VERÓNICA ZONDEK: DISCURSO DE INCORPORACIÓN

 

 

“Cuando la lengua cruza el río”

 

Discurso de incorporación como Académico correspondiente por Valdivia

 

 

            Soy hija de inmigrantes judío-polaco-alemanes expulsados de su lengua-tierra. Mis abuelos y también mis padres, entonces niños, tuvieron la fortuna de sobrevivir a la industrialización de la muerte que intentó eliminar el derecho a ser distinto. Ya en Chile, mis padres adoptaron la lengua castellana como propia.  Yo en cambio, crecí con el castellano chileno en el cotidiano y con el alemán de refilón, cada vez que mis padres lo usaban para discutir asuntos que según ellos no me incumbían. La atracción por romper el cerco de esa censura, activó en mí un proceso intuitivo de aprendizaje respecto al alemán.  Así fue como asimilé el hecho de que la palabra censurada se abre a punta de porfía, urgencias y creatividad, asunto que mucho me ayudó en época de dictadura. Esa circunstancia, más el haber aprendido un buen inglés en el colegio y más tarde el hebreo y el portugués brasilero gracias a una beca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, me abrió a la posibilidad de transitar imaginarios distintos. Es decir, de recoger en la lengua propia todo lo que en las distintas a ella puede ser llave y posibilidad de expresión. 

 

Palos, Margarita Poseck

 

            Soy curiosa por antonomasia y persigo, sin alcanzar respuesta cabal, la razón por la cual un ser humano se ensaña con otro.  Las relaciones entre los pueblos y sus habitantes, cambian de acuerdo a los intereses del poder de turno. La conciencia de esta fragilidad y también la falta de certezas, me ha convertido en una persona humilde y resiliente a los vaivenes y horrores de la vida.  Sé que soy mortal y nunca lo olvido. En este contexto, el libro fue precozmente para mí, un espacio seguro, rico en preguntas y rico en respuestas; un lugar donde el tiempo se detiene y me pertenezco; donde la posibilidad de leer y dialogar con aquellos que dejaron huellas por escrito confirma mi experiencia del tiempo como algo no lineal. Eso es lo que en definitiva ha criado en mí una atracción fatal, desordenada e indiscriminada por la palabra escrita, donde, por cierto, me siento en casa. El libro, ese espacio en medio del lujo actual que resulta ser el, para mí, indispensable silencio, es un hogar en donde fluye el pensar lento y la imaginación. De la lectura a la escritura no pasaron más que unos años y ya mayor, entré también al mundo de la traducción y la conversación. En definitiva, puedo decir que este, para mí, instrumento variopinto de la lengua, se me trocó en un corazón vivo y ávido. Creo que las palabras habladas y/o escritas, son necesariamente un gesto político que suele tocar fondo en el mundo de lo conocido.  Es por eso que, buscar las fisuras, los quiebres por donde entrar “en” para desajustar lo obvio y también encontrar los cabos sueltos o amarrados de lo que nos rodea física, mental y amorosamente, es el agua del pozo material en el que trabajo. Acto de rebeldía y esperanza tenaz, me permite ir tras esa identidad que la globalización, en su afán hegemónico, intenta arrebatarnos para dejarnos flotando en un desconocido espacio plástico que no le pertenece a nadie salvo al mercado. 

