Hablo desde esta vigilia inquebrantable.  De huertos, amapolas y melisas

 

I speak from this unshakable vigil. Of orchards, poppies and lemon balm

 

 

Carlos Ayram

Pontificia Universidad Católica de Chile- CONICYT

cjayram@uc.cl

 

            Resumen

 

            El presente artículo examina, de un lado, la manera cómo se representan algunas plantas medicinales como la melisa o la amapola en algunos poemas y canciones de Violeta Parra y Gabriela Mistral y, de otro lado, el espacio del jardín natal en Marosa di Giorgio. De esta manera, me pregunto cómo las voces líricas filian su sabiduría poética con el huerto, bien sea en calidad de espacio afectivo y de regocijo de vinculación con una episteme ‘otra’ o como topos donde acontece una infancia insomne, mítica y fantástica. En este sentido, me interesa detectar cómo las plantas, más que motivos poéticos, funcionan como imágenes que permite pensar en sus usos, propiedades y potencias creativas.

 

            Palabras clave:  Plantas medicinales, Poesía, Jardín, Huerto, Mistral, Parra, di Giorgio

 

            Abstract

 

            This article examines, on the one hand, the way in which some medicinal plants such as lemon balm or poppy are represented in some poems and songs by Violeta Parra and Gabriela Mistral and, on the other hand, the space of the home garden in Marosa di Giorgio. In this way, I wonder how the lyrical voices filiate their poetic wisdom with of the garden either as an affective space and of rejoicing, of linking with an episteme ‘other’ or as moles where a sleepless, mythical and fantastic childhood takes place. In this sense, I am interested in detecting how plants, more than poetic motifs, function as images that allow us to think about their uses, properties, and creative powers.

 

            Key words: Medicinal plants, Poetry, Garden, Orchard, Mistral, Parra, di Giorgio.

 

 

            Recibido: 23/08/2019

            Aceptado: 23/10/2019

 

 

 

 

 

“Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las tazas. Era cuando iban las nubes por las habitaciones, y siempre venía una grulla o un águila a tomar el té con mi madre. Aquella muchacha escribía poemas enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y a sangre de ave”

Magnolia, Marosa di Giorgio

 

            Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad (1967), narró cómo la peste del insomnio llegó a Macondo e impidió a la gente del pueblo conciliar el sueño para conquistar el descanso físico. La peste hizo que los aldeanos empezaran a olvidar paulatinamente todos sus recuerdos. Entonces, José Arcadio Buendía empezó a colgar carteles por doquier para poder acordarse del nombre de las cosas, mas se veía que era un trabajo perdido: “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad” (García Márquez: 31). No obstante, es Melquíades el que devuelve la paz a Macondo: solo él sabe el secreto de una cura que combata el insomnio, que arruine el afán que tiene el olvido por devorarse la cotidianidad del pueblo. En su maleta de buhonero tiene una pócima que devuelve la mirada iluminada a José Arcadio Buendía y la peste llega a su fin. Sin embargo ¿cuál podría ser ese remedio exacto, traído por Melquiades, pero velado por la voz narrativa que no se atreve a mencionarlo sino como una “sustancia de color apacible”? (32). La peste se extinguió, es innegable. No obstante, pienso que, en este gesto, el realismo mágico doblegó la sabiduría del gitano, no nos dejó asistir a ese grado de sapiencia que solo podrá ser examinado bajo la lupa de la imaginación. Pienso que en ese momento de la trama hay vacío epistémico en Melquíades: solo lo construimos en el devenir de su profecía, la gran ausencia es la fórmula de su poción. 

            Ahora bien, los trastornos del sueño han sido vistos, a través del arte, como momentos altamente productivos en los que el ánima se dispone a crear. Es desde la paciencia de la vigilia, por ejemplo, como Emily Dickinson escribe sus poemas encerrada en su habitación, Gustave Flaubert corrige Madame Bovary o Kafka indaga en su madriguera burocrática; estados de profunda paciencia que benefician el genio creativo. Sin embargo, esa aura protectora y purificadora de la vigilia permanente y creativa tiene su reverso: la angustia desatada por la imposibilidad de conciliar el sueño o abrazar el descanso físico bien sea por una pena de amor, por una deuda pendiente o por un estado de alteración. La poesía, específicamente, ha establecido una ruta particular para imaginar tanto las propiedades curativas de las plantas como su presencia en la imaginación poética. 

