Enrique Saldaña
Magíster (c) en Literatura, Universidad de Chile

Testigo y memoria en Puño y letra de Diamela Eltit

Remembrance and witness in Puño y letra by Diamela Eltit

Abstract

Two are the reflections –linked to Ricoeur– that will lead the wide open reading of Puño y letra by Eltit, reflections that will try to break the silence which this work has fallen since its publication. First, we’ll inquire about the insertion of two witnesses who act in an absolutely opposite way into the text: one of the witnesses protects himself under an artificial establishment (Zambelli), and the other one, the author-editor witness (Eltit), whose testimony is raised like a recovery of the trully remembrance. Second, we will inquire –from the testimonial report– the searching of that part which we ought to return to the rememberance: the duty of justice.

Resumen

Dos son las reflexiones –a partir de Ricoeur– que guiarán la apertura a Puño y letra de Eltit, reflexiones que intentan romper el silencio en que la obra ha caído desde su publicación. Primero, se indagará sobre la inserción de dos testigos que funcionan de manera totalmente contrapuesta en el texto: un testigo que se ampara bajo una institucionalidad “artificial” (Zambelli), y otro, el de la autora-editora (Eltit), cuyo testimonio se levanta como reivindicación de la memoria. En segundo lugar, se indagará -desde el relato testimonial-, la búsqueda de aquella parte que se le debe a la memoria: el deber de justicia.

 

Aproximación al silencio de Puño y letra

Chile, a partir de 1974, y antes, sigue hablando un mismo discurso. Sigue mascullando la misma presencia sobre la cual se forjó una etapa siniestra de nuestra historia. Los acontecimientos de estos últimos tiempos sólo vienen a dejar de manifiesto que aquello que se pretendía olvidado y dejado atrás, ahora, igual que entonces, está presente. Está presente en los hechos y está presente en el discurso. No ha dejado de pasar, de acuerdo a lo que señala Diamela Eltit: “Porque se desencadena una masa confusa de recuerdos que me impulsa hacia un lugar caótico donde está impreso ese tiempo político que nunca ha cesado" (2005: 21).

Sin embargo, y a pesar de que ha sido un tiempo que se ha estado enunciando permanentemente1 y que no ha parado desde la institucionalización de la represión, hay un silencio que la cruza transversalmente. Un mutismo se ha dejado caer desde el advenimiento de la dictadura. Es un silencio que se ha marcado profundamente y que ha sido advertido desde el inicio. Es un callamiento que vuelve la mirada en contra de la memoria para petrificarla e invalidarla completamente: “El año de la bomba en Buenos Aires fue el año en que nosotros definitivamente dejamos de decir. Simplemente hablábamos, no decíamos nada” (184).

Entonces, el silencio que se ha impuesto sobre la obra de Eltit no puede ser nuevo. Es un viejo silencio que al fin de cuenta se constata y sobre el cual se quiere introducir un habla que provoque la fisura necesaria para romper el fuerte bloqueo que encierra desde aquellos viejos días. Este es un silencio que tiene que ser traducido, vislumbrado y recompuesto; porque es un silencio que enuncia por presencia: algo debe esconder, algo debe ocultar que tan celosamente cierra los accesos para la comprensión.

En esa acción de ocultamiento, se deja en evidencia su propio movimiento, envolvente. La gran sábana que oprime a la vez transparenta. Habrá que traspasar la mirada, cambiar la perspectiva de enfoque, suprimir la superficialidad del entorno, para que la memoria sea instaurada y pueda decir, abiertamente, lo que tenga que decir a través del habla del testigo. Testigo y memoria están puestos aquí para que el silencio sea roto y se construya sobre base segura. En momentos en que todo pareciera estar uniformado, en que ya nadie quisiera mirar abiertamente la profunda herida sobre la cual aún respiramos, el testigo tiene una obligación profunda: decir lo que ha visto para que la memoria no sea clausurada.

