SERGIO MANSILLA: DISCURSO DE INCORPORACIÓN
Platon expulsa a los poetas de la republica ideal
Estimados académicos
Estimados amigos de la palabra y del pensar
Sras. y Sres.:
Soy, por sobre todo, un lector rumiante, animal paquidermo del lenguaje con un pie en la poesía que canta y otro en la poesía que razona. De esa mixtura de registro hecho, hasta ahora, mi obra, que, poca o mucha, mala o buena, es lo que estos ojos míos, estas manos mías, este corazón mío han podido hacer. Quisiera, pues, compartir con ustedes algunas modestas reflexiones sobre el sentido y razón de la literatura en este mundo nuestro hecho, a menudo, contra la belleza del pensar y del sentir, contra el amor que quiere siempre amar el aire, la tierra, la noble calavera del mundo.
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En realidad Platón sólo expulsa a los poetas que él denomina “imitativos”. Los otros, aquéllos que cantan “himnos a los dioses y elogios a los hombres de bien” (República 607 a; todas las citas de Platón corresponden a edición EUDEBA, 1963, de Buenos Aires), son bienvenidos en la república platónica y tienen un lugar asegurado para los fines de la educación de los jóvenes con el fin de convertirlos en individuos ejemplares al servicio del estado perfecto.
El poeta imitativo —nos dice Platón— no es naturalmente propenso al principio racional del alma, ni su talento se esfuerza en ajustarse a ese principio por poco que quiera conquistar los aplausos de la multitud, sino de los caracteres y volubles que son fáciles de imitar (605 a).
[El poeta imitativo] compone obras viles, si se las juzga en relación con la verdad, [y se vincula] con la parte vil del alma, y no con lo mejor que hay en ella (605 c).
El poeta imitativo establece un régimen perverso en el alma de cada individuo, complaciendo su parte irracional, y no sabe distinguir lo más grande de lo más pequeño, considerando las mismas cosas unas veces como grandes, otras como pequeñas, y creando apariencias totalmente alejadas de la verdad (605c).
En opinión de Platón, la poesía tiene la “capacidad de corromper a los hombres honestos con excepción de unos pocos” (605 VII), pues satisface y deleita aquella parte del alma —las emociones, los sentimientos— que tratamos (y debemos) contener y encauzar por la fuerza de la razón. “Si admites la Musa placentera, ya en cantos, ya en poemas, impondrás en la ciudad el doble reinado del placer y del dolor, en vez del de la ley y la razón, reconocido en toda circunstancia como el más conveniente para el interés público” (607 a).
En lo esencial, los argumentos platónicos contra la poesía imitativa (y los poetas que la cultivan) se pueden reducir a dos: 1) La poesía es contraria a la razón, por lo que no es posible acceder a la verdad a través de ella; la poesía es, pues, fuente de confusión porque crea apariencias alejadas de la verdad, las cuales son susceptibles a ser tomadas como verdaderas. 2) La poesía es populista en el sentido de que explota y estimula, contra las exigencias de la razón y la verdad, las pasiones de la multitud que se deja seducir por la falsa belleza (y verdad) de las apariencias, rompiendo así el equilibrio de la razón.
En rigor, y considerando que el idealismo platónico en La República deviene teoría sobre la naturaleza del estado y la sociedad, poesía “imitativa” es un término político: representa esa práctica político-cultural que no es funcional a un cierto stablisment fundado en la cuidada planificación racional del estado y la sociedad con arreglo a fines, tal como lo quería Platón. El hecho de que la poesía se construya a partir de la imaginación y la fantasía, no constreñidas, por cierto, a la racionalidad platónica, hace que ésta se torne un tipo de discurso subversivo, peligroso para un orden de cosas que no admite como legítimo y necesario el ejercicio de la dimensión pasional y fantasiosa de la subjetividad. El destierro de los poetas de la república ideal es, entonces, la solución al dilema, inaugurando así una interminable querella entre el discurso racional y el discurso de la poesía. El primero, se supone, es verdadero: un discurso de realidad que se condice con principios asumidos como necesarios (en el sentido lógico) y deseables (en sentido ético). El discurso de la ficción literaria, en cambio, a lo más podría ser sólo verosímil, imaginario; un discurso, en consecuencia, “degradado” en términos ontológicos si se lo compara con aquellos discursos que hablan de las cosas “tal como ellas son” o “debieran ser”.