            El presente artículo examina, de un lado, la manera cómo se representan algunas plantas medicinales como la melisa o la amapola en algunos poemas y canciones de Violeta Parra y Gabriela Mistral y, de otro lado, el espacio del jardín natal en Marosa di Giorgio. De esta manera, me pregunto cómo las voces líricas filian su sabiduría poética con el huerto bien sea en calidad de espacio afectivo y de regocijo, de vinculación con una episteme “otra” o como topos donde acontece una infancia insomne, mítica y fantástica. En este sentido, me interesa detectar cómo las plantas, más que motivos poéticos, funcionan como imágenes que permite pensar en sus usos, propiedades y potencias creativas.

 

 

            1. De huertas y fantasmas 

 

            Tal vez sea “La jardinera” de Violeta Parra la que pueda inaugurar el conocimiento del jardín, no solo como objeto poético, sino como espacio que proporciona un saber “otro”, distinto, afectivo, ritual, para curar las penas de amor. La hablante lírica busca el conocimiento en el jardín cultivado que vendría a constituir el espacio propio e íntimo. Selena Millares (2000) afirma: “Allí la alquimia del verso todo lo transmuta en flores y en aves, y también en música; en el aire se compone su cantata, para habitar ese espacio entre cielo y suelo, así hermanados: siempre con los pies en la tierra y sin perder su contacto, la vista en el arco de las alianzas que no tiene frontera ni límite” (174). El sujeto femenino es quien posee el conocimiento de las plantas que salvan: “de la flor de la amapola/seré su mejor amiga/ la pondré bajo la almohada/ para dormirme tranquila” (Parra 2016: 64).  La jardinera ha comprendido los sordos poderes de la tierra; es ella quien entiende cómo la amapola le permite descansar, alejándola de esa imposibilidad de abrazar el descanso físico. Sin embargo, ese conocimiento del uso y efecto, por ejemplo, de la amapola, podría entenderse en tanto herencia cultural: la jardinera, como sujeto lírico, habla desde un saber popular que es su locus enunciativo, pero también, su manera de estar-el-mundo. Rubí Carreño (2018) al igual que Paula Miranda (2016) han visto en la figura de Violeta Parra ese linaje campesino, esa sabiduría popular, ya que como poeta “se vinculará con la palabra sagrada, multimedial, comunitaria y con el canto, en todo su resplandor conmemorativo, ritual y comunitario” (Miranda: 19). El contacto con las plantas, que son enfermeras, son las únicas que tendrán la posibilidad de la cura. Tal vez aquí haya un gesto contra la práctica médica hegemónica: ya no es el espacio institucionalizado el que está destinado a curar. La voz poética habla en nombre de una tradición: es ella la confluencia de una herencia cultural; ella es tributaria de un saber femenino, popular, campesino, que sigue vigente como episteme en resistencia.

 

Quintral, Carlos Le-Quesne

 

            Me interesa pensar aquí las imágenes construidas de la amapola y el toronjil: “cogollo de toronjil/cuando me aumenten las penas” (Parra 2016: 65). No solo se nombran las plantas, es decir, no hay en la voz poética una manera de estabilizarlas sólo figuralmente. Antes bien, leo una necesidad por convertir la amapola y el toronjil en imágenes que tocan lo real sí y solo si hay un saber que de ellas se desprende: sus usos, propiedades, facultades, potencias. Bien podría pensarse en la hipótesis propuesta por Didi-Huberman en el que asegura “que la imagen arde en su contacto con lo real” (1): arde de sentido, arde de afecto, arde porque toca. Y ese toque descansa en este poema-canción porque se transfiere de manera afectiva a sus lectores/escuchas, en quienes buscan la sabiduría también de la jardinera para el desasosiego que deja una pena de amor. La amapola y el toronjil entran en un diálogo con una experiencia comunitaria: el poema los dispone como la fuente del sosiego, pluraliza una experiencia común en torno a las plantas por su valor para ayudar a dormir, para mermar las huellas del dolor.

            Algo similar sucede, por ejemplo, en algunas secciones de Poema de Chile (1967) de Gabriela Mistral. Grinor Rojo menciona que: “el Poema de Chile acaba siendo una especie de bitácora de la trayectoria existencial de la poeta durante los últimos veinte años de su vida. Bitácora de las peripecias de su ser interior, como un sujeto precario, atribulada, dividida, rota y doliente, pero también resentida y rencorosa” (Mistral: 26-7). Sin embargo, Poema de Chile es también una obra que habla de la siembra, del cultivo, de la huerta, de la sabiduría campesina. La declaración en Mistral es una marca identitaria insoslayable: es ella quien ha recibido por línea materna ese saber que luego convierte en una poética de la tierra y sus frutos. En ‘Huerta’la declaración del sujeto lírico –asumido como un fantasma, tal vez como una insomne que no puede descansar– revela una pedagogía de la tierra: “Chiquillo, yo fui huertera. /Este amor me dio la mama/Nos íbamos por el campo/por frutas o hierbas que sanan/Yo le preguntaba andando/por árboles y por matas/y ella se los conocía/con virtudes y con mañas. (86).

