ROSABETTY MUÑOZ: DISCURSO DE INCORPORACIÓN

 

 

Doce palabras redobladas

 

 

“Se rezan cuando uno tiene miedo, cuando uno anda en un campo solo, de noche, para que se vayan los espíritus malos; se las enseño para que las guarde, para cuando le sirvan, para que la acompañen y para que las pase a otro, cuando sea necesario”

 

            Digo que la una es la una: la rueda de mi fortuna

 

            Valeriano, el hombre, llegó una noche cuando todos dormían y golpeó en la casa de un pariente mío para decir que por favor fueran a la playa, que había naufragado  y que su cuerpo muerto estaba allí. Pedía que lo subieran porque si no, lo iba a tapar la marea y ya no lo iban a encontrar. Necesitaba ser rescatado; volver a la tierra  y “enterrar los huesos allí donde dejó el cordón”. Esta historia se susurra de unos a otros en una localidad cerca de Ancud. Sus conocedores siguen buscando la huella de Valeriano cuando necesitan aplacar el ruido de la desgracia o el cumplimiento de algún favor, porque tienen fe en las palabras.

 

Sin título, Edmundo Cofré

 

            Nací en una comunidad que integra al abandonado, al inocente cambiándolo de desposeído a victorioso. Una comunidad que dota de sanación a las palabras  y que se funda sobre una masa de palabras no dichas, de un silencio preñado que sostiene la lengua. 

            Que mira a los que no están, que los sigue recordando.

 

            Digo que las dos es las dos; la mesa dispuesta para el  banquete

 

            El espíritu de Valeriano se fundió con el de todos los de sus antepasados y ese denso aliento permanece suspendido en la composición del aire nuestro. Respiramos el polvo dorado de los que no están, somos ellos en la finísima materia que se adhiere a las fosas nasales, que entra en oleadas al paisaje interior.

            Detrás de nuestros gestos, reposa el silencio espeso que heredamos. Enormes territorios de palabras perdidas y con ellas, un mundo por decir: toda esa materia vital, el encuentro primario con un mundo imponente, de belleza extrema. Todo ese tejido de voces, da forma a la sombra que nos sigue aunque no queramos verla / sentirla.

            Allá en el fondo de la memoria, en ese lugar espeso y misterioso cuyo acceso se ha borrado pero sentimos latir; allá las palabras y las cosas están unidas. El mundo y el lenguaje tienen una profunda pertenencia. Se trata del banquete bíblico al cual estamos todos convidados, a esa mesa del entendimiento cuyo mantel es la palabra.

 

            Digo que las tres es las tres: expulsión de la fiesta

 

            La palabra que es el puente hacia el otro, la palabra que debería tenderse como un salvavidas, falla. Este es un tiempo cargado de ruidos, palabras gastadas, engañosas formas que se disfrazan de comunicación. Se confunden las lenguas   y se vuelven torvas las miradas.

Todos han sido convidados al banquete pero hay tantos que han sido dejados fuera por no estar vestidos para el festín.

 

            Digo que las cuatro es las cuatro: el poder las palabras

 

            La palabra tiene un poder temible: designa, señala, hace visible cuestiones propias de la nebulosa; inaugura, hace que ocurran hechos. A algunos nos criaron en el temor de la palabra, en lo ilimitado de su alcance, en lo delicado de su uso porque, a la larga, cada sonido escapado de la boca, regresa con la misma fuerza con que fue expulsado. Nos repetían desde niños - ese tiempo en que todo se graba – que una palabra duele más y abre canales más profundos que la triste hoja de un cuchillo.

            Una sola palabra es, a veces,  literalmente la llave / clave que abre el misterio. Ciertas palabras suponen una acción irremediable como las maldiciones    que se lanzan como si fueran pedradas.

Hay palabras que desatan las fuerzas de la realidad, las fuerzas ocultas del universo.

 

            Digo que las cinco es las cinco: la poesía es el vino del banquete

 

            La poesía es un modo de decir o mostrar aquello que permanece en los intersticios de la realidad. Un poeta comprometido con su trabajo, permanece abierto a las señales y percepciones sensibles, para darles forma con las palabras y hacer comunicable toda la riqueza y complejidad de su mirada sobre el mundo. Asoma el convencimiento de que “el mundo está hecho a la mala” (frase de Sergio Mansilla) y el poeta es quien ha tenido la experiencia temprana de sufrir esa dolorosa lucidez. Sí, el mundo está hecho a la mala y el escritor es básicamente un insatisfecho que vuelve una y otra vez sobre esa herida fundamental. Vivimos en una realidad mezquina, con un  hambre de absoluto.  Mientras más nos asomamos a los destellos de lo maravilloso - en momentos de percepción que no siempre podemos controlar – más nos parece que el mundo es estrecho y miserable. Dedicamos los esfuerzos a internarnos en la materia viva de este tejido enfermo que es la insatisfacción, armados con las palabras. Y logramos, a veces, acercarnos a un espacio donde los sueños calzan como las piezas de un trazado original y pleno.