            Desde el día en que la Sra. Adriana Valdés, me habló por teléfono en nombre de la Academia Chilena de la Lengua para honrarme con esta nominación, no he dejado de pensar en el vocablo lengua y como suele ocurrirme, este pensar se transformó en obsesión.  Es decir, en una voz que precipita en mí palabras que me empujan a imaginar, escribir e indagar. En medio de ese fuego cruzado volví al texto Malinche: la lengua en la mano de la mexicana Margot Glantz. Allí, nos cuenta ella, que en América la lengua o el lengua es aquel que hace de intermediario comunicador entre una cultura y otra.  En nuestra América Latina entonces, el primer traductor se vistió de mujer y llevó por nombre el de Malinche, Malinalli, Malintzin, finalmente castellanizado como Marina. Ella es la voz que hace de puente entre Cortés el conquistador y los pueblos conquistados, permitiendo un entendimiento básico primero y luego un ensanchamiento de los mundos ya conocidos para ambas partes.  Demás está decir que es la lengua del conquistador la que logra instalarse, aunque no es menos cierto que las lenguas de los conquistados la permean al introducir y fijar allí sus propios mundos.  Esta “contaminación” aparente es la que da nombre a lo hasta entonces innombrado y así ensancha al castellano recién llegado a los distintos países de América, redundando en su enriquecimiento neto e indiscutible. En el caso de Chile, este castellano llegado desde Europa, ya entonces cargado con palabras de otras lenguas, integró con naturalidad, no siempre reconocida por la madre europea de esta Academia, a los múltiples vocablos venidos del mapuzungún, el aymara, el quechua y otras lenguas indígenas, y más tarde también, a los vocablos llegados en boca de las distintas olas de inmigrantes volcados aquí, por necesidad económica o persecución política.  A eso hay que agregar el vocabulario tecnológico e industrial que nos llueve desde el norte. En definitiva, palabras que entran para nombrar lo desconocido, lo ajeno y lo nuevo. Lengua propia, que, si la escuchamos y miramos bien, nos narra también, la historia identitaria que el Estado, estratégicamente, suele invisibilizar.

           

Sin título, Edmundo Cofré

 

Como poeta entonces, hago uso de este castellano enriquecido que al oficiar de traductora o “lengua” se me despliega en toda su riqueza. Abordar el habla propia con el ramillete de otras lenguas en la mano, me abre necesariamente a otras realidades y fija en mí una idea respecto de las palabras y su respiración que me parece imposible desdeñar.  Es, creo, el mestizaje y no la pureza, el que produce el humus nutricio donde florece la lengua. Encontrar las palabras y escribir en medio de ese cruce, es para mí un privilegio. Es en ese maremágnum de experiencias, donde ver, asombrarse y/o denunciar se torna posible. Así, gracias al buen abuso del quinto sentido que Mistral nos señala en sus escritos, es posible recalar abierta en puertos lejanos o hundidos para hacerlos retumbar entre las manos del territorio propio. Es lo que nos acerca en algo, a lo antes indecible. La traducción, oficio que amo, resulta comenzar para mí, tal como la poesía, en una obsesión.  Es decir, en un proceso que atrapa lo que antes sólo era olfato y mantenía a mi nariz hozando en tierra conocida. Pienso entonces, que, así como la poesía es un impulso inevitable por expresar realidades concretas o imaginarias, la traducción es un esfuerzo por decir y atrapar en el lenguaje propio los mundos que otras lenguas y seres encontraron. En ambos casos, la lengua propia es penetrada y fecundada por actores palabrísticos foráneos que guardan estrecha relación con una necesidad viva y presente. En ambos casos también, mis sentidos anotan y recorren espacios que la palabra cuartea. Es allí donde ella empuja y transgrede.  Donde se encuentran las herramientas posibles de la resistencia. Donde florece el sueño. Agente y custodio activo de un territorio que se define día a día, la lengua propia es también y muy fundamentalmente, el resultado natural de nuestra relación con la geografía y el paisaje humano que habitamos. La lengua y el territorio son asuntos indisociables y dan cuenta de una realidad única siempre en proceso de cambio.  Somos, en lo más íntimo, un ojo expuesto al espacio y al tiempo que nuestro cuerpo ocupa. 

            De modo similar ocurre también con la Academia Chilena de la Lengua, hija de aquella del norte y resultado de ricas y violentas fecundaciones perpetuadas por los distintos hablantes de nuestro territorio. Academia, la nuestra, que reconoce su rostro en el espejo de ultramar, pero que, preñada aquí, se integra a esta tierra y deviene en hija adulta. A esta hija, ahora madre, le corresponde criar y acoger a los recién llegados de otras tierras. Estoy segura de que éstos, como cualquier criatura recién venida al mundo, contribuyen a abrir los ojos de esta madre para que ella vuelva a ver como por primera vez y proceda a nombrar. 