            El conocimiento de la huerta en tanto espacio físico –pero también como lugar simbólico– proporciona una posibilidad para enseñar y trasmitir el orden de la experiencia. En el poema, el niño diaguita no entiende la fascinación de la hablante fantasmática por esas matas que están en la huerta. Encuentro oportuno, y coincido absolutamente con Rubí Carreño (2018), cuando destaca en su lectura de la huerta mistraliana la idea del poema como un suelo fértil y la relación que establece el sujeto lírico con ese espacio imaginado: “El texto es el suelo-sueño que nos permite recordar esa alianza entre las plantas maternas que podemos tocar y oler, incluso alimentarnos y la madre que es espíritu, fantasma, recuerdo, casi nunca, nada” (Carreño: 15). Es solo en su potencia discursiva como la hablante logra llevar a su interlocutor a pensar en esas ‘matas’, en sus facultades que solo funcionan para el niño de oídas; no obstante, en el poema está depositada una manera particular para entender la fe que despierta: “Le oí decir a mi madre/que la quería y plantaba/y la bebía en tisana, / le oí decir que alivia/el corazón, y eran ciertas/las cosas que ella nos contaba” (Mistral: 86).

De igual forma, el eco del jardín aparece como un espacio reapropiado en Mistral, la patria común de la sabiduría popular. En “Jardines”, por ejemplo, la voz poética del niño diaguita interroga a la mama por querer entrar a hurgar a las huertas: “Mama tienes la porfia/de ‘ésquivar todas las casas/ y de entrarte por las huertas/ a hurgar como una hortelana. / ¿No sabes tú que tienen dueño/ y te pondrá mala cara? / A huertos ajenos entras/ a como Pedro por su casa (87). La hablante, en cambio, se apropia de ese lugar porque le pertenece, porque ella lo habitó mucho antes de que llegaran los dueños de la tierra: fue ella la que enseñó a esos hombres y la que se oculta de la mirada de las “santiaguinas escandalizadas”. Es a la fantasma con la que tienen una deuda; no obstante, ella paseará en la noche sobre esos pastos porque son también de su propiedad.

            Por su parte, en “Flores” la hablante va siguiendo su recorrido con el niño diaguita buscando entre las casas las flores rústicas: “-Mama, tú hablas de las matas/como si fueran “cristianas”. / ¿Cómo te acuerdas del nombre/y del olor te atarantas? (Mistral: 94). Ese recorrido que emprenden ambas voces por el espacio natural posibilita que haya una traducción de la experiencia al lenguaje poético. Ese conocimiento sigue sosteniéndose en la memoria de ese fantasma que está corporeizado; conoce las propiedades de las plantas, las huele, las clasifica, la siente. Su búsqueda está definida por un espacio simbólico que quiere reemplazar el espacio físico –ese que está trasmutado en espacio de cemento–. Más adelante, en el poema, la hablante manifiesta: “Y este otro gajo cogido es de toronjil, ya basta. /Pero si hemos de seguir/así con las manos dadas, /yo me tengo de mentarte/lo que nunca te mentaron. /Es muy lindo bautizar/las criaturas amadas”. Y ya no es el toronjil el que se nombra por accidente: hay un desplazamiento semiótico al interior del poema: el gajo del toronjil es un ser vivo más: es la criatura amada. De nuevo la imagen vuelve a tocar afectivamente y perceptivamente: es desde ese cuerpo evanescente que aún recuerda en su eterno andar las propiedades del toronjil que toca para crear una comunidad de sentido. 

 

            2. Jardín salvaje

 

            Ese conocimiento de las huertas y los jardines en Parra y Mistral puedo localizarlo en muchos de los poemas de Marosa di Giorgio. Sin embargo, la comprensión de las plantas funciona en la poeta uruguaya como emergencia de una sensibilidad fantástica y mítica que tiene un principio generatriz en la infancia. De acuerdo a Luis Bravo (2007), a propósito de la poesía de Marosa: “una vez que el lector ingresa en los espacios de su universo (chacra, jardín, huerto, odas domésticas puestas en escena de lo “salvaje”) sabe que en dichos topos cualquier cosa de cualquier índole puede ocurrir” (137). En Historial de las violetas, Magnolia o Clavel y tenebrario las plantas desfilan entre ángeles, fantasmas, duendes y recuerdos: los sujetos líricos, en múltiples ocasiones niñas y jóvenes mujeres, son testigos de lo que acontece, sobre todo en horas de la noche. No hay solo un contrato mimético con la naturaleza, antes bien, su conocimiento experiencial y profundo automizan la creación poética, liberan la densidad y potencia del recuerdo.  

