Alan Meller
Licenciado de Literatura Hispanoamericana, Universidad de Chile

Los orígenes apócrifos del género policial (o historia de un crimen no resuelto)

Resumen

El siguiente artículo no pretende dar cuenta del origen canónico del género policial, sobre el cual no existe una gran discrepancia, sino forzar una lectura, pues uniéndose a la tradición que le concede a ésta la creación de los géneros literarios, se inclina por la técnica del anacronismo deliberado, buscando los orígenes del género en textos previos a su consolidación. Para ello se establecen las características propias del género policial y luego se examina cómo éstas son utilizadas por dos “detectives” en particular, Edipo Rey y Daniel, el personaje bíblico. “Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?” (Borges).

Precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad.

C. Auguste Dupin (ante las extrañas circunstancias en que se cometió el crimen en la mortuoria avenida).

Si intentáramos buscar los orígenes del género policial1, sus rastros genéticos, los primeros textos que dan cuenta de aquel procedimiento que en los últimos cien años ha generado múltiples subgéneros y un incesante diluvio de novelas, nos veríamos ineludiblemente conducidos a un autor específico, y a un cuento en particular. Todos los manuales, almanaques, enciclopedias y artículos especializados han condecorado a Edgar Allan Poe, por “Los Asesinatos de la Rue Morgue” (1994), con el inapreciable título de “creador del género”2. Sin embargo, si hemos de ser buenos detectives, y toda persona que trabaje con el método científico debe jactarse de ello, no podemos, es más, no debemos conformarnos con las primeras huellas que nos entrega aquella respuesta a este enigma. Para solucionar este caso, esto es, para dilucidar quién encendió la mecha de este género que estallaría en una infinidad de obras, es preciso, en primer lugar, estudiar con meticulosidad las características del género. Un detective siempre dirige su atención a aquello que parece poco importante: lo que los demás desechan como manifestaciones inútiles, él considera con cuidado, con mayor detenimiento. Procederemos tal como en una novela policial clásica, poniendo toda nuestra atención en la escena del crimen. El crimen es el origen de la novela policial. Las huellas del crimen las encontramos en las características del género. Con manos enguantadas, para no alterar las evidencias del caso, procederemos a analizar dichas huellas, utilizando el método abductivo.

Walter Benjamin (en Link 1992) explica el surgimiento de la literatura policial como una consecuencia inevitable de la vida del hombre en las grandes ciudades. La masa constituye para Benjamin el gran asilo (la protección del anonimato) que le permite a los delincuentes pasar desapercibidos frente (y casi junto) a sus perseguidores.

Para Mandel (en Link 1992) la literatura policíaca se convierte en el opio de las “nuevas” clases medias, en el sentido estricto de la fórmula original de Marx: como una droga psicológica que distrae de las insoportables faenas de la vida cotidiana.

Foucault (en Link 1992), en cambio, cree que la novela policial no es sólo reflejo de un tipo de pensamiento consolidado en el siglo XIX, sino también del intento de configurar artísticamente el crimen (y los criminales) como un acto deplorable:

Observad las formidables campañas de cristianización de los obreros de esta época (Siglo XIX). Ha sido absolutamente necesario constituir el pueblo en sujeto moral, separarlo, pues, de la delincuencia, separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos no sólo para los ricos, sino también para los pobres; mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros. De aquí el nacimiento de la literatura policíaca y la importancia de periódicos de sucesos, de los relatos horribles de crímenes (1992).

Ya sea como consecuencia de la vida en las grandes ciudades, ya sea como droga psicológica o como moralización artística de la delincuencia, la estructura del relato policial clásico es siempre la misma: crimen misterioso, análisis de las huellas, eliminación de sospechosos, y explicación. El análisis de las huellas utiliza un particular método racional que se dispone como hilo conductor para el conocimiento del crimen misterioso, y alcanzar así la verdad de lo sucedido. La irrefutable confianza en la razón se erige como el mecanismo más idóneo para resolver el problema planteado al comienzo del relato. Como dijimos antes, es generalmente admitido que el primer sospechoso en desplegar esta estructura en forma literaria fue Edgar Allan Poe, en “Los Asesinatos de la Rue Morgue”. En este cuento, el investigador C. Auguste Dupin3 (intertexto de Holmes, Poirot, Maigret, Spade, Brown, Marlowe, y una gigantesca fauna de ajedrecistas del crimen) resuelve un extraño asesinato a través del uso de la razón4.

