Los lugares oscuros de la tierra: chamanismo, literatura y sueño
The dark areas of the world: shamanism, literature and dream
Andrés Azúa Sánchez
Pontificia Universidad Católica de Chile
aaazua@uc.cl
Resumen
El presente artículo aborda el sueño, el chamanismo y la literatura a través de la idea de lugares oscuros de la tierra –en el sentido propuesto por Conrad en el El corazón de las tinieblas y por Crary en 24/7-, es decir, espacios que en medio de la distopía del capitalismo tardío aún no han sido colonizados por la razón y el aparato mercantil de Occidente. De esta forma, se establece una analogía entre la práctica chamánica del descenso al inframundo, el tópico literario de los niños perdidos y el mundo de los sueños. Finalmente, se propone que la efectividad del ritual y el canto chamánico, al igual que la literatura, consiste en una suerte de licencia que asegura un buen viaje de ida y regreso a través de los lugares oscuros de la tierra.
Palabras claves: chamanismo, lugares oscuros, sueño, niños perdidos.
Abstract
This paper deals with shamanism, sleep and literature through the idea of the dark places of the earth –in the sense provided by Conrad in Heart of Darkness and Crary in 24/7-, that is to say, spaces that haven’t been colonized by rationality and mercantilism in the dystopia of late capitalism. In this sense, we stablish a relationship between the shamanistic art of descending to the underworld, the literary motif of lost children and the world of dreams. Finally, we propose that the effectiveness of the shamanistic songs and ritual –as well as literature- consists in a license that assures a good trip through the dark places of the earth.
Keywords: shamanism, dark places of the earth, sleep, lost children.
Recibido: 23/08/2019
Aceptado: 30/09/2019
Para establecer una relación entre chamanismo, literatura y sueño es preciso, en primer lugar, hacer una apología de la oscuridad. Renovar la sospecha de que hay algo esperando por nosotros en los lugares más oscuros de la tierra. Quizá una suerte de conocimiento que instintivamente relacionamos al peligro.
La oscuridad, históricamente, se ha opuesto a la idea del conocimiento como luz, como iluminación. Pero desde nuestro lugar actual de enunciación, la luz se nos presenta como un elemento más de una distopía neoliberal en curso. Eso es lo que plantea Jonathan Crary en su libro 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño (2015). Para Crary, el avance de las tecnologías de la comunicación y de la información, las redes sociales y el big data han perfeccionado la dominación del capital sobre las esferas más íntimas de la vida social de las personas. En otras palabras, han iluminado casi la totalidad del planeta, exponiendo las capas más profundas de la subjetividad humana a la omnisciencia de un sistema neoliberal que funciona 24/7, cuya lógica de consumo lo transforma todo en información útil, productiva e intercambiable. Sin embargo, la distopía de Crary no es perfecta. En este escenario de luminosidad absoluta y perpetua aún sobrevive una zona de oscuridad que constituye el punto ciego del capital: el sueño. El sueño sería la última barrera del capital, en tanto ciclo natural del cual no nos es posible despojarnos en nombre de la productividad. El sueño, o el acto de soñar: esa actividad a la que dedicamos gran parte de nuestras vidas, denostada por filósofos como Descartes, Hume y Locke por su carácter irracional e improductivo, absolutamente inútil para la producción de cualquier forma de conocimiento. Así, para Locke, el sueño “era una lamentable aunque inevitable interrupción de las prioridades diseñadas por Dios para los seres humanos: ser trabajadores y racionales” (Cit. en Crary 2015: 39). Y, para Hume, “el sueño se agrupa con la fiebre y la locura como ejemplos de obstáculo para el conocimiento” (Cit. en Crary 2015: 39). ¿Pero puede ser el sueño un medio de conocimiento? ¿O una forma de tomar conciencia, al menos, del desconocimiento? ¿Es decir, una sospecha de lo que pensamos como conocimiento? Pensemos en lo que han significado estas zonas de oscuridad para la razón occidental: esas zonas de irracionalidad e improductividad ubicadas en los confines de la civilización, lugares que la maquinaria del capital pugna por intervenir. “A pesar de toda la investigación científica en este ámbito, él frustra y confunde cualquier estrategia para explotarlo o darle forma. La impresionante e inconcebible realidad es que no se le puede extraer valor”, nos señala Crary (2015: 38).
Sin título, Edmundo Cofré
Pensemos en otras zonas de oscuridad además del sueño. Recordemos a Marlow, marino veterano del Congo y narrador de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, quien comienza su relato en el estuario del rio Támesis con la recordada frase: “Y también éste ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra” (1974: 6). El Támesis, el río más importante de Inglaterra, centro de difusión de la “civilización” universal, también fue alguna vez uno de los lugares oscuros de la Tierra. Marlow se refiere, por supuesto, a los tiempos del imperio romano: imagina a un legionario arrancado de las comodidades de la gran civilización para adentrarse en ese río pantanoso, oscuro, poblado por bárbaros. Siglos después, el capitán Kurtz, al igual que el pobre legionario romano, se enfrenta a otro lugar oscuro, a otro corazón de las tinieblas: el corazón de África, el continente negro que comenzaba a ser iluminado para su posterior colonización.
