Gloria Medina-Sancho
California State University, Fresno

Memoria y trauma en la narrativa breve de Cristina Peri Rossi

Memory and trauma in the short narrative of Cristina Peri Rossi

Abstract

In the present article, the allegoric relationship maintained by the museum and the city with the historical past, specially as a discourse permitting not only to decipher but also to liberate a traumatic experience, either personal or collective, is studied through two tales by Cristina Peri Rossi. The way in which Peri Rossi's writings construct a memory and trauma language (and finally, how her writing constitutes a testimony allowing access to a traumatic past already closed by silence) is examined by means of a psychoanalitical and sociological approximation.

Resumen

El presente artículo estudia en dos cuentos de Cristina Peri Rossi la relación alegórica que el museo y la ciudad mantienen con el pasado histórico, especialmente como instancia discursiva que permite descifrar y al mismo tiempo liberar una experiencia traumática personal o colectiva. Por medio de una aproximación psicoanalítica y sociológica, se examina cómo la escritura de Peri Rossi (de)construye un lenguaje de la memoria y del trauma (y, en última instancia, cómo su escritura se constituye en un acto testimonial que permite acceder a un pasado traumático que había sido clausurado por el silencio).

El significado alegórico del museo y la ciudad en la narrativa de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi no ha pasado desapercibido por la crítica que ha estudiado su obra. Numerosos ensayos y varias tesis doctorales se han referido al uso de la alegoría como componente esencial de su escritura, donde a través de abandonados museos y lejanas ciudades se problematizan imaginarios históricos y culturales1. No obstante, la crítica ha dado poco énfasis a la importancia que estos espacios urbanos tienen como lugares de memoria, como sitios que anteceden y retardan el olvido activo de una comunidad2. Considerando este aspecto, mi estudio de la narrativa breve de Peri Rossi pone especial cuidado en la relación alegórica que el museo y la ciudad mantienen con el pasado histórico, especialmente como instancia discursiva que permite descifrar y al mismo tiempo liberar una experiencia traumática personal o colectiva. En particular, por medio de una aproximación psicoanalítica y sociológica de la memoria, me propongo examinar en los cuentos “La condena” de la colección Una pasión prohibida (1987) y “Lovelys” de Cosmoagonías (1994), cómo la escritura alegórica de Peri Rossi (de)construye un lenguaje de la memoria y del trauma.

Para analizar los mecanismos con que se articula el lenguaje del trauma en estos cuentos me serviré de los planteamientos teóricos de Cathy Caruth. En la introducción a su libro, Trauma. Explorations in Memory (1995), Caruth destaca el retraso con que el evento traumático emerge en la conciencia de la persona. Dicha tardanza, que Sigmund Freud denomina como período de latencia, no implica el olvido del acontecimiento en sí, sino sólo su retención temporal3. En verdad, la persona nunca llega a experimentar en el momento el hecho traumático sino hasta mucho después, y sólo gracias al modo reiterado y diferido en que se expresa el trauma4. En el caso particular del cuento “La condena”, el lenguaje del trauma se encuentra también en un estado de latencia, al quedar alegóricamente suspendido y condensado en el misterioso cuadro de un desconocido pintor ruso llamado Iván Bulgakov. De hecho, el narrador describe las inquietantes y profundas aguas del mar que representa el cuadro, advirtiendo que allí “[h]abía torbellinos ocultos, fuerzas en movimiento que todavía no se exteriorizaban” (171; el énfasis es mío). Tales observaciones, al comienzo del relato, preanuncian la posterior irrupción del evento traumático en la mente de los personajes. En resumidas cuentas, un cuadro pintado en el pasado por un desconocido pintor no sólo es el que provocará el encuentro entre el narrador y una joven exiliada, sino también el que catalizará -en la mente de ambos personajes- vividas o soñadas experiencias traumáticas.

Al igual que en otros relatos de Peri Rossi donde el museo representa el escape alegórico e imposible de un mundo en destrucción, en “La condena” el museo es visto como “un lugar fuera del espacio y del tiempo, es decir: alejado de cualquier angustia” (173). Tal lugar nos recuerda la noción de heterotopía propuesta por Michel Foucault, donde diferentes tiempos y espacios confluyen y se mezclan dentro de un único lugar que, sin embargo, está al margen de todos los demás (24). En “La condena”, a pesar de la aparente cotidianeidad con que los visitantes se detienen en las salas del museo, también se percibe este espacio como un sitio heterotópico: “una [suerte de] estación donde el tiempo y el espacio ya no cuentan” (173). Esta situación es más que propicia para albergar la pintura de Bulgakov, cuya oscuridad aterradora termina por extenderse hasta las paredes del recinto mismo. De algún modo, llega a establecerse un nexo entre ambas entidades, puesto que el cuadro refleja esa ausencia de tiempo y de espacio que caracteriza al museo. Más aún, esta proyección de la pintura en el espacio arquitectónico del museo puede extenderse hasta el propio texto5. Entonces, la pintura también llega a convertirse en un espacio heterotópico que oculta e irradia dentro del texto sus múltiples inscripciones. Como cajas chinas (cuadro dentro del texto) la estructura del relato da cuenta de esta correspondencia entre imagen y discurso; por ejemplo, en la pintura de Bulgakov “se [advierte] una oscura inminencia” (177) que en el texto más tarde devendrá en la revelación del trauma.