Estamos en el siglo XVIII, se está forjando la modernidad, comienza a generarse una fe irrestricta en la razón, como el medio de resolver cualquier enigma, el medio para desentrañar los oscuros secretos de la naturaleza (incluyendo la humana), y por qué no, el medio para resolver incluso los acertijos planteados por crímenes aparentemente insolubles:

La novela policial fue en sus orígenes el símbolo de una cruzada contra todas las fuerzas de la ilusión. La orienta la siguiente certeza: el razonamiento, siempre y en todo, tiene la última palabra. Lo que entusiasmaba al lector era el espectáculo de la razón luchando contra lo desconocido. La lógica absorbía lo maravilloso, permitía que lo impregnara, convirtiéndose en algo que dejaba de ser abstracto. Se empieza a advertir que el miedo está relacionado con la ignorancia. Todo el esfuerzo del siglo XVIII está dirigido a hacer de cada individuo un adulto liberado de la superstición gracias a la ciencia. El miedo provoca la investigación y la investigación hace desaparecer el miedo. El miedo y la investigación, dos elementos antagónicos y complementarios, cuya alianza, siempre inestable, va a constituir la esencia misma de la novela policial (Narcejac 1968: 18 y 29).

Detengámonos, pues, en este nuevo personaje literario encargado de vencer la superstición, el miedo y la ignorancia: el detective. Es necesario precisar que este personaje ha ido mutando a través del tiempo. No proceden de igual manera el detective, el policía y el investigador privado. Todos nacen como personajes de aquel primer detective: Auguste Dupin. Como él, procede el famoso Sherlock Holmes. No se ensucia las manos, y resuelve (desde su escritorio) sobre la base de unos pocos datos, utilizando su inigualable capacidad mental. Maigret, en cambio, es policía, goza con la investigación, pero además tiene la obligación de resolver, pues es su trabajo. Phillip Marlowe es un investigador privado, no pertenece a la policía, trabaja por dinero, y se implica no sólo mentalmente en el caso sino, que además físicamente: es golpeado por los sospechosos, participa en tiroteos (de lo cuales no suele salir ileso) y casi siempre se involucra sexualmente con su cliente o con una mujer tachada como sospechosa.

El detective es, ante todo, un hombre cultivado, un gentleman. Se interesa con elegancia por el crimen, lo aprecia como un conocedor o como un diletante. Lo estudia con amor, como a una pieza de colección, dejando entrever resabios de morbosidad ocultos bajo la asepsia de la razón. Goza con la exposición discursiva de sus disquisiciones. El detective se introduce en la literatura bajo el aspecto de un ocioso rico que busca una ocupación digna de su capacidad. Es un intelectual. El policía, en cambio, da la impresión de ser un trabajador manual, porque no vacila en meter las manos en la masa. Está obligado, por otra parte, a hacerlo, puesto que pertenece a la policía. Al detective le interesa resolver el enigma y al policía el caso.

El investigador privado, es para Piglia un profesional: “alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo, mientras que el detective es generalmente un aficionado que se ofrece “desinteresadamente” a descifrar el enigma” (s.f.: 103).

Auguste Dupin es quien ve lo que nadie ve. Dupin es el personaje que dará pauta al procedimiento que utilizarán los siguientes detectives. Dupin es quien genera aquel modelo que le permite a través de la observación de signos develar significados5. Incluso Marlowe, que parece un hombre común, sin una gran capacidad razonadora, finalmente ve; se tarda, pero ve.

El detective, sostiene Lacan (en Link 1992), es quien inviste de sentido la realidad brutal de los hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información que, aislada carece de valor, estableciendo series y órdenes de significados que organiza en campos.

Aunque el detective parezca a los ojos de Benjamin un flâneur, que legitima su paseo ocioso, en la vigilancia, “y coge las cosas al vuelo; y se sueña cercano al artista” (13), es, como bien dice Chandler, “por tradición y definición, el que anda detrás de la verdad” (cit. por Narcejac 1968: 13). El detective elige el acto humano como objeto de estudio. Frederic Jameson considera que el detective satisface las exigencias de la función cognoscitiva antes que las de la experiencia vivida; “a través de sus ojos llegamos a ver la sociedad como un todo” (Jameson 1992: 63). Y el mecanismo que utiliza el detective para develar ese todo, para alcanzar la verdad, es la abducción.