            Volvamos a la lengua que nos enuncia y nos relata.  El cómo la usamos, definitivamente crea una realidad. Los procesos de apertura antes mencionados, engrosan definitivamente la búsqueda enunciativa del habla, el canto y también de la escritura. Aumentan el caudal imaginativo propio. Los límites y las crecidas de los flujos del pensamiento y la intuición están dados por el lenguaje. Es por eso que insisto en la necesidad de encontrar esas fisuras que permitan el afloramiento de nuevos arroyos. Esto, porque cuando las palabras no alcanzan o no se escuchan, la violencia, ese lenguaje animal e innato a nosotros, se desata a destajo. Hace bien reflexionar en el poder de la palabra, que como todo poder, deviene fructífero cuando es bien aplicado y peligroso y reductor de sentidos cuando es mal usado.  No hay más que leer y/o escuchar el discurso de nuestro último dictador o el de esos otros instalados personajes, que hoy se nos imponen e introducen, más ladinamente en los tejidos de nuestra realidad. En ellos se acurruca el arma paralizante del miedo y la creencia de que lo deseado se encuentra a la vuelta de la esquina. Nada nuevo bajo el sol, pero hay que estar atentos.  Bueno es saber también que son estas mismas palabras, las que nos permiten nombrar a la pesadilla para hacerla luego asible y así actuar en concordancia. Entrar en ese lugar del lenguaje, es introducirse de lleno en la reserva nutriente de la esperanza, las ideas y la belleza a la vez que en su capacidad de lucha, denuncia, develamiento y resistencia.

            La poesía o lo poético, es un disparador lingüístico de sentidos, imágenes, realidades y emociones. La lengua dice el mundo y lo relata con los ojos externos e internos que tenemos y cultivamos. Es en el mundo que nos habita y nos circunda donde se abren las mirillas para explosionar los derroteros unívocos. Y, a pesar de que en eso hay siempre un riesgo al filo del abismo, también es cierto que es lo que nos permite caminar en el espacio de los “entres” y por ende nos empuja hacia lo silenciado o inexplorado y nos regala la posibilidad de silabear y encontrar un modo de dibujar lo sordo. Por esa grieta me interné en Entrecielo y entrelínea, mi primer libro. Ahí ubico mi tardío punto de partida público y por ahí deambulo aún. Quizá más profunda y anchamente debido a las fuerzas centrípetas y centrífugas que me impulsan hacia latencias seductoras de encuentro o a caminar y zambullirme entre los pliegues de lo ya dicho y lo que se esconde tras lo en apariencia real y fijo.  La lengua expresa lo que el pueblo que la habla reconoce como propio. Ampliar y transitar por ese “propio”, es tarea de quienes trabajamos con el lenguaje. Corporizar lo que no solemos ver, volver a decir lo que parece obvio, denunciar y describir el entorno, son todos asuntos que nos incumben. Cargar, como dice Mistral, con la viga amada de la poesía en los ojos. La viga esa, que permite vivir con lo que en otro lado ella nombra como la extranjería. Es decir, ese estar, por alguna razón, un poco “distante de” o “incómoda en”, para así, en medio de un extrañamiento doloroso o gozoso, ver y decir. Lo traigo a colación porque pienso que ese sentimiento es mi piedra fundante. El incordio es mi estado natural cuando me siento impulsada a escribir. Sólo así puedo ingresar en lo ya nombrado con curiosidad y decisión. Ese espacio, es ajeno al tráfago y a la acción concomitante; es donde el silencio encuentra al pensamiento y a los hechos y estos se corporizan y expresan.  Es ese, el intangible denso que, maravilloso y mágico, me “presta ropa” para poder decir. Porque como dice Celan, la realidad no está dada, la realidad exige que se la busque y logre. La conciencia de eso, es la herramienta política que permite ver y actuar sobre lo visto y lo intuido. Es el lugar donde se construyen nuevas zonas de lo real; donde se encuentra la posibilidad de comunicarnos y pensarnos más profundamente y/o evidenciar lo silenciado y entregarnos al misterio de estar vivos. 