Es en esta línea por donde se guiarán las reflexiones del presente trabajo. En primer término se intentará ver en el texto Puño y letra(2005), de Diamela Eltit, la interposición de dos testigos cuya funcionalidad está determinada por intereses totalmente contrapuestos: un testigo que sirve a una institucionalidad “artificial” (Hugo Zambelli) y un testigo, el de la autora-editora (Diamela Eltit), cuyo testimonio se levanta al amparo del vínculo social2.

En segundo término, se postula la reivindicación de la memoria sobre la base de hechos que, puestos en la línea del testimonio, funcionan como un imperativo que encuentran su justificación en la justicia. Postulamos que Puño y letra es un relato que rescata desde el recuerdo, por una parte, desde los archivos judiciales, por otra, aquella porción que se le debe a la memoria, aquella relacionada con la reminiscencia, con el recuerdo, con la imagen de los acontecimientos que pasaron y que están ahí para que acabe de una buena vez su mutismo.

Puño y letra es un texto diverso, que intenta asir la verdad que se escapa, desde cuatro ángulos distintos. Una “Presentación” da cuenta de las circunstancias que rodearon al Juicio Oral y las motivaciones que tuvo Eltit para asistir. La carta de Pinochet que dirige a Prats, pocos días antes del golpe militar, da cuenta de la tamaña traición. La parte central del libro, “Textualmente”, introduce el diálogo de Zambelli, principal testigo del caso que enjuicia a Arancibia Clavel, con los estamentos que participan del juicio. “Alegato” agrega los textos judiciales de los abogados que representan a la familia Prats – Cuthbert; y, al final, “Transversal-mente”, narra y reflexiona sobre los acontecimientos que, partir de 1974, ya se estaban instaurando como una política de Estado: la generación de “una zona de abusos incesante” (183).

 

El habla del testigo

La primera cuestión que se nos plantea a partir del texto de Eltit, más allá de los textos judiciales que contextualizan el hecho trágico de 1974, parte por problematizar la existencia y la validez del testigo. Ciertamente, como centro de todo el marco judicial que se presenta, el discurso testimonial de Hugo Zambelli corresponde al de un testigo; un testigo que ha sido llamado para tal efecto y que deberá ceñirse a determinadas reglas que están ya preestablecidas. A él se le preguntará y sobre la base de esas preguntas irá estableciendo su testimonio, su discurso. Dispuesto ante un escenario judicial al cual es llamado, Zambelli deberá relatar aquellas situaciones por las cuales se le vincula a Enrique Arancibia Clavel, el principal inculpado en la muerte de Carlos Prats Gonzáles y su esposa, Sofía Cuthbert Charlione:

Presidenta: Buenos días, señor. Usted ha sido citado para que declare en calidad de testigo en la causa que se sigue a Enrique Arancibia Clavel, como partícipe necesario en doble homicidio agravado y como integrante de una asociación ilícita […] (37)

Es dentro de este encuadre que el testimonio de Zambelli se irá construyendo y generando las sucesivas contradicciones. Es un marco absolutamente judicial, sujeto a condiciones claras y precisas, y a ritos que el llamado a declarar asume. El testigo acepta ser convocado y su presencia se ve como necesaria para dilucidar aspectos confusos en un juicio. Es dentro de esta institucionalidad, que Ricoeur llamará “artificial” por estar sujeta a la regulación al interior de los tribunales, que el que acepta ser testigo y asume la responsabilidad de serlo se involucra con su discurso: “Acepto ser llamado y respondo por lo que yo he visto”, parece decir el testigo; “respondo y además soy responsable por lo que digo”, parece agregar (Ricoeur 2004: 213). Hay una serie de ritos que fijan este momento. El testigo jura decir la verdad; por lo demás, en caso de que no sea así, asume para sí las penas que establece la ley ante los falsos testimonios: “[…] Yo le voy a tomar juramento de decir verdad” (Eltit, 37).

¿Pero dónde se fragmenta el relato de este testigo? ¿Dónde se establecen las fisuras que invalidan su testimonio como tercero que es llamado para responder ante una situación que es contradictoria? Quien se adjudica un relato testimonial debe querer darlo siempre. ¿Pero qué pasa cuando el que es llamado para testificar no quiere aparecer como involucrado en los hechos que se le imputan a otro? Veamos: “Zambelli: Yo juro y juré y soy católico, apostólico, romano, yo lo conocí en el año 75 y no sé por qué está esa fecha ahí. No sé verdaderamente. Le mentiría si dijera por qué está esa fecha” (81).

El testigo ha jurado. Pero las contradicciones se comienzan a suceder. La confusión de fechas, el enredo de situaciones, el olvido de nombres parecieran estar dentro de una estrategia que se va construyendo sobre la base de las omisiones y de las negaciones reiteradas. “No sé”, reitera el testigo con frecuencia. “No sé lo que usted pregunta, tengo confusión por lo que está señalando, no recuerdo haber declarado lo que usted menciona”. Una negación permanente, un no acordarse continuo: “Presidenta: Yo quiero que usted le aclare al Tribunal por qué hay esa contradicción. / Zambelli: No sé” (82).

El testigo ha jurado. Ha aceptado decir la verdad. Su testimonio es verdad. Pero su relato es un enredo de silencios y de olvidos. Su testimonio se quiebra, su juramento se rompe. Se instaura en su relato la desconfianza y la sospecha queda planteada (Ricoeur, 209). El testigo Zambelli no es fiable. Las constantes contradicciones inhabilitan su discurso. Su testimonio ha quedado trunco, no se sostiene, cae en la ignorancia permanente. “No sé”, se repite al comienzo, “no sé” se reitera al final:

Zambelli: Ah, cuando llegué a Londres… este… llegué en avión, creo que sí, que en avión, a la única persona que le sacaron todo fue a mí. Revisaban, pero no mayormente. Me sacaban toda la ropa, ¿por qué?: no sé. Fue un detalle que me quedó. A mí solo, ni a los otros pasajeros tampoco (129)

Un testigo que ha sucumbido. Hechos que no han podido ser actualizados a través del testimonio. Una pérdida y un enclaustramiento para la verdad.

No obstante esta imposibilidad que se registra, el testimonio de Zambelli, ubicado en el centro de un corpus que intenta dejar huella sobre la trágica muerte de Carlos Prats y su esposa, da luz sobre algo otro. O por decirlo de otro modo, la ausencia de veracidad en el relato de Zambelli entrega luces sobre la presencia de otro testimonio, de otro testigo, que envuelve y encierra al olvido primero. Casi por contraste, o quizás para resaltar aún más el absurdo, el testigo Zambelli está puesto ahí, justo en el centro, para hacer hablar a otro testigo; para que otro testimonio sea descubierto, sea percibido. Puño y letra no sólo deja en evidencia la contradicción, sino que llama a la voz de otro, desde fuera de la institucionalización, para decir su relato, para actualizar los hechos, para dar testimonio de lo que todavía se está enunciando.

Enmarcado dentro de una estructura propia de las instancias judiciales, desde los bordes se perfilan reflexiones y relatos que dan cuenta de un compromiso y un deseo por señalar algo. Zambelli es tan sólo la justificación. El testimonio de Eltit, como autora de lo que entrega como texto, funciona como un habla que se instaura, al decir de Ricoeur, en una “institución natural” al amparo del vínculo social (Ricoeur, 213). Desde los bordes se deja leer su testimonio y desde los bordes deja en evidencia las contradicciones de los testimonios oficiales. Eltit, como muchos, ha sido una superviviente de los hechos sobre los cuales testimonia. Ha vivido la tragedia desde la frialdad de los acontecimientos de 1974 y la sigue palpando aún. Está, pues, “en condiciones de ofrecer un testimonio” (Agamben 2005: 15). Ha vivido desde el comienzo y ha sido testigo de lo que ella señala como “el tiempo político que no cesa”. Es esta condición la que le permite levantarse como testigo, más allá de la escena judicial y de los ritos que se establecen como necesarios para decir la verdad. Su sola palabra es la verdad sobre esos acontecimientos: ha percibido los sucesos sobre los cuales testimonia, los ha retenido en la memoria y ha decidido narrarlos, contarlos, relatarlos.

