Revista Electrónica: Documentos Lingüísticos y Literarios UACh
Nº 28


José Luis Salomón Gebhard
Universidad Alberto Hurtado / Instituto Alfonsiano

Ficciones de la Lengua Universal

Resumen

El siguiente artículo revisa la propuesta de construcción de una lengua universal por parte del chileno Alberto Liptay, publicada en 1890. Esta se relaciona con el contexto histórico en que surge. Se revisan hitos históricos en la formulación de proyectos de lenguas universales, que operarían como fundamentos para la propuesta de Liptay. El análisis de ella describe los procesos metafóricos del lenguaje, en la perspectiva de oponer lengua natural y lengua artificial, pero también relacionándola con dos narraciones de Borges, en un desarrollo que transita desde el análisis histórico al análisis literario.

La fundación, en 1889, del Instituto Pedagógico en Santiago de Chile consagra la institucionalización de un debate ya ampliamente extendido en la producción intelectual de la época en torno a una imperiosa reforma curricular de la enseñanza, con la constitución de disciplinas que tematizaran explícitamente los objetivos del proceso de modernización económica y política que la historiografía oficial (Huneeus 1910) reconoce durante el último cuarto del siglo XIX. Dicha reforma curricular era el primer paso para civilizar –europeizar–, la estructura institucional y las prácticas ciudadanas de aquel tiempo que se afirma exultante en el triunfo bélico sobre Perú y Bolivia, y que traduce la ganancia bélica en operación distanciadora de América Latina, optamos por la civilización europea y por el progreso frente a la barbarie americana, los chilenos se transforman en los ingleses de América y la identidad nacional se construye por la oposición tenaz a lo autóctono, que en palabras de Jorge Huneeus Gana, “da a mi país el derecho de considerarse como la más intelectual de todas las repúblicas americanas” (xvi). Como trasfondo del proceso modernizador subyace el debate en torno a las llamadas “cuestiones eclesiásticas”, debate que expresa el proceso de secularización en curso y que enfrenta a la institucionalidad eclesiástica con el incipiente Estado docente, luchando ambos por el terreno de la instrucción pública y reconociendo en ella la base constitutiva de la posible identidad nacional. Por su parte, la sociedad liberal afirmará la centralidad del castellano como disciplina configuradora de un imaginario nacionalista, mientras el clero intentará resguardar su posición en la enseñanza y transmisión de los saberes, mediante la defensa del latín como disciplina formativa de discursos y caracteres. La querella nunca explícita entre castellano y latín, entre lo nuevo y lo viejo, encuentra su institucionalidad en el recién fundado Instituto Pedagógico, donde se implementa la reforma disciplinaria fuertemente centrada en el castellano, como canon de lo nacional y civilizado. La última década de 1800 asiste a la pedagogización de los discursos en torno a la literatura, la lengua y el ser nacional, mediante la “reforma alemana” llevada adelante por Rudolf Lenz, Federico Hanssen, Federico Johow, Guillermo Mann entre otros, proyecto de reforma curricular que instala al castellano como fundamento del constructo disciplinario y descarta al latín como mero residuo de un país que aún no tenía nombre propio ni historia, sino a partir del conflicto bélico reciente. De ahí el carácter fundacional que el Estado le quiso imprimir a la reforma. El motivo central de su propuesta, al menos en el campo lingüístico, implicaba formular al castellano como una disciplina práctica, útil a las exigencias del progreso y de las nuevas tecnologías de la modernidad. Tal propósito no parece tan ajeno a las actuales reformas, que han hecho del castellano el área de lenguaje y comunicación, buscando afirmar un currículum para la vida. La condición empírica de la lengua, su actuación, presupone por cierto la utopía lingüística que confunde lengua y nación y que recrea a un ciudadano amante de su lengua y de su nación, un patriota parlante que desembocará, al menos en el campo de la literatura, en las posteriores representaciones criollistas de la literatura nacional. El mismo Jorge Huneeus Gana manifiesta:

La generación nueva de escritores comprende, por fin, que es perder un tiempo precioso ocuparse con afección tan grande en frívolas, convencionales y anarquizantes cuestiones sobre sistemas gramaticales, sintácticos u ortográficos, y se resuelve por la idea práctica de abandonar estas preocupaciones a la Real Academia Española y de dar de mano a los estudios especulativos de Gramática y Filología, para poner los ojos en la manera práctica de aprender el manejo de la forma castellana correcta (1910: 330).