La obtención de la “verdad” a través de la razón puede utilizar tres caminos, según Charles Sanders Peirce: la deducción, la inducción y la abducción. Mientras que las dos primeras son las más utilizadas. Tradicionalmente por la ciencia, la abducción es el mecanismo lógico que utilizarán los detectives, desde Poe en adelante. Para Peirce, “la deducción prueba que algo debe ser; la inducción muestra que algo es realmente operativo; la abducción se limita a sugerir que algo puede ser”. La abducción es el paso entre un hecho y su origen. Para comprender mejor este camino, un ejemplo:

Deducción

Regla

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Caso

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Resultado

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Inducción

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Abducción

Resultado (hecho observado)

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Caso

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(cfr. Eco et al. 1989)

Otro notable ejemplo tomado de un episodio de “Los Asesinatos de la rue Morgue” en el cual Dupin consigue anticiparse a los pensamientos de su amigo, utilizando la observación y la consecuente abducción para adelantarse:

Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:

–En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.

–No cabe duda –repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.

Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.

–Dupin –dije gravemente–, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en...?

Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna duda, de que él sabía realmente en quién pensaba.

–¿En Chantilly? –preguntó–. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.

Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un zapatero remendón de la Rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jerjes en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.

–Dígame usted, por Dios –exclamé–, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.

Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.

–Ha sido el vendedor de frutas –contestó mi amigo– quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jerjes et id genus omne.

–¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco ninguno.

–Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.

Recordé que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.

No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.

–Se lo explicaré –me dijo–. Para que usted pueda darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en el que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orion, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de fruta.

“Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de caballos. Este era él último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas, que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, volvióse para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

“Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra “estereotomía”, término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra “estereotomía” sin que esto le llevara a pensar en los átomos y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera6. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirade sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste: Perdidit antiquum litera prima sonum.

“Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio escribíase Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que

pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés7.

Una vez delimitadas las características del detective, su manera de proceder dentro del género, el particular método racional que utiliza, su calidad de pater familiae de toda la gama de personajes nacidos a partir suyo, todo nos lleva a concluir que las evidencias acumuladas apuntan hacia Poe como el principal culpable de la génesis de la novela policial.

Borges, en su particular manera de literaturizar al mundo, concede al lector la génesis del género policial8. Y a Edgar Allan Poe el engendramiento de ese lector: “Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico, si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas, desde luego, pero sobre todo de la inteligencia” (Borges 1996: IV, 192). Borges continúa señalando que hoy los argumentos presentados por Poe en sus relatos nos parecen tenues, casi transparentes, lo que nos lleva a pensar mal de Poe. Pero los argumentos se ven escuálidos para nosotros (acostumbrados a los relatos policiales hasta el hostigamiento, sobre todo en la pantalla chica), pero no para los lectores a los cuales Poe se dirigía, lectores no educados (en las resoluciones de enigmas), lectores “que no eran una invención de Poe como nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe. Los que leyeron ese cuento (“Los crímenes de la calle Morgue”) se quedaron maravillados y luego vinieron los otros” (194).

Una última autopsia al cuerpo del delito, esto es, a la novela policial: Tzvetan Todorov distingue dos formas diversas de construir novelas policiales: las de enigmas y las novelas negras. A la primera las denomina de curiosidad: “su marcha va del efecto a la causa: a partir de un cierto efecto (un cadáver y ciertos indicios) se debe hallar la causa (el culpable y lo que impulsó al crimen). La segunda forma es el suspenso y en este caso se va de la causa al efecto: se nos muestran primero las causas, los datos iniciales (los gángsters que preparan malignos golpes), y nuestro interés está sostenido por la espera de lo que acontecerá, es decir, por los efectos (cadáveres, crímenes, peleas). Este tipo de interés era inconcebible en la novela de enigma, pues sus personajes principales (el detective y su amigo, el narrador) estaban, por definición, inmunizados: nada podía ocurrirles. La situación se revierte en la novela negra: todo es posible y el detective arriesga su salud, si acaso no su vida” (en Link 1992: 49).