            El jardín que rememora di Giorgio a través de sus voces poéticas fracturan la idea de un espacio homogéneo, es decir, el jardín natal se inscribe como una suerte de heterotopía que podría funcionar como contra-lugar donde acontece la experiencia y se resucita el caos propiciado por lo salvaje, donde la naturaleza excede el orden y, a su vez, conquista la imaginación de la poeta. De acuerdo con Foucault: “la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles” (6), lo cual significa, que el jardín marosiano se opone a las reglas del mundo ordenado, produciendo una imagen inestable, incontrolable, ominosa y voraz del espacio donde se forman los sujetos que testimonian una realidad inédita. El jardín funciona como un ser vivo que se alimenta de la presencia de sus testigos, pero no los enmudece, al contrario, los invade en sueños y les proporciona las imágenes precisas para hablar de sus sentidos y sus excesos. Según Joyelle McSweeney (2017): “el jardín de di Giorgio está delimitado como un vientre, pero un vientre puede, por supuesto, abrirse como stigmata o el estoma de una hoja, peligrosa y copiosamente, para bien o para mal” (173).

            En el poema V de Historial de las violetas, el movimiento anunciado por la hablante hacia el Jardín, es el retorno: el jardín como el lugar que fue habitado, que la recibe de nuevo, y que también la desconoce. Cito in extenso:

 

Anoche realicé el retorno; todo sucedió como lo preví. El plantío de hortensias. La Virgen -paloma de la noche- vuela que vuela, vigila que vigila. Pero, los plantadores de hortensias, los recolectores, dormían lejos, en sus chozas solitarias. Y mi jardín está abandonado. Las papas han crecido tanto que ya asoman como cabezas desde abajo de la tierra y los zapallos, de tan maduros, estiran unos cuernos largos, dulces, sin sentido; hay demasiada carga en los nidales, huevos grandes, huevos pequeñitos; la magnolia parece una esclava negra sosteniendo criaturas inmóviles, nacaradas. Toqué apenas la puerta; adentro, me recibieron el césped, la soledad. En el aire de las habitaciones, del jardín, hasta han surgido ya, unos planetas diminutos, giran casi al alcance de la mano, sus rápidos colores. Y el abuelo está allí todavía ¿sabes? como un gran hongo, una gran seta, suave, blanca, fija. No me conoció. (di Giorgio 2013: 92)

 

            Ese conocimiento del jardín como espacio del recuerdo en di Giorgio se vuelve fundamental para entender el contacto con el espacio natural y como este se traslada al lenguaje poético. Asimismo, en la obra de Marosa, la creación de sus personajes, que habitan el orden de lo nocturno, están inmovilizados, son testigos insomnes del acontecer de ese mundo rural y fantástico en el que habitan. Carina Blixen afirma que la poesía marosiana: “crea una heroína inmovilizada detenida, que dice siempre la permanencia en sí, en ese mundo primero familiar, del que no sale, con el que no rompe y que la acumulación de tiempo y escritura multiplica dando forma a un laberinto infinito” (87).  El jardín natal marosiano es un espacio al que siempre se regresará a veces como un intenso recuerdo, como un campo en guerra, como el lugar ominoso y siniestro o como aquel lugar donde las diamelas, las magnolias y los gladiolos están al servicio de la voluntad creativa. Benítez Pezzolano afirma: “El mundo literario de Marosa di Giorgio podría identificarse en primera instancia como retorno perpetuo, excepto que la misma noción de retorno resulte inapropiada y que por ello se le imprima el significado de aquello que nunca ha sido” (50).

 

Flor de matico

Carlos Le-Quesne

 

            La voz marosiana, al igual que los sujetos mistralianos, retorna al jardín para reconocer el acontecimiento inédito del espacio natural; ahí se encuentran los cimientos de un conocimiento ‘otro’ heredado en la infancia y, posteriormente, representado en el despliegue de su imaginación poética: “las memorias campesinas interactúan con su vida ciudadana, pero la experiencia de la naturaleza, aprehendida por intuición en el ambiente de la chacra, arroja conocimientos de primera mano, interpretados por un razonamiento fecundo y singular que suele contradecir o poner entre paréntesis los conocimientos recibidos del medio urbano” (Echevarren 2005: 5). En el poema XV de Historial de las violetas la hablante asiste a un nacimiento signado por la muerte:

 

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma, la estatua a una paloma; otros son dorados o morados. Cada uno trae —y eso es lo terrib1e— la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra. Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. El elige como un águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris. Mamá no se da cuenta de que vende a su raza (di Giorgio 2013: 19). 