La reflexión teórica, pues, deviene simple especulación en el nuevo formato disciplinario, donde ahora se aboga por el carácter pragmático de la enseñanza lingüística, surgen nuevos estudios sobre la particularidad de algún fenómeno fonético, del lenguaje en uso, de la inutilidad de discriminar en la escritura fonemas equivalentes, u otros que definitivamente abogan por el fin de la ortografía, como el texto de Karlos Kabezón, La ortografía rrazional:

El mayor grado de perfekzion de ke la eskritura es suszeptible, i el punto a ke por konsigiente deben konspirar todas las rreformas, se zifra en una kabal korrespondenzia entre los sonidos elementales de la lengua, i los signos o letras ke an de rrepresentarlos, por manera ke a kada sonido elemental korresponda imbariablemente una letra, i a kada letra korresponda kon la misma imbariabilidad un sonido (1909: 7).

Es en este ámbito que aparece en 1890 el texto de Alberto Liptay, titulado La lengua católica, o sea proyecto de un idioma internacional sin construcción gramatical (1890).

El adjetivo católico, que define su proyecto, propone desde su origen griego un étimo que en ese contexto se traducía por general y universal. Pero su tránsito histórico ha querido que la idea de generalidad se oculte tras la metáfora de lo religioso y ocupe su lugar el sentido de la comunión tras un objetivo civilizador. En tales términos, el proyecto de Liptay se plantea beneficioso para lo que él denomina “los pueblos civilizados” (13).

La propuesta de construcción de una lengua universal surge y se piensa, en primer lugar, desde la oposición entre lengua natural y lengua artificial. El empeño civilizador de la Modernidad construiría, para la primera, un hablante desprendido del artificio, un sujeto rousseauniano, un hablante naturalmente ilustrado que oculte la monstruosidad de toda lengua artificial, como afirma Derrida: “toda lengua artificial, como la escritura misma, participa de la monstruosidad en tanto se sustrae a la historia viva de la lengua natural” (1998: 50). En segundo lugar y como consecuencia, se indaga el origen de la lengua natural y se postula una extensa historia que arranca desde la lengua prebabélica y la hipótesis lingüística monogenética, es decir, el mito del origen. Por debajo de esta hipótesis emerge el afán naturalizador de la reflexión filosófica ilustrada, el pensarse a sí misma como culminación esencial de la historia, como sujeto teleológico de toda reflexión. A fin de cuentas, “el problema del origen se confunde con el problema de la esencia” (1998: 98).

Liptay formula el recuento de los intentos de construcción de lenguas universales siempre bajo los dos supuestos mencionados, naturalidad de la lengua y mito del origen. No menciona el proyecto mesiánico del hebreo en constituirse como la verdadera lengua prebabélica, dada por Dios, ni el desarrollo medieval del latín como lengua internacional. El punto de arranque de la exposición de Liptay será el proyecto del obispo John Wilkins, Essay towards a real character and philosophical language de 1668, proyecto de lengua filosófica que busca simplificar y clasificar todos los pensamientos y nociones del “espíritu humano” en distintas clases monosilábicas, para luego, desde un ars combinatoria, derivar todo lo linguísticamente pensable. Liptay omite el Ars signorum de 1661 de George Dalgarno y la Dissertatio de arte combinatoria de 1666 y los Elementa characteristicae universalis de Leibniz, que plantean una clasificación de todos los conceptos en partículas primitivas y una combinatoria precursora de sus ideas posteriores sobre el cálculo infinitesimal. Sin embargo, bajo estos tres intentos de clasificación se presume la existencia previa de “nociones y pensamientos del espíritu humano”, conceptos arbitrarios a los que el mismo Liptay recurre. Prosigue con el proyecto de Bonifacio Sotos Ochando, Projet d’une langue universelle de 1855, del cual afirma “que le sobrevino súbitamente, igual a las revelaciones bíblicas” (23). Este proyecto, como los anteriores, tiende al principio de síntesis, a la sistematización de la lengua y a la regularización de las excepciones, cada letra posee un determinado valor conceptual o sintáctico, y no otro, formando un conjunto de probabilidades léxicas a partir de las combinaciones alfabéticas. Luego, critica distintos modelos, la pasigrafía de Sinibaldo Mas, por estar restringida solamente a la escritura y basada en el carácter ideográfico del idioma chino, 2.600 figuras contendrían todos los conceptos y así lo demuestra este autor al reproducir los primeros 150 versos de la Eneida a dicho sistema gráfico. Se ocupa Liptay de los proyectos contemporáneos, el Volapük, inventado en 1879 por Johann Martin Schleyer, idioma del cual ya se registraban en Europa sociedades de estudio y de fomento, clubes volapükistas, investigadores, periódicos, y 122 empleados de un almacén parisino (tienda de primavera) que “nunca están cuando se pregunta por ellos” (32). Y revisa otros proyectos basados en la lengua latina, el Kosmos de Lauda y La Linguo internacia del Doktor Esperanto, que, pese a tender a la simplificación, presuponen el manejo de dicha lengua.