Proa, Margarita Poseck
Este es, en definitiva, el gran impasse de la literatura cuando se la mide con la vara de la “realidad”. Mientras los textos pragmáticos, ajustados a los criterios racionales de realidad, operan como instrumentos de intervención inmediata en el orden de las cosas, de las acciones o ideas, la literatura de ficción, puesta a competir en este terreno, se vuelve, en apariencia, una palabrería sin justificación práctica, una especie de inflación lingüística que, a lo más, conduciría a una belleza per se, desprovista de un efecto práctico inmediato. En lo esencial, éste es el argumento que subyace en las actitudes despectivas hacia la literatura. Expresiones como “sí, es muy bonito; pero es sólo literatura” o “los escritores son unos locos sin remedio” ilustran esta condición de discurso degradado que se le suele atribuir a la literatura a la hora de confrontarla con la “verdad” y/o con la utilidad práctica.
Teniendo en cuenta el antecedente platónico, se comprende por qué en nuestra cultura occidental moderna, de profundas raíces racionalistas, la literatura, por un camino u otro, termina, a menudo, en los extramuros de la República. Más aún si, como ocurre hoy en día, domina el sistema económico de libre mercado que estimula no precisamente la cultura de la contemplación estética desinteresada. Al contrario: el sistema nos empuja a convertirnos en agiotistas de nuestras propias vidas, exigiéndonos que seamos capaces de intervenir en las cosas siempre que tales intervenciones devengan inversiones redituables y finalmente traducibles a un valor de cambio más que de uso. La literatura, en este contexto, sólo puede ser rentable si la movilizamos como una “rareza” de la imaginación que satisface la necesidad de exotismo y/o de entretenimiento de la sociedad de consumo.
Dada, pues, la preeminencia de una economía que exige siempre eficiencia y eficacia para aumentar indefinidamente la competitividad de un medio esencialmente hostil tanto a la certidumbre sobre el futuro como a la rutina sin riesgo, pareciera, en principio, bastante pertinente dotar a los niños y jóvenes de armas pragmáticas, efectivas a la hora de intervenir en el orden de las cosas, de modo que se tornen sujetos lingüística y comunicacionalmente eficaces con arreglo a fines prácticos. A la luz de esta lógica, pareciera también razonable que nuestro sistema educativo haya reemplazado la antigua asignatura de Castellano por Lengua Castellana y Comunicación, subsector de un área más grande que se denomina Lenguaje y Comunicación, nombre, como diría Cervantes, “alto, sonoro, y significativo”, y, al parecer, más funcional al pragmatismo y realismo de los tiempos que corren. Si bien, nadie razonablemente podría oponerse a que la escuela forme usuarios competentes del idioma castellano y, por lo mismo, comunicadores eficaces, resulta sí inquietante la cada vez más fuerte tendencia en la escuela a hacer de la enseñanza del idioma castellano un conjunto de contenidos, ejercicios y actividades destinados a lograr un dominio meramente instrumental del idioma con el fin de formar redactores y “habladores” eficientes, funcionales a las demandas que, en este orden, impone el medio.