 

            Joyelle McSweeney ha leído en la poesía de Marosa formulaciones necropastorales: “los textos necropastorales activan esos aspectos suprimidos de lo pastoral –lo necrótico, lo infeccioso, lo artificial- (…)” (2017: 173), lo que autoriza a la hablante para demostrar, casi oximorínicamente, cómo el espacio vital del jardín contiene de manera insoslayable la muerte. Historial de las violetas, en este sentido, puede considerarse como una forma de cotizar la experiencia a través de la presencia de plantas que, por su dimensión salvaje, se resisten a ser domesticadas porque en ellas se anuncia la violencia, el tránsito, la contradicción.

            En Marosa advierto no solo una filiación con el espacio, sino una relación con un tipo de sensibilidad poética que le ha devuelto su lugar de producción de sentido a la naturaleza. De igual modo, sus sujetos y hablantes hablan desde la vigilia constante que las acecha: el desamor, la deuda no saldada, la infancia que siempre será eterno retorno. Naturaleza y escritura en un acto que se disemina en una comunidad. No es solo una ensoñación romantizada, es la poesía que deambula por el saber que otorga la experiencia, que se comunica con los símbolos, que se transfiere en la metáfora. De ahí que sean múltiples las imágenes, por ejemplo, de plantas que salvan, plantas que curan, matas que habrá que oler y tocar para entender. 

            Para finalizar, y en respuesta a la cita inicial que inaugura este artículo, me resulta injusto que no hayamos podido saber, en calidad de lectores, los ingredientes con los que Melquíades fabricó su poción. ¿Habrá experimentado con plantas como la mandrágora que según las leyendas medievales solo puede ser encontrada por los elefantes? ¿Qué hay del conocimiento gitano que exige hacerse visible como episteme en resistencia? Tal vez en Cien años de soledad podamos encontrar la riqueza de la costa caribeña, la profusión latinoamericana en la aldea universal de Macondo; pero quienes llegan y traen el hielo y los primeros objetos curiosos al pueblo es la caravana de los gitanos, no podemos olvidarlo. Por mi parte, solo atino a preguntarle a Gabo: ¿Qué había efectivamente en esa poción?

 

 

 

 

           

            Bibliografía

 

 

Benítez Pezzolano, H. 2012. Mundo, tiempos y escritura en la poesía de Marosa Di Giorgio. Montevideo: Estuario editorial.

Blixen, C. 2017. “Marosa Di Giorgio: prosa del paraíso”. Revista de la Biblioteca Nacional. No 13, Montevideo. pp. 79-91.

Bravo. L. 2007. Escrituras visionarias. Montevideo: Fin de Siglo.

Carreño, R. 2018. “Hacer cantar la maravilla: plantas medicinales en cantos, tonadas y poemas de mujeres Chile- Wallmapu XX-XXI”. Trabajo inédito en proceso de publicación.

Di Giorgio, M. 2013. Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Didi-Huberman, G. 2018. “Cuando las imágenes tocan lo real”. Recuperado de: https://www.macba.cat/uploads/20080408/Georges_Didi_Huberman_Cuando_las_imagenes_tocan_lo_real.pdf

Echevarren, R. 2005. “Prólogo a Misales” En: di Giorgio, M. Misales. Relatos eróticos. Buenos Aires: Cuenco de plata.

García Márquez, G. 2001. Cien años de soledad. Bogotá: Alfaguara.

McSweeney, J. 2017. “En el jardín monstruoso: Historial de las violetas como Necropastroal”. Revista de la Biblioteca Nacional. No 13 (2017), Montevideo. pp. 171-179.

Mistral, G. 1967. Poema de Chile. Barcelona: Editorial Pomaire.

Millares, S. 2000. “Geografías del edén: la poesía trovadoresca de Violeta Parra”. Anales de Literatura Chilena. Año 1, Número 1. pp. 167-179

Miranda, P. 2016. “El poema canción de Violeta Parra”. En: Parra, Violeta. Poesía. Valparaíso: Editorial Universidad de Valparaíso.

Parra, V. 2016.  Poesía. Valparaíso: Editorial Universidad de Valparaíso.

Rojo, G. 2010. “Prólogo”. En: Mistral, Gabriela. Antología esencial. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva.