Debbie Guerra y Juan Carlos Skewes
Universidad Austral de Chile

La sangre de nuestra disciplina de Barbara Joans*

Students are the Life’s Blood of Our Field

Presentación de los traductores

La docencia universitaria tiene por lo menos dos vertientes. La primera es la docencia de elite. Se trata del medio de infinita afluencia que encontramos en universidades como Stanford, en Palo Alto, California, o, en el caso nuestro, la Pontificia Universidad Católica de Chile. Son instituciones que gozan de todos los privilegios y garantías sociales, son universidades en las que los y las estudiantes se saben ganadores antes de la partida. La otra forma de docencia universitaria corresponde al enfrentamiento cotidiano de la vulnerabilidad social, de necesidades y urgencias de una población que ha sido diezmada por la exclusión social.

Los community colleges o escuelas universitarias comunitarias de los Estados Unidos, ajenas a la abundancia de las clases adineradas, reclutan en sus aulas a las masas de postergados y postergadas que se generan en los márgenes etnificados de los centros urbanos. Es una población estudiantil de color, inmigrantes ilegales, asiáticos, blancos pobres, agredidos por una sociedad que los niega, que los rechaza, que los excluye. Enseñar en un contexto o en otro no es necesariamente lo mismo. En un caso es un ejercicio académico en un sentido estricto: transmisión y creación de conocimiento. En el otro es un desafío vital: producir academia puede ser hasta heroico.

La antropología viene, en este contexto, a crear una poderosa conexión entre los mundos de vidas y los mundos del conocimiento, y lo hace a través de una experiencia vital como lo es el trabajo de campo. La posibilidad de un giro reflexivo en el escenario cotidiano de estudiantes vulnerados es una aventura no menor. El o la estudiante puede, por esta vía, desenmarañar la red que le atrapa y vislumbrar la posibilidad de un mundo otro. Barbara Joans formula una invitación para ello".

Debbie Guerra y Juan Carlos Skewes

 

Me toca enseñar en una escuela de Oakland. La mayoría de mis alumnos y alumnas provienen de grupos vulnerados: algunos son negros, otras son indígenas americanas. Hay también asiáticas, hispanos y algunos blancos. Son en su mayoría pobres, los hay casi analfabetos y muchos vienen de la calle. Y son la sangre de nuestra disciplina.

Es un desafío enseñarles. Es un desafío que trae inmensas recompensas. Después de todo, si no podemos acompañarles, ¿quien podría? Después de todo, nosotros somos la disciplina que promete comprensión y apreciación de la diversidad cultural.

La mitad de mis estudiantes vienen a clases hastiados y hastiadas. Están aburridos del mundo, aburridos de las pocas oportunidades que tienen, aburridos de su pobreza y de la sobreexplotación, aburridos porque saben lo bajo que se ubican en la escala económica, social y política. Y no hablemos de género; toma todo un semestre de clases antes que lleguemos al género.

Cuando llegan a la antropología no saben de la disciplina. Algunos vienen porque se enseña en un horario adecuado. Otras lo hacen por los requerimientos de graduación. Sin importar sus razones, vienen a clases y ¡yo los atrapo!

La gran seducción que nuestra disciplina ofrece a los y las estudiantes es ganar conocimiento acerca de sí mismos y de sus semejantes. Reconocen en la antropología algo que realmente pueden usar. Aprenden quiénes son en relación a su subcultura, su cultura más amplia y la sociedad americana en general. Sienten que pueden dejar de ser parte pasiva en sus propias vidas: que pueden moldearlas. La antropología les da el conocimiento para comprender las fuerzas culturales que modelan su mundo. Y ese conocimiento es poder. Mis estudiantes comienzan a comprender como sus propios comportamientos profundizan su exclusión.

Si les gusta donde están, ¡fantástico! Pero si no les gusta, pueden aprender y adquirir destrezas para poder cambiar las condiciones de su vida. A ellos y ellas les compete comprender su lugar subcultural. Les compete analizar su potencial para el cambio. Finalmente, les compete cambiar sus propios comportamientos. Mis estudiantes no están jugando con su educación, la están usando para manejar sus vidas. Tienen que decidir. Mis estudiantes oscilan entre querer cambiar su mundo porque la pobreza aplasta, o querer escapar de ese mundo. Una opción supone ser un activista político, la otra un emprendedor. Y ambas son válidas.

Mis estudiantes tienen grandes dificultades para discernir las demandas de su época. Son estudiantes. Son trabajadores. Son padres. Y están confundidos y confundidas. La escuela dice una cosa, la calle dice otra, y deben continuamente luchar y hacer malabarismos entre esas realidades para sobrevivir en ellas.

Y son la sangre de nuestra disciplina.

Para quienes caen en nuestras redes, la antropología se vuelve mágica. Empieza a constituirse en su pasaje a otro mundo y a otro dominio de la realidad. Mis estudiantes hacen trabajo de campo. El trabajo de campo es nuestra mayor contribución al mundo del conocimiento. Es nuestro sonajero, nuestro chiche, nuestro espejuelo. El trabajo de campo nos lleva desde dentro hacia afuera. Libera nuestras mentes de sus propias justificaciones y racionalizaciones, las pone en lugares distintos lugares. Gente real, viviendo vidas reales, es lo que mis estudiantes observan. Analizar y criticar la cultura es atractivo, pero el trabajo de campo es lo que los y las enciende. Después de una clase de método, van afuera, con pocas instrucciones. Me prometen no dejarse matar (los quiero y las quiero de vuelta). Deben respetar a la gente que observan. Si no les gusta, deben abandonar la disciplina. Es así de simple. Todo lo que pido es: estudiar a un grupo al que aprecie y regresar vivo. Después irán a estudiar su propia gente. Cuando terminan, hacemos comparaciones interculturales.

Y aprenden. Aprenden que sus más sagrados particularismos culturales a menudo son universales. Aprenden que su cultura pensada como universal era profundamente idiosincrática. Y aprenden qué significa ser el Otro. En su trabajo de campo, son de una clase y raza diferente de la gente que están estudiando. Aprenden que América es multicultural, con muchas jerarquías de raza entremezcladas con las de clase, género, dinero y con posiciones familiares y miles de otros rasgos culturales que hacen imposible predecir el lugar de una persona dentro de su propio mundo. Primero, deben estudiar uno de estos mundos. Segundo, debe gustarles el mundo que estudian. Tercero, pueden empezar a analizarlo. Pierden así sus clichés, sus estereotipos, sus prejuicios. Entonces vuelven a estudiar sus propias culturas, con un yo transformado, ingenuo, relativista cultural. Revelo en ellos una nueva apreciación hacia otras culturas y hacia la propia.

Como profesora acojo a todos y todas quienes vienen. Si quieren estudiar antropología, pueden hacerlo. Si no pueden escribir, yo les tomo exámenes orales. Si no pueden leer, yo los junto con quienes sí pueden. No importan sus carencias. Yo los compendo. Pero sólo por un semestre. Durante ese primer semestre, en mis clases, tienen que ir a los laboratorios de lectura y a las clínicas de composición y programas tutoriales. En el momento en que quieran registrarse en el siguiente semestre, ya es hora que sepan leer, escribir y hablar en la lengua franca. Puede no ser su lengua nativa, pero es el lenguaje de nuestro oficio. Si ellos han sido suficientemente motivados por la antropología, querrán leer, escribir y hablar, porque es la única forma que puedan tomar otra clase conmigo.

Y ¿funciona esto? Sí, sí funciona. No lo logro con todos, pero el curso de antropología tiene el mayor número de alumnos inscritos en el campus… Y esto semestre tras semestre tras semestre. E ¿importa? Por supuesto que importa. Nosotros damos a nuestros y nuestras estudiantes las destrezas para estar vivos mientras aprenden, y para cambiar sus vidas si así lo desean. Criticar nuestro mundo si así lo quieren y juntarse con nosotros cuando estén listos. Enseñar antropología importa porque nuestra disciplina significa algo. Nuestra disciplina tiene sus verdades que ofrecer y nuestros estudiantes lo saben.

Ellos y ellas nos mantienen vivos. Y son la sangre de nuestra disciplina. Nos tornamos irrelevantes si sólo nos relacionamos entre profesores. Nos tornamos irrelevantes si sólo conversamos entre docentes. Nos tornamos irrelevantes si no logramos conectamos con nuestros y nuestras estudiantes, especialmente quienes tienen experiencias diferentes. Nuestros estudiantes nos invitan a ver la antropología a través de lentes nuevos, alternativos y contemporáneos. Son nuestros compañeros y compañeras en la jornada antropológica. Mientras más intrincados, esotéricos y arrogantes seamos, más olvidamos los profundos mensajes de nuestra disciplina. Debemos conectarnos con nuestros y nuestras estudiantes, con todos. Debemos conectarnos con su heroísmo, con sus puntos de vista, con su vitalidad y sus visiones. Ellas y ellos son la sangre de nuestra disciplina, ellos y ellas nos mantienen reales.

Para citar este artículo

Debbie Guerra y Juan Carlos Skewes. 2007 . «La sangre de nuestra disciplina de Barbara Joans*». Documentos Lingüísticos y Literarios