En general, la crítica de Liptay a los proyectos mencionados se centra en la arbitrariedad clasificatoria que los sustenta, y en una arbitrariedad aún mayor: la imposición parcial de caracteres sin fisonomía particular, lo que impide un efecto mnemotécnico perdurable. El reverso de dicha crítica opera en la propuesta de Liptay de construir un proyecto “que descansa precisamente sobre la objetividad y elimina, por consiguiente, toda subjetividad” (76). De este modo, el autor busca superar la disyuntiva entre lengua natural y lengua artificial. El motivo constante de su crítica radica en que, mientras todos los autores citados “inventaron sus lenguas respectivas, el lenguaje humano es un producto natural, forzosamente tan defectuoso como es imperfecto el organismo que lo ha engendrado. El procedimiento arbitrario de los autores citados es comparable al capricho de una mujer que obedece a sus idiosincrasias” (90); “nosotros ni podemos ni debemos pensar en tal invención, pues no pretendemos inventar una lengua, sino... descubrirla” (97). Esta naturalidad de la lengua conlleva la otra crítica de Liptay, su impracticabilidad en la experiencia, su desorden pragmático, que no es sino la imposibilidad de hablar la lengua, de su exigencia de oralidad.

El mito del origen subyacente en el descubrimiento de una lengua, determinado por su contexto histórico, alude esencialmente al mito moderno del Progreso. A la par de la unificación mundial mediante los barcos a vapor, las vías férreas, el telégrafo, la unión postal, Liptay expone la Unión Lingüística como complementación de dicho proceso unificador. Por ello, declara que su proyecto es para las naciones civilizadas, cultas, viriles, excluyente de los hablantes periféricos, cuyos idiomas se encontrarían en un estadio inferior de evolución, “el de la aglutinación, en el cual se encuentran todavía muchos idiomas del Asia y casi todos los del Africa” (69). En este sentido, su proyecto civilizador se conjuga con lo que anuncia en su título, la lengua universal debe ser católica no sólo en un sentido etimológico, sino también propagadora del argumento que defendía la permanencia del latín en el currículum escolar en Chile, pues “mientras hubiere religión, se decía, habría paz para el país y tranquilidad para los ciudadanos (decentes)” (Poblete 1997: 25). El suyo no es un proyecto secularizador de la educación ni de los modos en que ésta construye identidad nacional, pues aunque rechaza el estudio del latín clásico por carecer de una práxis útil y ser una pérdida engorrosa de tiempo; sin embargo, ello no significa adherir al protonacionalismo de la época ni participar del proceso de modernización en que se embarcaba el Estado chileno. Su ambigua elección de un latín practicable, de un latín moderno, considerará al latín políticamente pertinente, pues legitima el monopolio institucional sobre la reforma curricular en curso. En este contexto, entonces, Liptay fundamentará el descubrimiento (ya que no la invención) de su lengua en las raíces latinas, con las cuales formará “un latín moderno y, por consiguiente, un idioma común a todos los pueblos civilizados” (135).