            Cuando se habla del oficio del escritor, me asalta de inmediato la imagen del imbunche, ese ser contrahecho que comienza siendo un niño al que los brujos raspan el bautismo, es decir, lo arrancan de la comunidad bendita, lo alejan de los llamados a la salvación. A los tres meses de vida,  le parten la lengua en dos para que no revele sus secretos, sufre después malformaciones y torturas que terminan convirtiéndolo en una mezcla de humano y bestia que sólo gime o grita. Pero es siempre un peligro para los brujos porque él ha visto, sabe. El poeta, como el imbunche, da cuenta de lo desesperado de la existencia y establece que su principio básico es ver y sentir. Está condenado a luchar con la palabra que permanentemente puja por salir.

            Hay un movimiento interno en las profundidades de quién escribe que va tomando forma y se derrama ante los otros como un impulso vital. La poesía es ante todo, vida, por más que la muerte la ronde como un pájaro feroz.

 

            Digo que las seis es las seis: hay un territorio sur para decir

 

“¿avergonzarme, entonces, de ser una provinciana? Honra es y me honro

de serlo; yo, querendona de mis cerros; yo, hija de mi comarca; 

provinciana para vivir y morir”.

Gabriela Mistral

 

                        Hay tiempos en que las señales se hacen tremendas, visibles en derredor para todo ojo atento. Empieza con la esquina mostrando su humedad de orines; en el muro la carcoma de los humores callejeros, en los marcos de las ventanas, ese musgo que crece y sugiere un mundo otro ajeno y secreto respirando adosado al vidrio. Un mundo creciendo, palpitando allá afuera. Y están las bolsas de basura desparramadas en el suelo, el olor que emanan las carnicerías, la pena de las vitrinas pobres. En la noche se sueña con un pez reventado, aún agitándose sobre el muelle y que, encima, tiene rostro de niño.

                        Todo esto es también el sur que habitamos.

 

Sin título, Antar Fernández

 

                        El que escribe con absoluta conciencia del poder de la palabra, se hace cargo del revés de las cosas, de esa parte de la realidad que no quieren ver los festejantes de este sistema. Quiero decir que no somos, o no debiéramos ser, los escritores de hoy, vivientes del sur, los defensores de una visión bucólica; no somos y no debiéramos ser los guardianes de un supuesto paraíso natural donde los seres humanos son mejores que en el centro o las grandes urbes. Más allá de los estereotipos  y prejuicios, nuestro esfuerzo ha de ser “decir el sur”, pero éste, con las puntas afiladas, con todas sus impiedades y también maravillas.

            Escribir acá, en el sur, es apenas una seña más de una identidad que el centro siempre ha mirado con sospecha. Los escritores que hemos elegidos quedarnos, estamos en permanente estado de alerta para no dejarnos atrapar por las trampas de las categorías que nos sitúan y etiquetan. La condición de provincianos sureños, no es una bandera. Por cierto, pero tampoco es un lastre y tal vez sea, incluso, una ventaja: tenemos el salvaje espacio natural y despiadado, para recordarnos cómo se nos arrojó desde el principio a una vida áspera y bella. Y tenemos también la demora del tiempo – o de la ilusión del tiempo – para notar las imperceptibles huellas que va dejando su transcurrir. Uno puede aquí usar el ojo como un lente de microscopio para examinar, ver, una sección del tejido en descomposición y dedicarse a su análisis; declarar, recrear, denunciar el estado de la lesión. Reparar, incluso. ¿Por qué no? Las palabras, ya lo decíamos, han sido también sanación para muchas sabias comunidades.

 

            Digo que el siete es el siete: se exige lucidez a la palabra

 

            Para los que nos formamos en tiempos de la dictadura, ha sido un complejo trabajo insertarnos en este otra sociedad que se yergue ya sin vuelta atrás.

            La lucidez que exige escribir en el sur, obliga a deshacer los prejuicios, no en términos de alargar el debate o exigir atenciones impostadas. No necesitamos discriminación positiva. Mi compromiso personal es no transar con la exploración de mi escritura ni hacer concesiones por ninguna consideración externa a los contenidos que me interesan, a mi visión de mundo. 