Por su parte, el narrador-protagonista de “La condena” intenta descubrir el misterio que se oculta en este cuadro, cuyo paisaje tempestuoso contiene la figura ambigua de un colgado meciéndose dentro de un barco. Obsesionado con esta imagen macabra, el protagonista cree reconocerla sin haberla visto antes, como si la hubiera pintado en su interior: “Era posible, aún, que ese cuadro lo hubiera pintado yo en alguna de mis pesadillas y el temblor que me provocaba fuera el del reconocimiento” (173; el énfasis es mío). Esta extraña sensación que aqueja al personaje nos remite al concepto freudiano de unheimlich, “lo siniestro”, que conduce al sujeto a un reconocimiento de algo familiar, pero olvidado. De hecho, para Freud, lo siniestro no es algo nuevo ni ajeno, sino algo familiar y previamente establecido en la mente que ha comenzado a ser alienado de ésta sólo por medio de la represión (241).

En “La condena” ese elemento inquietante, siniestro y a la vez familiar, que ha sido reprimido por ser una experiencia traumática, se condensa en la figura alegórica del colgado. Curiosamente dicha imagen, que no permite entrever si corresponde a un hombre o a una mujer, poco a poco comienza a conectarse con la figura de la joven exiliada que el narrador-protagonista encuentra en la cafetería del museo. De hecho, el narrador observa en la muchacha que “su conversación era tan evasiva como sus rasgos: las cejas se diluían hacia la frente que desaparecía entre los rubios cabellos; los finos labios se perdían en la blancura de las mejillas; las orejas se hundían hacia la nuca, igual que su conversación, compuesta por pequeñas interjecciones cuyo sentido era ambiguo” (174). Más tarde el narrador comenta que a la joven parece no importarle el paso del tiempo, anclada en una temporalidad abstracta se aproxima aún más a la atmósfera que domina el cuadro. Por último, su condición de extranjera la ubica en un estado suspendido entre dos culturas, similar al del museo. No por casualidad el narrador concluye que “sólo los extranjeros visitan los museos en cada ciudad” (175).

Pero la condición de exiliada de la joven alude más que a un aislamiento geográfico. En verdad, se advierte en su conducta reservada el temor que en el pasado le provocaron los interrogatorios policiales. Esta alusión a las dictaduras militares del Cono Sur, no sólo está presente en los interrogatorios que la joven desea olvidar, sino también en los amigos muertos o desaparecidos que a pesar de todo cree ver en el exilio. De este modo, la memoria –o, más bien, su negación- funciona para ella como un mecanismo de autodefensa: “debo olvidar muchas cosas desagradables, y quizás con ellas, olvido también otras que fueron placenteras. Es posible que la memoria sea selectiva; pero el olvido no lo es” (179). Este intento por borrar un pasado traumático se verá frustrado al final, cuando el protagonista obliga a la joven a encarar la presencia alegórica del cuadro: “Con fuerza la tomé del brazo y la enfrenté al cuadro con el rigor de una revelación” (179). Dicha revelación, que no es otra sino la del trauma, se verá reforzada por la tardanza que ésta ha implicado, y que llevará a la persona a experimentar el evento más allá del impacto de la primera vez (Caruth, 9-10).

En definitiva, ese “resto horroroso, fuera de toda narración y de toda racionalización,” (Déotte 1998: 205) del cual hablaba Primo Levi en relación al Holocausto, pero que también puede relacionarse con los condenados y desaparecidos del Cono Sur, queda condensado en el cuadro de Bulgakov cuando finalmente se revela el misterio de su nombre: “La condena”. Y es que al final del relato el trauma individual de la joven exiliada se vuelve también colectivo al evocarse una serie de fechas que aluden a la aniquilación de los vencidos de la historia. Fechas que dan cuenta del inicio de numerosas guerras (entre las que destacan la Primera y Segunda Guerra Mundial), del comienzo de sangrientas revoluciones (como la Revolución Rusa), y del establecimiento del horror de los regímenes totalitarios (por ejemplo, en el Cono Sur, es en 1973 cuando las dictaduras militares de Uruguay y Chile toman el poder). Este interés en el devenir histórico que manifiesta la escritura de Peri Rossi puede relacionarse también con lo expuesto por Hugo Achugar, en cuanto a que la fractura de la memoria provocada por la experiencia traumática de la dictadura se refleja en la literatura de esa época en un reanimado interés por el indagar histórico (99).

