Los ríos de Verónica Zondek

 

 

Jorge Polanco Salinas

Universidad Austral de Chile

jorge.polanco@uach.cl

 

 

            A Verónica la conocí en Valparaíso a principios del dos mil. En ese entonces me invitó a presentar El libro de los valles (2008), y luego continuamos una relación de amistad que perdura hasta hoy, que coincidimos en Valdivia. Desde ese entonces, me llamó la atención su forma de remar en contra de la corriente de la poesía en boga. Vinculada a la vertiente poética de Humberto Díaz-Casanueva, Verónica ahonda en la escritura autorreflexiva y la extranjería de la situación inadmisible de la poesía en el mundo contemporáneo. Pero que al mismo tiempo dialoga cada vez más con la fotografía y la representación en el escenario. Digo “dialoga”, porque hasta ahora no incorpora la imagen visual en los poemas, conservando una distancia justa en su preocupación por la prosodia del poema. Esto es palpable en Instalaciones de la Memoria, Entre lagartas y Por gracia de hombre. Esta elección, creo, no es casual: Verónica Zondek destaca sobre todo en el trabajo de la lírica; es decir, en la musicalidad que indaga otra cadencia en la página y la oralidad. Da la impresión de que su poética conjuga mejor con una ciudad de ríos que en una donde predomina el espectáculo visual; y esto se nota en la distribución que se establece en Ojo de agua. 

 

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            El orden modificado de la secuencia de los años —tal como la misma autora hizo con la poesía de Gabriela Mistral— indica comenzar con una revisión de su escritura desde Santiago y la postdictadura. El territorio es visto a partir de los valles, es decir, la zona central de la devastación. “Valle mutilado lo atrae en su extensión más insolente/ como si el pudor ya no fuese/ como si no existiese la venganza…” (“Sin perdón en el olvido”, p.27); “En Valle de Oro hay justicia en la medida de lo posible” (“Valle de Oro (III), p.17). Este primer libro ofrece un registro de Santiago mapeado como una topografía del olvido, el triunfo exitista y la depredación. En el poema “Mapocho” la relación con el río es de extrañeza, ante una naturaleza usurpada por el desastre. El tono es neutro: un estado de situación y una composición de lugar. El Libro de los Valles (2003) presenta una lírica opuesta a Por gracia de hombre (2008); estos últimos poemas asoman impregnados de subjetividad y, en cierto modo, de una voz trágica que convoca las tragedias. A diferencia de otros libros de Verónica, estos poemas asoman más nítidos, quizás por los diálogos que establece con poetas suicidas, algunos accidentados y otras a menudo incomprendidas respecto del lugar de la poesía. 

 

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            A contraluz del “Progreso”, título de uno de los poemas, lo anacrónico puede ser actual cuando la poesía lírica tensa el hilo de la administración del mundo, agrietando el tejido del lenguaje. Estas interrupciones se incrustan en la prosodia de los poemas, tanto en el ritmo como en la utilización de arcaísmos o neologismos que sirven como verbalizaciones. Si bien esta cadencia fluvial se percibe mejor en Peregrina de Mí (1993), donde Alejandra Pizarnik y Paul Celan constituyen las referencias explícitas, en Por gracia de hombre el tono es una voz de alarma y de filiaciones que se amplían, enfocándose sobre todo a poetas mujeres. “Glamorosas” es clave en este registro de las “vástagas”, que “con sus vidas tan áureas y tan negras ayer/ y brazos tan propios para la materia/ y cantos de aire comprimido en la lengua”, acunan versos de aire. “Glamorosas” se complementa con “Poética”, donde Verónica establece un ejercicio de epojé: luego de las lecturas de Kafka, Celan, Vallejo, Sommers, Lispector y Bombal, el cofre que reúne estos resuellos es el aire de Mistral, cebolla de los múltiples yo poéticos. 

 

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            Como se sabe, el ritmo es una cuestión de respiración, desde donde proviene el aliento de la lírica, quebrada en este caso. Verónica emplea un verso que sigue la ruta escoriada de las poetas y los poetas antes mencionados; con un oficio ligado también a sus traducciones y una experimentación del encabalgamiento —extraña a las corrientes narrativas actualmente en uso— los poemas exploran meandros que alteran la claridad de las imágenes y la versificación. La política de las formas guarda relación aquí con la dicción; la brasa de la lengua con que el poema es expuesto al boqueo, a la asfixia en el fuego de Auschwitz y las llamas en las que murió Eduardo Anguita, reenviando a la primera respiración: el parto de la madre y el nacimiento del hijo, como experiencia traumática de la venida a la vida. Estas primeras respiraciones remiten a la consonancia entre el canto, el llanto y la lírica. De esta manera, el recorrido por Ojo de agua nos muestra el periplo hacia Vagido (1990); es decir, la experiencia radical de los partos y el surgimiento del balbuceo; tal como Celan había vuelto a modular, desde el inicio, las palabras y los monosílabos de la lengua alemana, luego de la experiencia de los campos de concentración. El recién nacido que grita en los pañales sucios de nuestra época; catástrofe que no niega la apertura, aunque la presiente; es el vagido, en la reescritura de Verónica, de esa otra fuente del cristal de aliento poético que necesita rearticularse con tanta muerte. Estamos hablando, por cierto, de Chile y del cuerpo de una mujer.  