Debemos centrarnos, por lo tanto, en las novelas de enigmas, en cuanto antecesoras de las novelas negras. Algo ha sucedido, como en el caso de los “Asesinatos en la rue Morgue”, entre cuatro paredes. El detective ha llegado tarde a la escena del crimen. Éste ya ha ocurrido. Y sólo quedan algunas huellas y torpes testigos (a los cuales siempre debe considerarse como sospechosos, para no rechazar posibilidades anticipadamente). La novela policial de enigmas, la que Todorov llama de curiosidad, se desarrolló históricamente bajo el molde de lo que se ha denominado enigma de habitación cerrada. Es el caso de “Los asesinatos de la Rue Morgue”, “La Carta Robada”, etc. Sólo los que estuvieron en el crimen conocen lo sucedido, es decir, el asesino y el finado. Y la mente del detective debe ser capaz de recrear lo sucedido en su ausencia. Pero momento, si ésa es la actividad detectivesca por antonomasia, entonces no podemos, y no debemos, como detectives, restringirnos a las evidencias más bulladas que apuntan a Dupin como principal sospechoso de ser el primer detective. Cómo olvidar otro gran investigador que puso todo de sí para resolver el más cruel de lo crímenes: Edipo Rey, quizás el primer detective, por allá en el Siglo V a.C.

Recordemos los hechos: Comienza la tragedia cuando Edipo advierte el sufrimiento de su pueblo, y envía a Creonte donde Apolo a que consulte por las causas de tantas desgracias arrojadas por los dioses. Creonte le comunica el mensaje de Apolo: En otro tiempo Layo, rey de Tebas, “pereció asesinado en una emboscada; y hoy el dios nos ordena vengar esa afrenta y matar a los hechores, quienesquiera que sean” (Sófocles 1983: 27 ss.). En ese momento Edipo, afligido al ver a su pueblo sufriendo, arroja una maldición en contra de los autores del crimen y comienza la investigación: “¿Dónde encontrar las huellas borrosas y lejanas de un crimen tan antiguo?(...) Asesinado un rey había que aclararlo y llegar hasta el fondo” (36). Lo primero que Edipo hace es obtener más datos acerca del asesinato. Así es como se entera de que un hombre que acompañaba al rey logró escapar con vida de la emboscada: había un testigo. Ofrece cuantiosas recompensas a cambio de información. Envía a sus hombres a encontrar al pastor para interrogarlo. La interrogación es el medio que utiliza para descubrir la tan cruel verdad. La tragedia se compone de dos frentes de investigación. Por un lado, se intenta descubrir al asesino del rey; y, por otro, como si fueran asuntos no relacionados, Edipo intenta averiguar el nombre de sus verdaderos padres.

Cuando Edipo resuelve ambos enigmas, éstos se funden en un caso, se retroalimentan, encajan perfectamente como las piezas de un puzzle en la figura del pastor. Él fue quien recibió de las manos de Yocasta al pequeño bebé que debía asesinar para impedir que el oráculo se cumpliera. Él fue quien, por compasión, no le quitó la vida y lo regaló a un pastor de otras tierras. Él fue, además, el hombre que había salido con vida de la emboscada en la que murió el rey. Pero no es el pastor quien une ambas investigaciones, sino Edipo.

Edipo va atando cabos, y resulta ser un excelente investigador, pues aunque todo apunte hacia él como autor del delito, se resiste a aceptarlo y necesita aclarar el caso, descorrer la neblina del tiempo, para cerciorarse de que él es el asesino, y, a su vez de la poca alentadora identidad de sus verdaderos padres.

El método utilizado por Edipo para encontrar al asesino se compone de dos fuentes: por una parte está Tiresias, el vidente (ciego), quien no habla desde un discurso científico, pues él conoce la verdad, no debe descubrirla, simplemente la conoce. Y dadas las terribles consecuencias que dicha verdad generarán Tiresias se opone a decirla: “¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene!” (45).

Sin embargo, Edipo insiste, le exige bajo amenaza que revele lo que sabe. Tiresias lo hace y Edipo no le cree, pareciera no confiar en una verdad no amparada en hechos empíricos.

