos de mujeres sí implica una elaboración intelectual más allá de los corsés o encasillamientos patriarcales.

 

            2. Un hombre frente a una naturaleza muerta: naturaleza y violencia en Gladys González

 

            La poeta Gladys González, pertenece a la Generación Novísima, es decir, la de aquellos y aquellas poetas que comienzan a publicar en la primera década del 2000: Paula Ilabaca, Diego Ramírez, Pablo Paredes, Héctor Hernández, Felipe Ruiz, entre otros. Este grupo de poetas se caracteriza por romper con la poesía de los Náufragos, es decir, la de los poetas de los 90’ al incorporar en sus discursos poéticos subjetividades que hablan desde un yo-cuerpo marcado por un sexo-género violentado. De acuerdo con Héctor Hernández:

 

Ellos y ellas escriben desde la desobediencia de sus quehaceres hogareños, estudiantiles, familiares y hasta juveniles. Y a pesar de todo siguen con la palabra como resistencia e intervención. Su poesía es arriesgada, da cuenta de una contingencia personal, no temen a escribir. Su dolor se convierte en ironía y su rabia en belleza (s.p.).

 

            El proyecto estético y político de Gladys González está configurado a partir de una ética de la letra que entiende la poesía como un espacio de resistencia y denuncia. En su ya vasta producción poética, reunida en su poemario conjunto Pequeñas cosas (2015) la presencia de las mujeres ocupan un lugar importante, que desde la trinchera del espacio doméstico y de lo íntimo, abandonan la mudez de la subalternidad y ejercen su derecho a voz. Este ejercicio de resistencia desde la literatura va aparejado a su labor como editora de Ediciones Libros del Cardo, y a la vez, como organizadora de encuentros y ferias regionales de escrituras y escritoras  feministas. 

            El poema “Naturaleza muerta” de Aire quemado (2009) constituye un ejemplo que pone en escena el vínculo entre violencia y escritura mediante a la asociación entre  mujer y naturaleza para textualizar la violencia de género. Un texto que -podríamos decir- responde  al poema del poeta chileno Gonzalo Millán titulado “Naturaleza muerta con cama” (1984) que reza: “En una cama revuelta/una jugosa fruta madura/aunque mordida, virgen,/hambrienta de dientes/ todavía” (114). La voz poética- aparentemente impersonal- poetiza a la mujer a través de una metáfora frutal que se convierte en objeto de deseo del voyeur. La “jugosa fruta” termina expuesta como una “naturaleza muerta en la cama”. Gladys González, por tanto, encarna la voz de esa fruta madura. Veamos qué nos dice:

 

hubo noches

en las que buscaba

con un cuchillo de cocina

el origen de las voces

aterrorizada

con el rostro amoratado

y revuelto

 

hubo noches

en las que hacía barricadas

para que no me asesinara

con una cortadora de pasto

abriéndome lentamente

 

hubo noches

en las que me golpearon tanto

que caí al suelo

con un diente destrozado

y la cabeza rota

como una granada hirviendo

 

hubo noches

sin dinero

sin cortes profundos

 

caminando por la carretera

con la boca sangrando

 

los ojos perdidos

el rostro blanco

resplandeciente

 

entre los reflectores

de los automóviles (2016: 46-47)

 

            En este poema, a través de una sintaxis narrativa se poetiza el testimonio de una mujer que fue víctima de violencia física ejercida por un hombre, sintetizada en la matriz, agresión de género. La poeta textualiza el cuerpo femenino como un territorio natural que responde al vínculo esencialista que ha unido mujer a naturaleza. El título del poema, por tanto, obedece a una doble decodificación: por una parte remite al tipo de pintura que retrata objetos inanimados como flores, frutas, vasijas, entre otros, y  por otra, connota a una mujer muerta a través de la metáfora fosilizada en el sistema patriarcal: mujer es a naturaleza.

            El hombre en cuanto cultura y civilización debe en efecto, domesticar, podar y cortar la maleza que se interpone ante sus proyectos civilizatorios/eróticos: “hubo noches/en las que hacía barricadas/para que no me asesinara/con una cortadora de pasto/abriéndome lentamente” (González 46). La mujer/maleza en cuanto vida nuda se somete al hombre/cultura a través de la violencia que este ejerce en su cuerpo mediante una cortadora de pasto que la “abre”, esto es, la violenta  sexualmente. La cortadora de pasto, encarnación del falo, penetra a la naturaleza y apaga las “barricadas” que la mujer utiliza como armas de defensa.

            El cuerpo de la voz poética y el cuerpo textual constituyen uno solo, pues ambos dan cuenta de la violencia ejercida que se manifiesta mediante la cadena isotópica fragmentación/fisura: “rostro amoratado, diente destrozado, cabeza rota, boca sangrando, ojos perdidos, rostro blanco”. Cuerpo representado y cuerpo textual evidencian los golpes, la tortura y el sufrimiento, de manera que significante y significado, forma y contenido revelan la fragmentación de la mujer/maleza violentada. En efecto, la fragmentariedad en el plano textual se vislumbra en la utilización de encabalgamientos (corte/fisura) y anáforas (“hubo noches”) que insisten en el trauma: “hubo noches”. La voz enunciadora puede testimoniar solo desde el fragmento, pues ya no es la misma: golpes y cortes se han tatuado en su cuerpo y su memoria. Solo a través de la fisura se puede escuchar la herida, y es que la poesía, como nos dice Masiello, implica una ética del cuerpo y de la voz, que nos impele como lectores a escuchar el dolor del otro (2013: 23).

 

Sin título, Víctor Gutiérrez

 

 

            3. A modo de conclusión.

 

            La relación entre mujeres y naturaleza responde a un vínculo histórico que se ha naturalizado. No obstante, este engarce responde a una ideología genérica falogocentrista que sitúa a la naturaleza (mujeres) bajo el amparo de la cultura (hombres). Los discursos poéticos de mujeres latinoamericanas parecen cada vez más insistir en la inclusión de materias vegetales en sus producciones, como es el caso de las poetas chilenas Elvira Hernández y Gladys González. Estas a través desde una nueva máquina significante, esto es, el de naturaleza  se apropian del esencialismo estratégico (Spivak) que une a mujer con naturaleza para politizar el signo, y desde allí, generar un locus enunciativo propio que no se erige  como simple telón de fondo del sentimiento o experiencia expresados en los poemas, sino como una construcción cultural, es decir, un significado socializado.  Por un lado, la naturaleza, se resignifica en Elvira Hernández para polemizar, a través de ella, la concepción de poesía mujeril asociada al emocionalismo e intimismo, y simultáneamente, para cuestionar la dificultad del ingreso a un campo literario homosocial que excluye las producciones de las poetas por considerarlas “cuerpos extraños”. Por otro lado, Gladys González recurre a la naturaleza para desde ese lugar de enunciación denunciar la violencia sistemática ejercida hacia las mujeres.

En suma, las voces poéticas evidenciadas en Elvira Hernández y Gladys González, a través de la máquina significante naturaleza, se facultan para denunciar su condición de “hablas taladas”. En los textos se evidencia una  apropiación  de la categoría de naturaleza, que socialmente se les ha impuesto, para desestabilizar el orden patriarcalista que las ha enajenado del campo de la escritura, de modo que las poetas mediante un tropo vegetal  abandonan la mudez de su condición subalterna para decir su subjetividad y para cuestionar los roles asignados históricamente.

 

 

 

 

 

            Bibliografía

 

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Genovese, Alicia. 1998. La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas. Buenos Aires: Biblos.

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