En “La condena”, el lugar donde se exhibe esta historia silenciada por el trauma corresponde al museo, pero a un museo de “los tachados”, en palabras de Levi, de aquellos condenados a los que nunca se les podrá hacer justicia (Déotte, 206). Por su parte, Jean-Louis Déotte ve en la idea benjaminiana de salvar el pasado, de “[s]alvar una presencia que está allá, detrás” (191), un intento por dar cuenta de la historia de los vencidos de ayer, pero también de aquellos vencidos que vendrán después6. Por lo tanto, el museo en este cuento no llega a ser destruido como en los relatos de Los museos abandonados, sino más bien exhibe la destrucción de la humanidad a través de una pintura que contiene en su latencia al trauma. Aunque en el cuadro el horror de la historia se reitera una y otra vez, confundiendo los eventos pasados con los que vendrán, puede verse el museo como un lugar de memoria y de trauma que también busca llegar a constituirse en un lugar de duelo colectivo (LaCapra 1998: 44)7.

Finalmente quisiera referirme al cuento "Lovelys" de la colección Cosmoagonías8. Dicho relato narra en una prosa cuidada y sutil cómo su protagonista en la terapia con el psiquiatra recupera el recuerdo de una vivencia traumática. Sabemos sólo al final del cuento que el personaje ha borrado de su mente la violenta detención de un vecino y su familia por las fuerzas de seguridad. Entonces, el diálogo previo que se establece en la consulta es más bien un monólogo de preguntas, digresiones y silencios. Sin embargo, con extremada perspicacia, el terapeuta dará con las palabras que detonarán la irrupción del recuerdo. De este modo, la reiteración de hechos en apariencia banales -presentes en el lenguaje del trauma- permite revelar aquella verdad que de otra manera resulta imposible de alcanzar9.

En su artículo “Traumatic Awakenings”, Caruth señala que las repeticiones del evento traumático sugieren una relación con el evento que se extiende más allá de lo que podemos ver o conocer, y que se vincula con el retraso y la inaccesibilidad que permanece en el corazón de esta visión repetitiva (89). Caruth vuelve a esta idea en su libro Unclaimed Experience, agregando que el trauma es la narrativa de una experiencia retrasada en que lejos de representar un escape de la realidad implica una constante irrupción de la misma (7). En el caso de “Lovelys” el lenguaje reiterativo con que se intenta contener la realidad, incluso en sus más mínimos detalles, evidencia desde un comienzo el desajuste que existe en la psique del personaje y su conexión con una experiencia traumática. No es por casualidad, entonces, que la imagen que él ve por la ventana de la consulta, y que se repetirá a lo largo de todo el relato, consista en “un edificio gris, las ramas de un árbol seco, y el perfil de una vieja farmacia” (125). Tales objetos representan en su conjunto la alegórica imagen de la ruina en que se encuentra sumido el protagonista, ya que hablan también de la impotencia sexual que lo aqueja y de su desconfianza en la medicina y sus fármacos.

La descripción minuciosa de los detalles, que nos recuerda el lenguaje inventarial de “El museo de los esfuerzos inútiles”, manifiesta la compulsiva obsesión del personaje por aferrarse desesperadamente a una realidad, aunque sólo sea a través de fragmentos. Sin embargo, pareciera que en un mundo que se cae a pedazos las posibilidades de recuperar el pasado se abren precisamente por medio de los pequeños objetos. En “Lovelys”, por ejemplo, el lápiz con que el médico juega mientras escucha a su paciente, al llevar grabado su nombre, portará el “código cifrado” (130) que traerá de vuelta el pasado y desencadenará la irrupción del trauma (puesto que el apellido del psiquiatra coincide con el del vecino del protagonista). Entonces, gracias a esta coincidencia provocada por el mismo personaje -al haber escogido a su terapeuta por este alcance de apellidos- él finalmente podrá comenzar a contar su testimonio.

Pero si por un lado, para Caruth, estar traumatizado implica estar poseído por una imagen o evento, por el otro, la imagen de la herida que habla –es decir, el evento traumático en su lenguaje cifrado y reiterativo- apela a la presencia de un testigo. Más aún, Caruth sostiene que la propia teoría psicoanalítica consiste en escuchar y ser el testigo de una voz que no se puede comprender del todo, y que sin embargo porta un testimonio (9). Pero, ¿qué sucede cuando la víctima de un trauma se niega a expresar el testimonio que lo atormenta? Jean-François Lyotard en The Differend aborda esta problemática, indicando que el silencio del sobreviviente llega a constituirse en una respuesta negativa que impide la realización del pacto testimonial10. Pese a que el cuento de Peri Rossi se enmarca dentro de una instancia que pareciera ser una de las más propicias para que la confesión del evento traumático tenga lugar -la conversación que se establece en una sesión psicoanalítica- el silencio inicial en el que el paciente se refugia implica la negación del trauma y, por ende, su participación como testigo en los hechos.