Este es un relato que, sin duda, se entrecruza. Desde los bordes comienza a construir un testimonio sobre hechos que no pretenden ser ejemplares. El crimen de Carlos Prats y su esposa es sólo el comienzo de una institucionalización criminal que se prolongará por varios años. Margaret Randall advierte que la voz testimonial puede ser multitudinaria, por lo que se hace necesario captar “la voz de un hombre o de una mujer [que permita decir] la realidad y el accionar de todo un pueblo” (1992: 24). Ciertamente, esta condición de ejemplaridad ante una tragedia inconmensurable no tiene sentido. La ejemplaridad de las muertes no es permitida, por lo que advierte Eltit al inicio del texto:

Desde otro lugar –y esto resuena en mí de manera primordial y sensible– el reconocimiento de la destrucción humana que ocasionó la dictadura se encarnó en las víctimas más poderosas, más connotadas, cuyas auras circulan a través de los imaginarios sociales. Y en este procedimiento se volvieron invisibles los crímenes y desapariciones de miles de ciudadanos que se suman como meras cifras o simples nombres en el memorial público de una catástrofe... (14-15)

Se decía que el testimonio de Eltit se construía desde la periferia. La periferia no puede segmentar. Incluye y apropia para sí. La muerte de Prats no es vista como ejemplar o, al menos, no en relación a las de miles de muertes más, como las de, por ejemplo, Santiago Avilés, pintor, y la de Nicolás Flores, ayudante de tapicero (Eltit, 183). El testimonio de Eltit es por Prats y su esposa, y es también por la de Flores y Avilés. Desde los extremos, ambos hitos dan cuenta de un momento en que se institucionalizó una “zona de abusos incesantes”. De abusos que no han dejado de cometerse desde 1974.

Es bajo esta condición que Eltit se levanta como testigo. Ella, se ha dicho, ha vivido, ha retenido y está relatando: tres condiciones básicas de quien quiera ser testigo, señaladas por Ricoeur y por Agamben. Pero además, su testimonio es válido porque se cumplen, al menos, tres requisitos de certificación, de acuerdo a lo que advierte Paul Ricoeur (208-214), sin los cuales cualquier testimonio queda invalidado: “Yo estaba allí”, nos dice autorreferencialmente: “Mucho de nosotros entendíamos vagamente que el destino de nuestros cuerpos iba a ser únicamente incrementar el adentro” (Eltit, 184).

“Nosotros”, señala. Nosotros, los de entonces, vimos y estábamos, aquí, adentro. La autora no sólo testifica por ella, sino que por un conjunto de personas que estuvieron y vieron. Eltit testificará por los que no han podido relatar nada. Su habla se la ha llevado la muerte, el miedo, la desidia. Pero ella está ahí para contar, para decir su verdad. Ha sido llamada, movida por un imperativo moral, para dar su testimonio, tal cual lo presenta en este libro. “Y por que yo he vivido lo que viví”, parece decirnos la autora, “¡créanme!”. El que relata está tan convencido de lo que dice, que en ese diálogo que intenta instaurar la duda en lo que se dice, afirma la veracidad de cuanto enuncia.

Pero si la respuesta del que escucha sigue siendo la duda y la sospecha, está la respuesta segura del que testimonia, “si no me crees, pregunta a algún otro”: “Ese año hubimos de olvidar forzosamente los rituales en los que habían transcurrido nuestros pasados pensante” (Eltit 189).

“Hubimos”, señala. No “yo”. Somos varios, parece decirnos; aquí estamos: ¡Pregúntennos! Ricoeur ya lo ha dicho: “El testigo es, pues, aquel que acepta ser convocado y responder a una llamada eventualmente contradictoria” (214). El testigo debe estar dispuesto a resolver las dudas que se ciernen sobre su relato. Y porque su testimonio es verdad, está dispuesto a resolver los olvidos, a clarificar las sospechas y a levantar su verdad ante los silencios voluntarios: Yo estuve ahí. Por lo tanto, créanme. Y si no, pregúntenle a otro.

Eltit, en su relato, es capaz de resolver todas esas contradicciones que Zambelli no puede hacer. Su relato, se decía, arranca desde los contornos, pero envuelve todo el silencio y la falsedad sobre la que se ha erguido lo que se ha considerado por mucho tiempo como una verdad oficial. En este doble juego del testimoniar, quedan en evidencia los contrastes: aquello que se sostiene y aquello que se derrumba, desde el comienzo, por las continuas desencuentros de cosas que ya se habían dicho con anterioridad.