EDIPO: ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?
TIRESIAS: Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.
EDIPO: Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista9.
TIRESIAS: Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO: Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca (40).

Pero entonces llega el testigo, quien confiesa que Edipo asesinó al rey Layo. Entonces Edipo no duda, el caso se resuelve y comienza su martirio.

Existe un crimen que debe resolverse, es decir, un caso, y existe un personaje que utiliza un método para averiguar lo sucedido10.

Pero momento… No es Sófocles el primero en poner a un personaje ante el apremio de resolver un enigma, pues Dios, aún más ceñido a los mecanismos de la novela policial clásica, nos concede dos notables casos de “habitación cerrada” en su conocido libro La Biblia (cfr. 1979).

En ella encontramos dos clásicos enigmas que son desentrañados por Daniel. A este personaje lo conocemos primero como un intérprete de sueños. Quizás podría estudiarse como uno de los padres apócrifos del psicoanálisis. No es casual que Daniel una en su figura cualidades de psicoanalista y de detective, ya que ambos deben dirigir su atención a aquello que parece poco importante, pues lo que señalamos antes acerca del detective vale de igual manera para el psicoanalista, esto es, que aquello que los demás desechan como manifestaciones inútiles, él considera con cuidado, con mayor detenimiento. Además ambos aplican la racionalidad allí donde todo parece envuelto de fantasías. Pero no son sus interpretaciones de sueños lo que nos ocupa en este artículo sino el método que utiliza para resolver dos enigmas de habitación cerrada.

El primero es el caso de Susana. Esta bella joven había turbado los pensamientos de dos ancianos jueces, quienes al encontrarla sola quisieron abusar de ella. Ellos le dijeron: “o te entregas a nosotros o diremos que te sorprendimos con un joven refocilando entre los árboles” (13, 21). Ella, desesperada, sin saber qué hacer, escogió la segunda opción, morir libre de pecado ante su Dios. El pueblo ya se disponía a otorgarle la gran pena de la muerte, pero el joven Daniel los detuvo y les reprochó su actitud: “¿Cómo, van a quitarle la vida a esta joven dama sin siquiera inquirir un poco más sobre el caso? Entonces Daniel interrogó, por separado, a los dos ancianos, haciéndoles una sola pregunta: ¿Bajo qué árbol visteis refocilar a la muchacha?” (13, 54 ss). Uno dijo que bajo un lentisco, el otro bajo una encina. Contradicción palpable, por lo tanto, los ancianos han mentido, y Susana, la bella Susana, queda libre de los cargos. Con esto Daniel se hace famoso en su pueblo.

El segundo caso es la historia de Bel. El rey persa Ciro tenía un templo dedicado a la divinidad de Bel. Una buena mañana notó que Daniel no le rezaba a Bel. Daniel dijo que no rezaba a dioses hechos por los hombres. “De qué estás hablando, le dijo el rey, todas las noches le dejamos una buena cantidad de comida a Bel y en las mañanas ya no queda nada” (Daniel 14, 6). Pero Daniel le dijo que Bel jamás ha comido. El rey, encolerizado, mandó a llamar a los sacerdotes, para que demostraran el poder de Bel. Si era falso serían castigados los sacerdotes, y sino Daniel sería “fusilado”. Ellos propusieron que el rey, una vez que hubieran dejado la comida, cerrara bien la puerta y la sellara con su anillo. El rey aceptó, pero Daniel le pidió que antes de sellar la puerta arrojaran cenizas por el pavimento. Aquella noche como todas las noches, los sacerdotes ingresaron en el templo sellado, por una puerta secreta bajo el dios Bel, y junto a sus esposas e hijos se dieron un buen festín. A la mañana siguiente el rey abrió las puertas del templo que permanecían con el sello real y descubrió que no quedaba comida y glorioso gritó: “Grande eres Bel” (14, 18). Pero Daniel le hizo notar las cenizas, en ellas habían quedado marcadas las huellas de los comensales: hombres, mujeres y niños. El rey irritado mandó a quemar a los sacerdotes con sus mujeres e hijos, y Daniel una vez más solucionó un enigma de habitación cerrada.