¿Cómo, si no, se explicaría el hecho de que la literatura clásica se haya reducido dramáticamente de los planes y programas propuestos por el Ministerio de Educación y se insista, en cambio, en lecturas que, se supone, responderían de mejor manera a los intereses inmediatos de los estudiantes? Al margen de la obvia necesidad de no reducir la enseñanza del lenguaje sólo a enseñanza de la literatura, es evidente que tanto en la propuesta curricular de la Reforma Educacional como en la praxis pedagógica que de un tiempo a esta parte se realiza en el aula (salvo excepciones), la literatura ya no ocupa la centralidad de las materias de lenguaje y de comunicación. Ahora compite con materias como el análisis de los mensajes televisivos, la lectura de diarios y revistas, la elaboración de revistas escolares en las que casi siempre la literatura tiene un lugar mínimo, reducidas al estudio de letras de canciones rockeras, entre otros. Si bien, no todos los poetas “imitativos” han sido expulsados de la república de la escuela, Homero, así como otros clásicos, sí han sido desterrados (total o parcialmente) de las aulas hace ya tiempo, aunque —de eso estamos seguros— su destierro no es por amor y lealtad a la verdad que procuraba Platón. Es, simplemente, porque la escuela no está concebida para formar intelectuales orgánicos de la revolución societal con una potente historización de la subjetividad, sino al contrario: para asegurar la presencia de un ejército de funcionarios eficientes al servicio de un aparato de estado que busca reproducirse en términos estructurales e ideológicos sin rupturas de ninguna índole o, a lo más, soportando crisis que no pongan en peligro el ordenamiento de las relaciones de poder establecidas. Aunque, para fortuna nuestra, la escuela no es tan eficiente para lograr siempre semejante objetivo. Eso permite, por un lado, la emergencia de posiciones contrahegemónicas a través las fisuras del sistema y, por otro —y debido en parte a las condiciones que impone la globalización económica—, la emergencia de posiciones modernizadoras entre los mismos operadores del sistema escolar, quienes, movidos por la defensa de sus propios interés, ven con espanto cómo el sistema educativo se queda a la zaga en tanto herramienta útil para el necesario aggiornamento del aparato reproductivo, financiero y de servicio.
Vocales, Víctor Gutiérrez
¿Cuál sería entonces el rol de la literatura en los complejos engranajes de las hegemonías y contrahegemonías ideológicas que se disputan la conciencia del joven educando? ¿Sirve acaso la literatura —se preguntarán muchos— para ayudar a los procesos de desarrollo sostenido y sustentable requeridos por un país periférico y subdesarrollado como el nuestro? Si nos atenemos al hecho de que las diversas agencias de desarrollo, estatales unas, privadas otras, nunca —salvo alguna rara excepción— incluyen a la literatura como parte de los temas o problemas que tendrían que ser abordados en los así llamados procesos de desarrollo, la respuesta a la pregunta anterior pareciera ser rotundamente negativa. ¿Tendrá, entonces, sentido enseñar literatura en un país tercer mundista como el nuestro y distraer en esta labor una cantidad nada despreciable de personal (e. g., profesores) y recursos materiales para darse el lujo de leer y escribir textos que, si son imitativos en el sentido platónico del término, favorecerían, además, la “irresponsabilidad” de los sentimientos y las emociones alejándonos de la verdad?
Contraria a la intolerante racionalidad política de Platón, la mejor la tradición humanista liberal de Occidente moderno no promueve el destierro de los poetas. Insiste, en cambio, en el derecho a la diversidad y en la necesidad de ser tolerante en el otro bajo el supuesto de que, en definitiva, la modernidad nos une a todos en nuestras diferencias. No duda, tampoco, de la capacidad de la literatura para exponer al lector a experiencias de belleza estética que contribuirían, por su sola condición de arte, al enriquecimiento del “espíritu”. “El mundo que nosotros deseamos es más real que el mundo que pasivamente aceptamos”, nos dice Norpton Frye (citado por Bodgan, XXXII), dándonos a entender cuán importante y poderosa sería la literatura para superar los límites de la realidad dada. La posición de Frye, que concibe la literatura como sustituto del mito y la religión en la sociedad moderna, ilustra bien la enorme confianza que críticos y escritores a menudo expresan acerca del (presumible) poder transformador de la conciencia que tendría la literatura (y el arte en general), tanto que se volvería una invaluable herramienta de sanación del fracturado ser moderno, el que, como lo indicó Nietzsche en su momento, se halla huérfano de Dios y huérfano de fundamento.