 

La memoria recuperada

El testimonio, como relato que es, está puesto ahí en reemplazo de algo que no es en el presente, que ha pasado, pero que se actualiza en el discurso de manera permanente. Es, en cierto modo, la imagen de algo que ha sido y que provoca la reconstrucción de acontecimientos que se suponen traumáticos. El testimonio es un relato que reconstruye a través del recuerdo, que edifica a partir de sucesos algo otro que no es posible desvincularlo con los hechos a los cuales remite. Y está ahí para dar fe de lo que se dice que ha ocurrido, y que ha sido, efectivamente, de la forma en que se está diciendo. La memoria, el acto de recordación, está presente en el testimonio. No puede estar ajeno a ese relato si lo que se quiere dejar en evidencia es la verdad sobre hechos horrendos, como los que se señalan en el texto de Eltit.

Los acontecimientos, puestos de esa forma, funcionan como un imperativo que encuentra su justificación en la justicia. La justicia, dice Ricoeur, “extrae de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar y transforma la memoria en proyecto” (119). Lo que se levanta a través del testimonio es la búsqueda de la justicia. Mientras esa condición no esté saldada, el relato testimonial nunca perderá vigencia, nunca dejará de decirse, siempre será actual. Son hechos que están, de acuerdo con Benveniste, todavía enunciándose. Más allá del marco en que le toque actuar al testimonio, está siempre presente en su horizonte inmediato: “(En un pedazo que no cesa. Mi cuerpo crónico, a partir de ese año, ya no tuvo cura. Arrastro la cicatriz que encubre la herida moral que me atravesó el alma de manera irreversible)” (189).

Puño y letra es un relato que rescata desde el recuerdo aquella parte que se le debe a la memoria, aquella relacionada con la reminiscencia. Porque el que enuncia carga con esa cicatriz, y porque carga, tiene el deber moral de testificar por los varios que cargan con igual cicatriz. Es una profunda herida que se deja en evidencia para que se hable sobre ella. La herida habla por intermedio del alma herida, y esa habla la constituye el recuerdo de hechos que fueron y que todavía los son: “El deber de memoria es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro distinto de sí” (Ricoeur 2004: 120).

El “deber de memoria” se impone ante una consensuada costumbre de lanzar por el olvido. El testimonio de Eltit, como búsqueda del recuerdo e instauración de la memoria, viene a contradecir la pasiva actitud que muchos han adoptado, sea por las consideraciones que sean, como condición necesaria de sus existencias. La postura del olvido se hace de manera conciente. De la misma forma en que Zambelli asume su participación del olvido, otros miles recurren a la porfiada idea de la no recordación. La vida transcurre tranquila, dicen, hay trabajo y hay paz, ¿qué más pedir? Mientras, la profunda cicatriz sigue respirando con la misma violencia. Quien niega algo, quien asume el olvido como parte importante de su discurso, sabe que niega algo que a él también le consta. Nadie es tan porfiado si no quiere borrar ante sí aquello que no quiere recordar:

Ese año infame (y torcido) puertas adentro, cabeza adentro se abría un espacio para resistir las penurias. Pero el almacenero que ocupaba la esquina estaba contento. Contento con el surtido de sus mercaderías, con los precios, con la posición de los estantes, con la neutralidad de los clientes, con la paz superficial que rodeaba su esquina (184)

En ese año de 1974, no sólo se instauraba la represión y el crimen, no sólo se levantaba el olvido como estrategia de sobrevivencia, sino que, y con mucha fuerza, se erguía el testimonio que buscaba en el recuerdo el deber de memoria tantas veces negado entonces, tantas veces negado ahora.