Estas zonas de oscuridad son, básicamente, las zonas no colonizadas por la razón y el aparato mercantil de Occidente. Lugares donde las tinieblas se asientan en el corazón de los hombres, donde el salvajismo es contagioso, donde el origen está más cerca y parece más real. Y es la misma razón de Occidente la que se ha fascinado con el concepto del chamán o del chamanismo, como un elemento de equilibrio, una forma de explicarse el mundo o un desvarío proto-científico en esos estadios de salvajismo. La etnología occidental ha generalizado el término siberiano del “chamán” para resumir en una sola palabra a una variedad de personajes fuera de lo común que desempeñan un rol de autoridad en las culturas “primitivas”: curanderos, profetas, magos, adivinos, seres que mantienen un comercio con los espíritus, guardianes de mitos, especialistas en el vuelo mágico (Costa 2010: 8). La antropología se ha esforzado por tratar de explicar racionalmente la efectividad curativa del ritual chamánico, pero parece ser que uno de los elementos fundamentales de esta efectividad ritual es precisamente que se resiste a ser explicado.
Aun así, el antropólogo australiano Michael Taussig –que estudia con curanderos y chamanes en la zona de Putumayo, Colombia, entre 1972 y 1987 aproximadamente- nos aporta una idea original al respecto. Taussig nos sugiere que en la construcción moderna de la figura mágica del chamán opera de forma activa un imaginario de terror colonial. De la misma forma que en Europa se ha otorgado un carácter esotérico a seres subalternos y marginales –judíos, gitanos y mujeres/brujas- el colonialismo europeo ha construido en torno al indio un aura exótica y mágica que presiona los límites de su cultura, o bien, que lleva el mito de la cultura hacia sus límites: la naturaleza, el origen, el salvajismo.
Taussig nos habla del horror del hombre “civilizado” hacia la selva y el salvajismo, el mismo horror enunciado por el malogrado capitán Kurtz en sus últimas palabras: “El horror, el horror” (Conrad 1974: 110). Los testimonios de horror de viajeros, misioneros y conquistadores abundan en múltiples y sofisticadas formas. El padre Francisco de Vilanova, al contemplar los penosos esfuerzos de los capuchinos en la selva del Putumayo declara: “La selva es la degeneración del espíritu humano en un desmayo de circunstancias improbables pero reales [el énfasis es nuestro]” (Taussig 2002: 107). Los lugares oscuros de la tierra son lugares de fuerte irrupción de lo real, de lo improbablemente real. Son lugares donde la realidad resulta difícilmente comunicable, al igual que los sueños. Quizá eso es lo que siente Marlow al pronunciar otra de las célebres frases de la novela de Conrad: “Vivimos como soñamos…solos” (1974: 45). La exacerbada realidad de lo vivido parece sobrepasar la capacidad narrativa de Marlow hasta el punto en que parece que se va a rendir y va abandonar su relato: “Imposible comunicar la experiencia de vida de una determina época, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia.” (1974: 45). A pesar de todo, continúa adelante con ese vano esfuerzo narrativo, sin dejar de advertir que: “el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños” (1974: 45).
Démosle una vuelta a esta especie de arte poética de Marlow que, al hablarnos de la relación entre sueño, narración y realidad nos habla finalmente de las condiciones de posibilidad de la literatura. Sus aprehensiones frente al acto de representar la experiencia son las mismas aprehensiones de una gran parte de la historia de la literatura: cómo hacer de una visión algo comunicable. ¿Es preciso abandonar una esfera de realidad espuria e ingresar en otra esfera más profunda, más oscura, más real? ¿Este descenso desde lo superficial hacia una especie de inframundo puede ser analogado con el viaje mágico de los chamanes, con su activo comercio con el mundo de los espíritus, de lo invisible?