Los dos casos bíblicos corresponden a un enigma de habitación cerrada. En ellos el misterio está oculto bajo las cuatro paredes de una habitación (o de un jardín solitario). El criminal ha estado en la habitación, ha cometido su fechoría, y sólo quedan algunos vestigios en ella que el detective deberá saber leer, para reproducir lo que ha sucedido. En el caso Susana, Daniel debe probar que aquello que los ancianos dicen que ha sucedido realmente no sucedió, y su interrogación se orienta en ese sentido. Las versiones de lo que sucedió en ese jardín que hace las veces de “habitación cerrada” no concuerdan, y por ello puede desestimar ambas versiones.

En el caso del dios Bel, es aún más impresionante, puesto que lee a través de las huellas en las cenizas lo que ha sucedido. Daniel elabora una estrategia, anticipándose a los hechos, para luego desenmascarar a los culpables. En el fondo, como un experto en enigmas de habitación cerrada, predispone las condiciones para establecer un mecanismo que le permita leer con facilidad lo sucedido, mientras se producía el crimen al interior de las cuatro paredes.

Los sospechosos de este crimen (me refiero a la creación de la novela policial) han quedado expuestos, y todo apunta a Dios como el creador del primer personaje que resuelve un enigma de habitación cerrada. Sófocles, a su vez, nos sitúa en el ejercicio de resolver otro enigma. Y seguramente, si extremamos nuestra manera de leer, podremos encontrar múltiples casos ocultos tras el facilismo de conceder a Poe el galardón de padre del género. Hamlet debía desenmascarar a los asesinos de su padre; Fuenteovejuna encontró la manera de anular la investigación a través de una multitud de confesores; el ciego descubre con crueles estratagemas los robos del Lazarillo de Tormes; Raskolnikoff sucumbe ante las evidencias de su crimen incrustado en su conciencia, etc.

Un buen detective, tal como un buen científico, debe rebelarse ante las nociones más evidentes, no debe aceptar ninguna verdad de manera dogmática, debe cuestionar los principios y someter sus propias conclusiones ante la duda. Debe fijar límites extremos a su observación para provocar investigaciones originales que amplíen sus horizontes. A la sombra de principios preestablecidos se pueden formar comentadores casuistas y ramplones, pero no investigadores capaces de ensanchar el círculo del saber humano.

Borges, quizás uno de los más grandes detectives literarios de la historia, advierte la deuda genética que tiene el género policial con la tradición criminal dentro de la literatura:

Desde luego, que esta virtud de la construcción es muy anterior al género policial. La encontramos en la historia del ciego o en la historia de Aladino, de Las Mil y Una Noches, y la encontramos en las tragedias griegas. Pero nuestra época tiende a olvidar todo esto, tiende a lo inconexo, que es más fácil. Y en la historia de la literatura la misión de la novela policial puede ser recordar estas virtudes clásicas de la organización y premeditación de todas las obras literarias (Borges 2003).

El enigma del local cerrado enriqueció a la literatura policial, en la medida en que puso de manifiesto la relación que existe entre lo fantástico y lo racional, cuya naturaleza no resultaba clara, pero la semilla que dio vida a esta relación podemos encontrarla en numerosos textos previos al género policial. Como hemos señalado antes, los géneros literarios dependen, quizá, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. Es, sin duda, el lector quien, como buen detective, debe ser capaz de desentrañar esas evidencias ocultas, en la “habitación cerrada” de la historia.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. 1996. Obras completas. Barcelona: Emecé.

______. 2003. “Entrevista a Jorge Luis Borges: la novela policial”. Revista Contratiempo 6 (Buenos Aires).

Díaz, César. 1973. La novela policíaca. Barcelona: Acervo.

Dios, et al. 1979 . Sagrada Biblia. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Eco, Umberto y Sebeok, Thomas (eds). 1989. El signo de los tres. Barcelona: Lumen.

Link, Daniel (comp.). 1992. El juego de los cautos. Buenos Aires: La Marca.

Narcejac, Thomas. 1968. La novela policial. Buenos Aires: Paidós.

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Poe, Edgar Allan. 1994. Cuentos. Madrid: Alianza.

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Quincey, Thomas de. 2001. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Madrid: Alianza.

Para citar este artículo

Alan Meller. 2005 . «Los orígenes apócrifos del género policial (o historia de un crimen no resuelto)». Documentos Lingüísticos y Literarios 28: 52-59