 

Consideraciones finales

Desde la segunda mitad del Siglo XX no es posible pensar el mundo sin mediatizarlo a partir de las atrocidades de la Segunda Guerra. Pensar Chile desde 1973 en adelante, siempre será algo distinto, cruzado desde entonces y para siempre, por los crímenes cometidos durante la dictadura. Algo ha quedado fracturado desde entonces, algo lucha con inusual porfía desde ese momento. Fuerzas totalmente contrapuestas pugnan por sus olvidos y luchan por la instauración de la memoria. Pensar Chile desde el fragmento que ha quedado, se hace cada vez más necesario. La herida, lo ha dicho Eltit, está todavía lacerante, fresca, viva. Desde esa herida habrá que, en consecuencia, pensar a Chile.

Reflexionar, construir a partir de la herida que se es, se constituye una necesidad vital si se quiere salir de la aporía en la que se está convirtiendo Chile desde 1974 en adelante; cierta esquizofrenia tolerable que se ha venido manejando a propósito de los últimos acontecimientos: reconocer obras, repudiar hechos. Chile es un país que se está hundiendo en la fragmentación, en el pantano de las cosas olvidadas: “memoria, sí, pero sólo en la medida de lo posible”. Hasta la memoria se mezquina, no sea que ella abra viejas heridas. Nada hay que ya no esté abierto. Cuando se testimonia, se habla por lo que se ve, no por la imaginación fragmentada.

El texto de Diamela Eltit es un testimonio, con sus cortes, con sus intervenciones y modificaciones. Cada elemento está puesto en el texto de manera funcional. Están allí para abrir hacia la comprensión de algo que permanece oculto y tapado, pero que es urgente sacar a la luz. Puño y letra funciona dialectalmente, si se quiere, mostrando las sutilezas que separan el testimonio falso de otro verdadero. Ambos relatos se superponen y muestran sus diferencias, sus incongruencias y sus certezas. La maraña del “no me acuerdo”, va lentamente cediendo terreno ante la verdad que se enuncia sin estrategia alguna. Eltit afirma la veracidad de su relato permanentemente.

Pero su testimonio está puesto ahí para negar al olvido el trabajo férreo que ha venido haciendo. Los tentáculos del olvido, los firmes tentáculos del olvido que se incrustan en todas las fisuras. El habla de Eltit rompe con esa convicción e introduce en esos recovecos del olvido el quiebre por donde su discurso testimonial se arraiga y genera las raíces necesarias para levantar la necesidad y la urgencia de la memoria. Su testimonio, el texto Puño y letra, no es otra cosa que un convencido intento por suprimir las prácticas de la ignorancia y del desconocimiento.

El silencio es lo que se intenta romper. Las miles de voces acalladas desde entonces nos están diciendo algo. Ese algo es lo que traduce Eltit en su libro, ese algo que se carga de significancia, se potencia cada vez que se testimonia. Ese algo, como ya se ha reiterado, que se enuncia permanentemente, pero que no se quiere escuchar. Su testimonio, no el de Zambelli, y a pesar del de Zambelli y el de muchos otros, está presente para fisurar la imposición del silencio, la autorregulación del callamiento.

 

Bibliografía

Agamben, Giorgio. 2005. “I. El testigo”. Lo que queda de Auschwitz. Valencia: Pre-textos.

Benveniste, Emile. 2004. “De la subjetividad en el lenguaje”. Problemas de lingüística general. I. Buenos Aires: Siglo XXI.

_____. 2004. “El aparato formal de la enunciación”. Problemas de lingüística genera. II. Buenos Aires: Siglo XXI.

Eltit, Diamela. 2005. Puño y letra. Santiago de Chile: Seix Barral.

Lyotard, François. 1995. Heidegger y “los judíos” . Buenos Aires: La Marca.

Morales, Leonidas. 2001. “Género y discurso: El problema del testimonio”. La escritura de al lado: Géneros referenciales. Santiago de Chile: Cuarto Propio.

Randall, Margaret. 1992. “Qué es y cómo se hace un testimonio”. Revista de crítica literaria latinoamericana 36: 21-45.

Ricoeur, Paul. 2004. La memoria, la historia y el olvido. Buenos Aires: FCE.

 

Para citar este artículo

Enrique Saldaña. 2007 . «Testigo y memoria en Puño y letra de Diamela Eltit». Documentos Lingüísticos y Literarios