Taussig nos comparte otro testimonio de un blanco en la selva, el del irlandés Roger Casement, quien, en la misma zona del Putumayo, visualiza a los indios como niños perdidos que juegan en la selva: “Mientras Natura en su atavío de enhiestos árboles se mostraba mustia, vestida hasta el exceso y silenciosa, el indio reía, desnudo, listo a cantar y a bailar con el menor pretexto” (2002: 114). Esta visión de los indios como hadas o espíritus infantiles del bosque no es tan extraña: además de la visión colonial que relega al indio a un estado de infancia cultural –listo para ser evangelizado y civilizado-, en la literatura encontramos numerosos referentes sobre niños que se divierten de forma impune en medio de la naturaleza más salvaje y hostil. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está” dice la popular canción infantil. En Los Cantos de Inocencia de William Blake (1984) encontramos numerosas alusiones a la figura de los niños perdidos. En el poema “La niñita perdida”, Lyca, de siete años, es intensamente buscada por sus dolientes padres. Sin embargo, Lyca, “Ha deambulado mucho / y oído la canción del pájaro silvestre” (139) y habita un reino meridional “donde la plenitud del estío / nunca se desvanece” (139). Y bajo un árbol, se queda dormida y es observada por las bestias de presa. “Leopardos y tigres juegan / en torno a ella mientras descansa, al tiempo que el viejo león / inclina su melena dorada” (139). Y es el león –el más infame depredador- quien la resguarda en su propia caverna y luego la devuelve a sus padres. El león representa, en Blake, una variante de la figura del dios cristiano –terrible y piadoso- la posibilidad de misericordia de una naturaleza salvaje que se rinde ante la inocencia de la niña perdida. De la misma forma, Casement contempla el horror de la selva rendirse ante la inocencia de los indígenas, esos otros “niños”.
Sin título, Antar Fernández
La efectividad del ritual chamánico que obsesiona a los antropólogos podría ser también una licencia que asegura un buen viaje de ida y de regreso, hacia abajo y hacia arriba. Una garantía de que se puede ingresar y transitar de forma impune por las zonas de oscuridad o de realidad exacerbada y luego regresar. Taussig, después de haber estudiado con los chamanes del Putumayo, termina afirmando que el chamán es una suerte de Virgilio que guía al poeta en su descenso al inframundo. Y es el canto del chamán, el canto que cura, el que protege de los infortunios de la travesía mediante la apelación a la misericordia de una naturaleza impredecible –lo real- que puede devorarte y hacerte desaparecer en cualquier segundo. En este sentido, el canto del chamán no es distante a la poesía –“moderna”, por ejemplo- que no pocos han concebido como una forma –y a veces la única forma- de sobrevivencia, una letanía: pensemos en Lihn, por ejemplo.
Es Victoria Ocampo –amiga de Gabriela Mistral- quien se refiere a la “recóndita realidad” del reino habitado por esa Lucila que: “en las lunas de la locura / recibió reino de verdad” (Mistral 1997: 100) y la compara con Blake. Ocampo dice no saber si Gabriela leía a Blake, aunque cree que ambos sentían y pensaban de un modo similar:
No conozco –decía Blake- otro cristianismo, otro Evangelio que el de la libertad del cuerpo y del espíritu para ejercer las artes divinas de la imaginación. Imaginación: el real y eterno mundo del cual este Universo Vegetal es sólo una leve sombra, mundo en el que viviremos con nuestros cuerpos eternos o imaginativos, cuando estos cuerpos mortales, vegetales, dejen de existir (Mistral & Ocampo 2007: 311).
Descender a este reino de muerte y oscuridad con una especie de licencia y garantía de retorno: tal parecer ser la función del canto y de la poesía. Incluso podríamos pensarlo como una canción de cuna que nos guía apaciblemente hacia el sueño, esa zona oscura más allá de nuestra voluntad, de la cual, en realidad, es imposible saber si volveremos. Porque, además del sueño, la muerte es otra zona de oscuridad definitiva y es nada menos que Sancho Panza quien nos recuerda sus estrechas relaciones de sentido: “Solo sé una cosa, señor. Cuando yo duermo, no conozco el miedo, ni las esperanzas, ni los problemas, ni la dicha. Solo hay un inconveniente en el sueño profundo: se parece demasiado a la muerte” (Cervantes, LXVIII).
Para acceder y transitar por las zonas oscuras donde tiene lugar lo improbablemente real es preciso una mediación. El poema “Vieja” de Gabriela Mistral también puede leerse como una canción de cuna. Una canción de cuna y eutanasia. La vieja, que “Ciento veinte años tiene, ciento veinte, / y está más arrugada que la Tierra.” (1997: 124), olvidada por la muerte, es puesta a dormir por el canto misericordioso de la Mistral, quien la conduce amablemente al inframundo con su breve antífona de dos palabras: “La muerte”, la posibilidad de una muerte que no sea un tránsito irreversible.
Bibliografía
Blake, William. 1984. Poesía completa. Barcelona: Libros Río Nuevo.
Cervantes, Miguel de, Don Quijote de la Mancha. En: https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/
Conrad, Joseph. 1974. El corazón de las tinieblas. Santiago de Chile: Nascimento.
Costa, Jean-Patrick. 2010. Los chamanes ayer y hoy. Buenos Aires: Siglo xxi editores
Crary, Jonathan. 2015. 24/7. Capitalismo tardío o el fin del sueño. Madrid: Ariel
Mistral, Gabriela. 1997. Tala. Santiago de Chile. Ercilla,Mistral,
Gabriela & Ocampo, Silvina. 2007. Esta América nuestra. Correspondencia 1926-1956. Buenos Aires: El cuenco de Plata.
Taussig, Michael. 2002.Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje. Un estudio sobre el
terror y la curación. Bogotá: Norma S.A.