Por otra parte, la aplicación práctica de la propuesta de Liptay regula su particular concepción del ordenamiento de métodos y objetos de estudio en ciencias y disciplinas. La disciplina, entendida como tematización explícita, implica para Liptay una jerarquización entre teoría y práctica, la que vendría a ser superada con la creación de una ciencia nueva: “la filología aplicada, que trata de colocar al lado de su hermana oficialmente reconocida, la filología comparada” (1). Para ello, este cirujano de la marina proveerá un no despreciable arsenal de hechos que demuestren la utilidad de los fines que persigue su ciencia nueva no sólo el fin humanitario y estético que le atribuye a su hermana. La realidad histórica de la lengua, sus condiciones objetivas, serán su campo de estudio, en donde aplicará su furor recopilatorio. Adopta Liptay la clasificación morfológica de Max Müller para proponer un orden evolutivo de las lenguas. Éste comienza desde las lenguas monosilábicas, representadas por el chino, en que cada raíz se emplea como palabra independiente, transita por un segundo estadio, el de las lenguas aglutinantes, representadas por el turco, en que dos o más raíces se aglutinan para formar una palabra, y concluye dicha evolución en el estadio de las lenguas de flexión, representadas por el latín, en que la fusión de las raíces impide que ellas conserven su independencia original. A restituir esta independencia original, está siempre aspirando su proyecto y, por eso, aduce continuamente la búsqueda de simplicidad y sencillez, que es la búsqueda de la supuesta naturalidad, la vuelta al origen. Quiere recorrer el camino inverso a lo que él reconoce como la evolución de las lenguas. El estadio monosilábico y el origen del alfabeto corresponden siempre a un momento ideográfico y literal en dicho esquema. Será el procedimiento de la metáfora el motor que produzca la confusio linguarum, “el traslado de un nombre de su objeto original a otro objeto parecido” (60). La metáfora implica la transferencia de lo sensible a lo inteligible, de lo natural a lo civilizado, de lo bárbaro a lo culto, de lo femenino a lo viril, de lo africano a lo europeo. Es el empleo de la metáfora “el medio del cual se valió el hombre para conseguir una florescencia tan exhuberante” (60).

Sin embargo, querer remontar el camino y desmontar la organización lingüística, la sistematicidad alcanzada, no conlleva para Liptay en ningún caso una tarea deconstructiva, sino, más bien, una tarea de ultracorrección y saneamiento, pues coloca a buen resguardo su pretensión civilizadora, el origen trascendental como meta del Progreso. Es, ante todo, ordenar la proliferación léxica, el caos semántico, la ambigüedad fonológica. Es, por último, adherir al axioma de la evolución del lenguaje humano. Su búsqueda del origen es la institucionalización de lo que más arriba citamos como la filología aplicada y, por cierto, la trascendentalización o catolicización de su nueva ciencia descubierta, jamás inventada: “Mientras que la lingüística no es más que un estudio comparado de las lenguas en sus relaciones genéricamente mutuas, y mientras que el lingüista bien puede ser solamente un políglota, la filología es la filosofía del lenguaje humano en su aspecto etimológico y el filólogo en realidad un filósofo especialista” (46).

La vía etimológica por la cual Liptay cree volver a los orígenes, posee tanto vuelo imaginativo como el desarrollado por San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías. Propone el sustantivo om para el concepto de hombre, porque el homo latino se relaciona, irrefutablemente bajo su perspectiva, con el vocablo humus, tierra. Así, la relación homo-humus, hombre-tierra, conservada como homme, uomo, human, home, omu, en muchos idiomas europeos –y con eso basta para ser universal– satisfaría plenamente su concepto civilizatorio de lo viril como lo patriótico. Pero ante la disparidad entre el sastre español, el sartore italiano, el tailor inglés y el tailleur francés, descubre, nunca inventa, la raíz de la palabra latina vestis, vest, que, dado su carácter natural y primigenio, no puede sino aludir espontáneamente al vestido. Y de allí un paso a las derivaciones: vesta –traje de mujer–, vesto –vestido para hombre–, vestoro –sastre–, vestora –sastra de oficio– y no por ser la mujer del sastre. Lo que no puede distraer nuestra atención es, por supuesto, la feminización gramatical del sustantivo sastre, que denota al hablante ideal que Liptay concibe para su proyecto, el chileno católico, viril y europeizado.

De este modo, el proyecto de Liptay de una lengua sin construcción gramatical supone la tecnificación de todo proceso lingüístico, una metalinguística y, por sobre todo, una especialización en el empleo de la metáfora, en la imposición del nombre propio, pues el nombre pretende ejercer propiedad sobre el ente e imponer condiciones de verdad, aunque no pueda dejar de señalar su propiedad, que es, en suma, su artificio, su nombre (Derrida 1993: 35 ss). Este es el privilegio del nombre, la imposición denominativa, el peso del título sobre lo nombrado, tal como, creemos, lo practica Liptay: more metaphorico.