            Por otro lado, la disposición de avanzar en la conciencia de lo desconocido y de lo ajeno permite, como ya lo mencioné, el que nuestra lengua crezca en capacidad expresiva. Mestizaje natural y no impuesto. Convivencia feliz y no avasalladora.  Necesidad profunda de que exista lo distinto para así habitar nuestro mundo propio, ya sea por nacimiento o adopción, porque de otro modo “hacemos agua” y nos hundimos en un narcisismo ciego que nos contrae la mirada al ombligo ensordecedor. A Celan, el poeta antes citado, le tocó trabajar con el alemán a contrapelo en el suelo francés que lo acogió. Cómo un Sísifo, volvió una y otra vez a forzar su lengua madre para encontrar en ella y las otras lenguas que manejaba, el modo y las palabras que le permitieran traducirse, aunque esto ocurriese en los intersticios o en los silencios grávidos. Es así como Celan expandió y profundizó las fronteras de lo conocido en lengua alemana. Con esa escritura construyó una poética donde encontró la posibilidad palpitante de hablar lo inhablable.  Vallejo, el poeta peruano, por otro lado, sintiéndose ajeno en su propio lar, adoptó la ajenidad completa al emigrar a suelo francés donde mantuvo sus propias lenguas, el quechua y el castellano peruano, para decir el mundo. Es a punta de palabras y cuchillos, que Vallejo quebró el espinazo del verso y lo hizo sangrar para dar aire a sus nonatos en medio de gritos y silencios impetuosos. Estoy segura que su habitar en “cuarto francés” y concomitar con sus habitantes, activó un hervidero de fracturas que le permitió entrar con su lengua bífida y propia al daño rojo que le hervía en las venas, para así palabrear con la forma y el ritmo que hoy hacen parte de todos nosotros.

            En la inmensa y cruel realidad de aquellos que arraigan en una nueva comunidad, es donde esta lengua en movimiento se hace edificio habitable. Ese lugar, al que accedemos por nacimiento, elección u obligación, es el que nos entrega las herramientas para leer y leernos en un territorio.  Enhebrar esa aguja para urdir el entramado que cubre el cuerpo y decir lo que los sentidos leen, son asuntos que por definición están situados.  Situada yo en Valdivia, transito mi paisaje interior y recorro mi entorno en forma más concentrada que en otros libros, en La ciudad que habito. Por ser y estar aquí habitando lo amado, es que agradezco el hecho de que me hayan nombrado Académica de la Lengua por Valdivia.  Esta nominación, suma y engrosa mi sensación de arribo consumado.  y no de otro modo, el lenguaje podrá decantar la borra suspendida de la chicha fresca y, en el jugo prístino y espejo que resulte de ello, verá reflejado su rostro múltiple y lo hará hablar. Arribo a este cruce de ríos, de amigos y colegas, de lenguas y culturas inmenso y presente en el día a día; a esta ciudad que se construye y reconstruye al alero de las culturas variopintas que la habitan, que sumadas unas con otras en experiencia viva, la hablan en y desde un río inacabable de empalmes, donde las diferencias y desastres que se engarzan a los sueños, construyen su imaginario siempre dinámico y en formación.  