En cuanto al rol que juega el testigo tanto en el psicoanálisis, la literatura como en la historia, Shoshana Felman resalta la capacidad del testigo de engendrar la verdad en el mismo acto de dar testimonio (1995: 24). Por el contrario, en el cuento de Peri Rossi el personaje -que se convierte en el testigo involuntario de la desaparición de su vecino y familia- reprime su testimonio y el de su esposa por temor a las fuerzas policiales. Resulta sintomática, entonces, la impotencia sexual que aqueja a dicho personaje, puesto que esta condición puede asociarse con su resistencia a hablar y a decir la verdad de lo sucedido. Más aún, esta incapacidad de reproducir un discurso comprometido con la verdad puede interpretarse también como una reacción de pánico, y al mismo tiempo de rechazo, frente a los símbolos representativos del poder masculino11.

El espacio alegórico de la ciudad vuelve a aparecer en este cuento, pero esta vez como un lugar dominado por “un orden aplastante y amenazador sostenido por el egoísmo y la indiferencia de cada uno de sus habitantes” (Emmi 1992: 1197-1198). En este clima opresivo que representa la ciudad, la invasión de la casa simbolizará no sólo la violación de la intimidad del sujeto burgués, sino también el derrumbe de todo su bienestar y seguridad. Tal vulnerabilidad extrema que domina al personaje está presente, por ejemplo, en su rechazo a la idea de desnudarse delante de otros (incluso delante de su mujer) o en su temor ante la puerta cerrada del baño. Como él mismo más tarde reflexiona: “Ahora estamos metidos entre las paredes, reservados, temerosos, sospechando de nosotros mismos” (131). Por lo tanto, si antes era un hombre “inseguro, dependiente, temeroso” (126) ahora, tras la experiencia traumática que le tocó presenciar, su atención maníaca a los detalles parece ser la única alternativa que puede devolverle parte de su seguridad.

Curiosamente, el silencio castrador en el que se refugia el personaje no se verá modificado tras la confesión de su testimonio ante el terapeuta. Previamente, él mismo ha indicado que está pagando por esta posibilidad de hablar, pero resguardado en una instancia que no le implica mayores riesgos. En cierto modo, la terapia puede ser vista como un substituto del interrogatorio policial, pero en la práctica dicha instancia sólo lo fuerza a hablar sin poner en peligro su vida. De allí que después de la confesión, el personaje vuelva a refugiarse en los detalles, negando la responsabilidad que tiene como testigo de la desaparición de su vecino. A diferencia de lo señalado por Caruth, en cuanto a que el trauma impone una relación ética con lo real (1995: 104), en “Lovelys” la irrupción del trauma en la conciencia del personaje no llega a producir su despertar ético, sino sólo una momentánea liberación que pronto será acallada por el hipócrita conformismo en que se funda su existencia. Visto así, el personaje de “Lovelys” vendría a ser la contrapartida de aquel sobreviviente que se considera incapaz de testificar el horror de los campos de concentración justamente por haber sobrevivido. Como afirma Levi, “incluso cuando no hubo jamás una falta, no queda sino el que cada sobreviviente está vivo en el lugar de otro... [Por ello, l]os que sobrevivían eran los peores, los que sabían adaptarse” (cit. en Déotte, 207). Aunque en el cuento no sabemos si al final el protagonista se siente culpable o no por haber sobrevivido, lo que sí queda claro es que para sobrevivir él ha sabido adaptarse a un sistema opresivo guardando silencio.

Por otro lado, puede interpretarse este relato de Peri Rossi como un intento por dar cuenta de la violenta represión que ejercieron las dictaduras militares del Cono Sur, precisamente a través de la óptica de un testigo que prefiere no hablar ni guardar en la memoria su testimonio. En este sentido, conviene recordar lo expuesto por Felman y Laub en relación al rol que tiene la literatura como otra forma de testimoniar y de acceder a la realidad, cuando los discursos históricos, políticos o judiciales han sido clausurados (1992). Más aún, cuando la amnesia colectiva parece apoderarse de gran parte de la sociedad, el rol del arte y de la literatura consistiría en evidenciar los traumas no superados del pasado, pese a la persistencia de una aparente normalidad. Sólo entonces, a través de este acto testimonial se podrá engendrar y difundir la verdad de un pasado que había sido clausurado por el silencio.

 

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Para citar este artículo

Gloria Medina-Sancho. 2007 . «Memoria y trauma en la narrativa breve de Cristina Peri Rossi». Documentos Lingüísticos y Literarios