 

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            Me desplazo hacia otro lugar de esta cartografía o cuerpografía. Mejor dicho: desplazo la mirada al lugar. Vivir en Valdivia significa reacomodar la temporalidad del espacio. No puede obviarse el entorno ni su luminosidad; se hace patente de inmediato la presencia de las aves, los humedales, los ríos, los bosques, y, por cierto, el peligro cada vez más próximo de la devastación. Ahora que comenzó a aparecer el sol y la ciudad adquiere una nueva ocupación del espacio, redacté mentalmente estas líneas en la proximidad del río, que no es uno solo, por cierto; Chile podría reducirse a sus paisajes, cada vez más destruidos y modificados. La ciudad que habito —publicado en su primera versión por Kultrún el 2008—, es un libro conformado por poemas largos como torrentes de aguas; diseña, en la reverberación de su imagen, la correspondencia que ha empezado a suceder entre una lírica asfixiada y el agua contaminada o saqueada (pienso en Osorno o el Valle del Aconcagua, por ejemplo). “Ojo de agua”, a su vez, remite al pequeño surgimiento de un manantial; al trecho, al breve crecimiento de una posibilidad, a la emanación elíptica de la vida. Torrente y riachuelo son dos caras de esta apertura poética. Cataduras de la experiencia fragmentaria de la vida, como la presentación de un libro que quiere ser una antología, pero que en rigor conforma una reescritura. Ojo: remite a la imagen, a la persistencia y al olvido, y también a la manera en que Verónica piensa su escritura, como un constante impulso por corregir lo andado y lo dicho. Estos poemas se han vuelto a componer y a estructurar, albergando el tono y la rudeza del agua, que no puede fosilizarse. Mirar significa confrontarse a uno mismo; y volver a mirar significa dibujar una creación nueva.  

 

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            Los ríos tienen diferentes estados. Indican momentos de ánimo y pasajes di-versos en el transcurso de la sintaxis. La ciudad que habito da cuenta de esta tensión que, creo, conforma el eje de esta poesía de Verónica: Naturaleza y ciudad; Angachilla y Carampangue (empleando topónimos de Valdivia). Naturaleza, en su sentido arcaico (de arjé), es decir, como principio fulgurante de vida; y, al mismo tiempo, como una progresiva modificación de la materia desde el valor de uso al valor de cambio, si es que existe todavía algo así como el valor. Mientras que la ciudad conforma un terreno en disputa entre la devastación y el habitar. En la disposición de la página, y la sangría que interroga visualmente por la ciudad, se nota esta disonancia en el curso de los versos a medida que se continúa por los poemas y el torrente se amplía. Partiendo por el tono de himno a la trama del desastre; desde la celebración de la fundación sin nombre a la expropiación de la economía política de la naturaleza, convertida en una relación social y comercial entre seres humanos; estos poemas van en busca de una metafísica unida a una política, al modo de la poesía de Humberto Díaz-Casanueva. Los ríos constituyen las imágenes de telarañas y en cierta medida una forma más del intercambio del capital. Verónica explora una ontología que pareciera ya extinguida, pero que se indaga en el poema rastreando un modo de hacer aparecer una cierta belleza y un misterio, a pesar de todo. 

 

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            Quisiera terminar este breve acercamiento con algunas observaciones de su poética, que a veces son más precisas que una aseveración; extraídas en este caso no de Ojo de agua, sino de una conversación escrita y hablada que mantuvimos para la revista Medio Rural: «Lo que me importa [de la poesía, dice Verónica], es que tenga una coherencia interna y rítmica que me trasmita un mundo que resulte disruptivo respecto al cotidiano dormido y amenazante en el que vivimos.  Creo que es la urgencia poética, hablada a través del lenguaje y sus diferentes herramientas, la que nombra al mundo y a la memoria, que articula la tragedia y la comedia actual de modo contundente y también bello y que además denuncia el abuso de poder y la usura instalada en el cotidiano al penetrar en la realidad y abrir los abanicos de sentido y develar las relaciones y problemáticas que nos envuelven. (…) Una poética que me enfrente al conocimiento y a lo sensible, es lo que me abre a lo desconocido y me entrega a la conciencia de ser parte de un viaje común, vivo y colectivo». 

Este itinerario colectivo es lo que uno puede percibir en los meandros de su versos: una poesía de sintaxis rota, desgajada en diferentes ritmos, y persistente en desmontar el progreso uniforme e histórico de los latrocinios.