            Oponer a la desconfianza y reducción, una palabra seria, rigurosa, que diga el mundo, nuestra mirada sobre él, nuestras preguntas. Esta palabra nos exige un alerta constante y no puede estar dispuesta a cualquier pacto con tal de ser reconocida en otras latitudes, su nobleza hará   que la lean quienes realmente buscan integridad y poesía.

            El tejido cultural del que formamos parte es complejo y representar su densa carne es un desafío que no siempre podemos salvar con eficacia y belleza.

 

            Digo que el ocho es el ocho: ser uno con la palabra

 

            Gabriela Mistral ya lo decía, cito: “Todo lo dicho es deuda a los lugares que nutrieron mi  capacidad de asombro, es decir, mi poesía.” La pertenencia a un territorio es un supuesto básico que puede ser superado en el  poema. Es la palabra siempre postulante a la libertad absoluta. Esa podría ser nuestra utopía: armar un sur libre y soberano usando el ardor de la palabra. Tener conciencia desde dónde se parte, desde dónde se habla para – desde allí – dispararse. Respondiendo con imaginación, reflexión, creatividad a quienes sospechan de nosotros.

            Permanecer en el sur se vuelve una opción de vida. 

            Es aquí ( y digo aquí en la zona grande de un sur en construcción y movimiento que cambia constantemente sus fronteras) donde quiero permanecer y escribir porque creo que mi palabra tiene un lugar en el verdadero desarrollo; tiene sentido y pertinencia, una necesaria localidad desde la cual expandirse: mi palabra y la de de los escritores que siguen buceando en las profundidades sin dejarse engañar por la fuerza centrífuga que lanza a los más débiles sobre las presas patéticas de un festín vulgar.

            Me siento llamada a compartir un sueño no en la estrechez con que se estigmatiza lo provinciano, sino en la capacidad de compartir el posible destino de pertenecer a un territorio que se recrea constantemente. Apostar a ello con la fuerza de nuestro deseo, nuestro talento y voluntad.

 

            Digo que las nueve es las nueve: los poetas piedra son mis hermanos

 

            Somos empedrado sobre el que se sigue cimentando la poesía del futuro. No es tiempo de ahuecar la mano esperando el reconocimiento de un tiempo que mira para otro lado. 

            Cuando ejerzo la voluntad de estar en la provincia, de quedarme y escribir, pongo en esa acto toda mi potencia y ,más que la obra individual, lo que me ha seducido en estos más de cuarenta años de trabajo, es estar haciendo mi parte en una obra mayor: el libro abierto del sur de Chile. He sentido el goce de trabajar a conciencia con la seguridad de saber que otros compañeros están en lo suyo, apasionados. Diversos. Confluyentes. Disparando su memoria, su imaginación y su deseo sin más límite que la mola individual.

 

             Digo que las diez es las diez: la aridez del presente

 

            Para cualquier viviente de este tiempo, se hace evidente el enorme cambio en las formas de vida que se han producido en el sur de Chile. En Chiloé, los movimientos migratorios han traídos hasta los márgenes de los pueblos más grandes a muchos campesinos y pescadores, que están abandonando sus tierras, con todo lo que ello implica, entre otras cosas: volverse asalariados y perder el ritmo natural de sus labores. Las influencias foráneas han sido devastadoras para la cultura tradicional; por medio de los instrumentos de comunicación masiva, se uniforma el lenguaje, los deseos, las formas de relacionarse. Las tierras, antaño familiares están siendo vendidas como parcelas de agrado y tienen dueños que vienen de vez en cuando a la isla…en ocasiones tienen como inquilinos a los antiguos propietarios. Conviven, mal todavía, los que añoran una vida más acorde con los valores culturales tradicionales y los nuevos vecinos, que han llegado gracias al sistema económico de libre mercado. Este es el sur que busca hoy su palabra.

 

            Digo que las once es las once: Los jóvenes pondrán la mesa para el ágape

 

            La palabra poética está cargada de futuro, en el presente estamos formando a los constructores del mundo que soñamos; por eso creo en la educación pública,  y a ella he dedicado buena parte de mis días. 

            Sueño, hoy,  con una escuela con patios de lectura. Una escuela que permite el ocio, el estar sin hacer nada en largos espacios del día. En esta escuela no se considera perder  el tiempo mientras la mente divaga, las emociones bullen, las ideas germinan.