El propio argumento de Platón contra los “poetas imitativos” revela el poder que tendrían los poetas en la conformación de la conciencia pensante y sintiente de las personas; poder suficiente, al menos, para encaminarlos a la condición de ciudadanos ejemplares de la república ideal o, en su defecto, empujarlos a la condición de desadaptados, al margen de la razón y de las leyes inspiradas por esa razón. Desde luego, los tiempos de Platón no son comparables a los nuestros en cuanto a la diversidad de fuentes de símbolos de las que disponemos hoy en día. La literatura, la poesía en particular, en términos estadísticos representa sólo una ínfima parte de los mensajes que modelan nuestra forma de pensar y sentir en el mundo actual. Nuestros festivales de teatro están muy lejos de ser espectáculos de masas, como lo fueron en la antigua Grecia, y, en todo caso, muy lejos de las resonancias religiosas colectivas que tuvo el teatro en tiempos de Platón y Aristóteles. Platón, en cualquier caso, no expulsaría a los poetas “imitativos” si no fueran peligrosos para la realización de su proyecto político: ni las dictaduras modernas condenarían a muerte, al exilio o al ostracismo a tantos escritores por el solo hecho de pensar y escribir desde su individualidad irreductible y no escribir simplemente “loas a los hombres de bien”.
La escuela, como lo ha señalado hace ya tiempo Louis Althusser, es, muy probablemente, el aparato de reproducción ideológica más formidable con que cuentan las sociedades modernas. Y la literatura nunca está ausente de la escuela, aunque a veces, en la práctica, la literatura tiene más una presencia nominal que real en las actividades curriculares de la escuela. Pero aun así, la literatura no deja de ser un agente activo: por lo menos sigue estando disponible para legitimar la retórica humanista con que se suele a veces encubrir las miserias de la deshumanización. Sea como fuere, resultaría insostenible propugnar la tesis de que habría que desterrar toda la poesía, toda la narrativa, todo el drama o el ensayo de los planes de estudio de lengua castellana con el argumento de que son textos inútiles para la educación del estudiante. Ni siquiera en un contexto de una férrea dictadura política es sostenible el destierro completo de la literatura por razones de “seguridad nacional” o de “seguridad del estado”, aunque, en estos casos, seguro que funcionará la censura y la autocensura como mecanismos reguladores de lo que se puede y no se puede escribir y/o publicar.
Juncos, Margarita Poseck
El realismo socialista, por ejemplo, apostó a la tesis de que la literatura debía ser mimética, pero, a la vez, acomodada a las necesidades del régimen stalinista de contar con individuos que se sintieran profundamente motivados para trabajar por el socialismo. La explicación del fracaso del realismo socialista habría que buscarla menos en sus preceptos estético-doctrinarios y más en una práctica literaria que asumió, equivocadamente a mi entender, la tesis de que el “reflejo” de la realidad proveería, por su sola condición de “reflejo”, una experiencia de realidad gratificante y políticamente viable para el socialismo. Lo que no se vio (o no se quiso ver) es el que el “reflejo” no es reproducción de la “realidad tal como ella es”, sino el efecto mimético producido por una serie de estrategias retóricas informadas por posturas ideológicas determinadas que, entre otras cosas, modelan la realidad que se quiere “reflejar” y que funcionan tanto como condición de posibilidad de la escritura y objetivos de una práctica —textual en este caso— de adoctrinamiento. Si los “reflejos” literarios en la mayoría de los casos devinieron novelones propagandísticos, en lugar de genuinas novelas revolucionarias, el precisamente porque fueron escritos para refrendar apenas una visión de mundo preexistente a la escritura misma, visión reduccionista que buscó acomodar la complejidad del mundo a la simplicidad de una ideología y que, en tanto tal, no necesita de la literatura para existir.
Un texto literario —una “ficción” en el sentido genérico que confiere Borges a esta palabra— lejos de reflejar lo real de la sociedad y la historia como en la epistemología mimética de Lukács, da más bien una sensación (o vivencia) de lo real, mediatizada por el deseo. El texto literario en su materialidad articula un espacio social ficticio, imaginario —o, como en el caso más explícito de la utopía literaria, una sociedad imaginaria—, capaz de producir en el lector sensaciones de nostalgia, bienestar, asco, temor, peligro, odio, amor, etc. (a través de —entre otras muchas formas de significación literaria— la “identificación” del lector con el héroe). La literatura es una forma de experimentar lo real, confirma o problematiza la relación del sujeto con lo real (Beverley 63-34).