La lengua de Liptay bien podría pertenecer al universo de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el cuento de Borges (1986), en que la proliferación de disciplinas se convierte en un mecanismo especular de la especialización del conocimiento. Dentro del sistema disciplinario de Tlön, nos interesa en particular la creación de una lengua para cada hemisferio del planeta, pues dicho proceso creativo parodia los fundamentos de la propuesta de Alberto Liptay que hemos mencionado. En su idealidad, este mundo imaginario es sucesivo y temporal, carece de espacialidad, por ello en su protolengua, de la que derivan las actuales, no cabe la sustantivación lingüística de la esencia, del ser. Sus categorías gramaticales aluden a modos y características, es decir, verbos y adjetivos, en ausencia de un sustantivo que los sustente. El verbo es portador de temporalidad, de acción, y los adjetivos designan mayoritariamente procesos mentales innominados, el vago rosa de los párpados cerrados, el agua contra el pecho del nadador. De tal modo, la psicología constituye la base de la cultura clásica, en tanto el lenguaje crea la realidad, del mismo modo en que la metáfora derrideana crea presencias y significados trascendentales. Habrá tantos objetos en la realidad, como la necesidad linguística lo imponga. Todo es metaforizable, en tanto la metáfora implique, en su concepto tradicional, una transferencia desde lo sensible a lo inteligible y se enmarque dentro de los procesos mentales de la disciplina mayor de Tlön. La formulación de este universo, Tlön, puede ser interpretada como una intensificación, exageración y repetición paródica del sistema filosófico ilustrado. El sistema disciplinario –la religión, las letras, la metafísica– nace como derivación del lenguaje, y en su supuesta e idealista temporalidad lineal se organizan acciones y modos de objetos ideales. Nombrar es clasificar.

Otro proyecto que expone la arbitrariedad de la clasificación y de la imposición denominativa, el privilegio del nombre, es el sistema de numeración que Funes, el protagonista de “Funes el memorioso” (1986), también de Borges, logra crear: un vocabulario infinito para la serie también infinita de los números, que no se estructura en base a clasificaciones y jerarquías, sino en base a la arbitrariedad del nombre. Quinientos es nueve, siete mil trece es Máximo Pérez, siete mil catorce es El Ferrocarril. El análisis de dichos nombres rehuye toda sintaxis, toda conexión lógica y toda posibilidad de derivación que no se haga, por supuesto, a través de la memoria de Funes. Un lenguaje de este tipo implica la expresión de la totalidad de individuos, la suma total de lo existente temporal y espacialmente. Es la negación más radical a todo tipo de organización, a todo principio de clasificación. Es la negación improbable del pensamiento y la exaltación imposible de la naturaleza.

Es de este modo que en las citadas narraciones de Borges se parodia lo que en el proyecto de Liptay se formula: la construcción de lenguas universales se basa en el prejuicio de la naturaleza de la lengua. Por su parte, Borges exhibe los procesos de naturalización y desnaturalización de la lengua, sin acceder jamás al origen esencial –natural– del lenguaje. La parodia literaria de Borges supone el fracaso del proyecto lingüístico de Liptay, y de todo intento de construcción de una gramática universal, pues demuestra el carácter aberrante y peregrino de las oposiciones entre lengua natural y artificial y entre origen y progreso.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. 1986. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “Funes el memorioso”. Ficciones, El Aleph, El informe de Brodie. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Derrida, Jacques. 1993. “La retirada de la metáfora”. La deconstrucción en las fronteras de la filosofía. Barcelona: Paidós. 35-75.

Derrida, Jacques. 1998. De la gramatología. México: Siglo XXI.

Eco, Umberto. 1994. La búsqueda de la lengua perfecta. Barcelona: Grijalbo-Mondadori.

Huneeus Gana, Jorge. 1910. Cuadro histórico de la producción intelectual de Chile. Santiago: Biblioteca de Escritores de Chile.

Kabezon, Karlos. 1909. La ortografía rrazional. Killota: s.ed.

Liptay, Alberto. 1890. La lengua católica, o sea, proyecto de un idioma internacional sin construcción gramatical. París: A. Roger y F. Chernoviz eds.

Poblete, Juan. 1997. “El castellano: la nueva disciplina y el texto nacional en el fin de siglo chileno”. Revista de Crítica Cultural 15: 22-27.

Para citar este artículo

José Luis Salomón Gebhard. 2005 . «Ficciones de la Lengua Universal». Documentos Lingüísticos y Literarios 28: 89-93