            La escuela que sueño tiene salas temáticas donde  los profesores ofrecen lo esencial de sus conocimientos vinculados siempre a las demás disciplinas;  profesores que leen mucho,  con visiones de mundo diversas, que sean capaces de mover sus paradigmas, refrescarse, respondiendo a las profundas inquietudes de los jóvenes y niños.  Profesores con firme vocación que sepan que el sentido de su trabajo es formar seres humanos y ayudarles a encontrar un proyecto de vida que los lleve a la felicidad. Todos merecen ser felices y la escuela debe trabajar con ese eje, por eso, es una escuela sin violencia, sin discriminación, sin competencias ni clasificaciones. Sueño con padres que tienen tiempo para educar y que, por lo tanto, valoran los gestos que acercan a sus hijos hacia la verdad, la belleza, la bondad. Los estudiantes de esta escuela -  extendida, llena de ventanas, pintada de colores alegres – son atentos unos con otros, amables pero también críticos y alertas para no dejarse engañar por los voladores de luces que este sistema les propone seductoramente. Estudiantes participando de la experiencia de aprender, curiosos, apasionados, generosos para desplegar sus talentos, “ser manzana y rodar a los pies de otros” como dice  el poema de Sergei Esenin.

            Esta escuela se extiende a las veredas, a las vías, a los espacios públicos porque en todos se está educando. Es una escuela enorme que abarca los letreros publicitarios, las cadenas de televisión, las radios y los  periódicos, donde jamás debería haber contenidos que trabajen en contra de lo que se está tratando de formar en los niños y jóvenes. En la escuela que sueño no se enseñaría una lengua muerta mientras en la calle y los vociferantes aparatos comunicacionales se habla otra, vacua y precaria. La escuela que sueño recuperaría palabras perdidas y maravillosas que dicen mejor el mundo que queremos. Esta escuela creería en las palabras y su efecto transformador del mundo y volvería a darle protagonismo a la  literatura.

            La literatura salva vida. Lo he visto. Esta escuela que sueño recibiría a muchos heridos del alma y les daría elementos para que encuentren su particular forma de estar en el mundo. La poesía sería protagonista de esta escuela y todos serían más felices. Estoy segura.

          

            Digo que las doce es las doce: conjuro contra el olvido

 

            Cuando se fueron los antiguos ¿qué quedó de sus palabras? ¿cómo nombraban el goce de ver encenderse los ñirres? ¿cuál era la forma en que compartían el milagro de ver abrirse la mañana frente a ellos? ¿cómo decían la majestad de los cielos, la dulzura de un canal manso? ¿cuáles eran sus palabras para el amor? ¿se demoraban nombrando el paisaje del deseo o sólo respondían a la urgencia de la carne? ¿tenían voces para el miedo, para la profunda indefensión de sus cuerpos desnudos? ¿cómo sentían el aire purísimo, la suavidad de las aguas, la enormidad de los riscos? ¿nombraban de cuántas formas  al viento que doblaba las copas de los árboles, al que silbaba furioso alrededor de su casa de madera, al que les murmuraba mensajes de sus muertos al oído? 

 

Sin título, Edmundo Cofré

 

            Me hice escritora, por buscar respuestas, porque la palabra escrita es un gesto límite; signos que permiten fijar el escurridizo tiempo, el aire, ciertas formas de mirar, contar, amar.

            Anudado como va a las voces en sordina de nuestros desaparecidos, el silencio de hoy es culpable porque la sombra cargada que camina con uno, se alivianaría si la nombráramos, si viéramos a cada uno de los que partieron como parte constitutiva nuestra. Si volviéramos a oírlos navegando por los canales, y tuviéramos que correr con ellos huyendo de la miseria, seguramente cuidaríamos de no hacer  sentir a otros el miedo cerval, trataríamos de comprender, escuchar otras palabras, otras formas de entender este complejo mundo al que todos hemos sido arrojados. Si sintiéramos al otro en toda su humanidad, estaríamos volviendo al deseo original de un banquete amoroso.

            Mi desafío personal es volver a la responsabilidad de las palabras. 

            Estamos llamados todos a ser celebrantes del banquete. Y el escritor, uno  más del ágape, se debe a él. No vaya a ser que ocurra como en el poema de César Vallejo, al final del día se encuentre uno solo, cargado de sus mieles, gritando Si echan de menos algo, aquí se queda.

            Sean estas doce palabras redobladas  un conjuro contra el olvido, contra la expulsión de los amados nuestros, del ágape de la palabra.