He aquí, pues, la clave de nuestro argumento: si la literatura es una forma de experimentar lo real, la literatura no puede ser entendida como ficción en un sentido opuesto a lo real (salvo para fines tácticos; por ejemplo, para diferenciar una fantasía literaria concreta de la realidad de la vida y no caer en la enajenación en que cayó don Quijote). La literatura es una de las maneras en que lo real —en sentido genérico— se manifiesta a la conciencia del sujeto. De modo que la lectura y escritura literarias son prácticas de intervención en lo real —entendido lo real como mundo preexistente a la escritura o lectura— y, por lo mismo, prácticas de construcción y/o complejización de realidad en la medida en que a la realidad preexistente a la escritura o lectura se le añade, justamente por la escritura y la lectura, nuevos significados, nuevas visiones que enriquecen los hechos brutos de la vida. No es imprescindible conocer Hamlet para llegar a vivir (y pensar) la desgarradora experiencia de la duda existencial. Pero es obvio que quien haya leído y estudiado Hamlet vivirá y pensará esta misma experiencia de una manera mucho más “literaria” (que no es lo mismo que decir mucho más “irreal”), dado que su experiencia estará, entonces, informada y mediatizada por la identificación (o no identificación) con los personajes del drama y las diversas peripecias que éstos viven. Quien haya leído Hamlet dispondrá, en consecuencia, de un mayor arsenal de significados de quien no lo haya hecho para comprender, administrar y eventualmente resolver los conflictos que emergen en la experiencia de vivir la duda existencial en la realidad no literaria, realidad que podrá ser entonces contrastada, modificada, comprendida, administrada con las herramientas intelectuales que nos provee la literatura para hacer sentido de las situaciones humanas.
Esta es, a mi entender, la principal razón por la cual la literatura ha existido, existe y existirá más allá de cuales sean sus soportes físicos concretos, sus géneros, sus estilos, sus formas de institucionalización y las condiciones históricas de su producción. Si las novelas de Dostoievsky, tal como lo sostenía Nietzsche, son las mejores escuelas para aprender psicología humana (y creo que, en algún sentido al menos, lo son), podremos decir con Neruda que “la poesía no habrá cantado en vano” y entenderemos el verso nerudiano no como una metáfora de irrealidad sino como una afirmación que reúne verdad y belleza en un mismo decir, testimonio, al fin, de la irreductible propensión de los poetas a hablar con la verdad y la belleza del ser que somos y del no ser que también somos.
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Permítanme concluir esta intervención, primero, agradeciendo el honor que me concede la Academia Chilena de la Lengua al haberme acogido en su seno y, en segundo lugar, leyendo un breve poema inédito, que formará parte de un libro mío en preparación, poema que, estimo, en alguna medida expresa mi convicción más profunda sobre el ser de la literatura, particularmente el de la poesía.
CONTRA DULCISIMA ARMONÍA
A los pájaros que gorjean prefiero los que graznan,
como los cuervos o esas plebeyas aves que cacarean en los corrales,
como los vigilantes y grises trieles que habitan los campos en que nací.
El canto melodioso amolece los cuerpos,
anestesia las almas que, entonces, renuncian a la reflexión y al tormento
y temen al murmullo del día predador.
Siempre deseé que mi reino fuera el de la disonancia:
la del poco gracioso tiuque que, parado en la estaca,
rumia su impiedad hacia el gusano indefenso,
la de todos los pájaros graznantes que incomodan a los partidarios
de la regencia musical del mundo
como si estuviésemos en el teatro, oyendo una sinfonía.
Al gorjeo que conduce el deleite o al sueño que insensibiliza,
opongo el graznido que expresa
el sonido duro, agreste de la disconformidad.
Muchas gracias a todos.
Universidad de Los Lagos, Osorno