 

Feria Fluvial, Víctor Gutiérrez

 

            La tierra es un lugar vasto y generoso que hombres y mujeres insisten en parcelar y dominar como si fuésemos algo ajeno o superior a ese todo que nos constituye y habitamos.  Pienso entonces que la palabra, puede ayudar a impulsar ese decirnos precisamente desde los territorios particulares en que vivimos nombrando a cada una de sus materias e integrantes para así conocer, respetar y celar el todo. Es este nombrar el aquí, el que nos otorgará la posibilidad de crecer juntos y abundar en el asombro. Es el manejo de este caudal encendido, el que nos reconstruye después de cada tropelía o movimiento.  Lo dicho hasta aquí, es un don y una condena a la vez, que se funda en la vagancia inaugural tras las rutas del alimento que hicieron posible la sobrevivencia de la especie. Quién sabe si algo ha cambiado o si simplemente el número de disfraces es infinito. Deslizarse entre comunidades, instalarse para vivir y ser un aporte, es creo, un derecho básico de todo habitante. La historia como la lengua, nunca empieza ni termina en uno y, no hay mejor ni más claro ejemplo de esto, que la ciudad de Valdivia.  

            La lengua, entonces, es una herramienta viva que faculta el entendimiento y la expansión de nuestra realidad.  Es ella la cadena sonora que permite que un individuo desemboque en el flujo del colectivo.  La lengua habla el presente, construye y re-construye la historia y nos entrega también la posibilidad de luchar por lo justo y construir los sueños delirantes.  Es, en definitiva, este hibridaje asimilado, el que permite un buen convivir y confiere al castellano chileno un espesor mayor. De eso se trata. Toda escritura, toda habla honesta, es honda presencia contra la muerte y, por ende, resistencia a cualquier forma de esclavitud y control. 

            Los que vivimos aquí, armamos con el conjunto de conocimientos acumulados, un modo de pensar y resolver los problemas prácticos y sensibles de nuestra comunidad. Toda habla y toda escritura en Chile se introduce en un cuerpo de palabras pre-existente y lo fortalece.  La Academia Chilena de la Lengua es la Casa que acoge el esfuerzo natural de todos nosotros por conocer y re-conocernos. El escritor, a su vez, es el que ampara y bien retuerce la lengua hablada y/o leída para decir esa gran o pequeña verdad.  En este maridaje entre la Casa y su comunidad, se encuentra la colaboración viva que amasa la materia del palacio lingüístico que habitamos.  Aquí y hoy.  En Valdivia, nuestra ciudad que hoy vuelve a abrir sus puertas a un distinto, ahora con el creole sobre los hombros. Quizás qué olores y sueños entrarán por esta puerta semi-abierta; cuál será el aire que fluirá ardiente entre él y nosotros los ya arraigados; quién hará de “lengua” y será el intermediario comunicador entre una cultura y la otra; ¿una ella o un él? Porque, en definitiva, una tierra que entreabre sus puertas puede también cerrarlas de un portazo apenas el prejuicio palabrístico empiece a circular. El mundo, como decía el grupo uruguayo Los Iracundos, está cambiando y cambiará más. De ahí, que la apertura de una lengua a los cambios y a lo que la rodea, sea de esencial importancia. El lenguaje es en parte un sistema que funciona acotado a sus reglas, pero también y a la vez, una herramienta viva que crea y determina el modo en que percibimos al mundo y el cómo actuamos en él. Como toda materia viva, es frágil y está expuesta a la erosión o a chalecos de fuerza que la pueden oprimir y atrofiar. Pero es esta misma fragilidad la que le permite dibujar palabras en los silencios preñados de la historia, la materia, los sueños y las rutas. De nosotros depende el no apagar el hambre de conocimiento con golosinas embusteras; el capacitarnos para lentificar a conciencia la marcha de nuestros sentidos y acallar el ruido que nos acosa, para así ampliar la percepción. Así, y no de otro modo, el lenguaje podrá decantar la borra suspendida de la chicha fresca y, en el jugo prístino y espejo que resulte de ello, verá reflejado su rostro múltiple y lo hará hablar. 

 

 

Muchas gracias                                                                              

 

 

                                                                                                            Verónica Zondek

Valdivia, mayo 2018