Sobre la “sinceridad” y los “apellidos” de la poesía[1]

 

Sergio Mansilla Torres

 

Toda mala poesía es sincera, escribió, con su reverencial ironía y lucidez, Oscar Wilde, quien, a juicio de Harold Bloom, tenía razón en todo. Si, al igual que Bloom, le diéramos la razón a Wilde, determinar cuánta “sinceridad” destila una escritura poética concreta sería el camino para juzgar el espesor estético de ésta. Semejante tarea no es nada sencilla sin embargo, ni estoy del todo seguro de su viabilidad y pertinencia. Dicho esto, quisiera de todos modos, así no sea como un ejercicio de mero desgaste mental, esculcar en la idea de “sinceridad” que Wilde asocia, pareciera, con una poesía “débil”, productora de ciertos entusiasmos emotivos e ideológicos de no mucha duración bien sintonizados sí con circunstancias extratextuales que estimulan precisamente estos entusiasmos. Se me ocurre que una poesía sería más “sincera” cuanto más hace evidente su dependencia de propósitos convincentemente delineados quizás, pero demasiado pragmáticos, demasiado razonados, demasiado “correctos” en lo político y en lo moral y acaso excesivamente esperanzadores, propósitos que en todo caso no provienen de la literatura misma; hablo, claro está, de “valores” construidos y sustentados en la exterioridad de la poesía.[2]

La poesía podría volverse igualmente “sincera”, en el sentido negativo que a este término le otorga Oscar Wilde, en la medida en que se torne a priori clasificable, porque de entrada se ajustaría (o tendría que ajustarse) a moldes previstos o esperados. Es lo que yo llamo los “apellidos” de la poesía; por ejemplo, poesía “regional”, poesía “joven”, poesía “vieja”, poesía “de indígenas”, “de mujeres”, poesía “gay” y un etc. que puede ser bastante largo.  Me refiero a esas casillas delimitantes establecidas de antemano y que funcionan, para desgracia de la poiesis,  como jaulas coercitivas para la imaginación lírica. Tal vez apellidar la poesía sea algo más que una estrategia de clasificación: devenga “presión” de las agencias/agentes reguladores de los flujos discursivos y, en última instancia, controladores de la imaginación poética y crítica. El objetivo deseado sería que la poesía se ajuste a categorías y características que se supone inherentes a ellas y, así constreñida, cumpla ciertas funcionalidades previstas y asumidas como “necesarias” (me refiero a ciertas funciones éticas, políticas, culturales, sociales, etc. que se suponen son o serían propias de la literatura).[3] Acaso la “angustia de las clasificaciones” sea en verdad mucho más dramática que la “angustia de las influencias” a las que latamente se ha referido el ya mentado Harold Bloom en su libro homónimo de 1973. Más dramática y también más perniciosa, sobre todo para los poetas en la medida en que las clasificaciones los empujan hacia la conformación de mundos que ratifiquen, por un lado o por otro, expectativas que tales clasificaciones comportan o suponen (o presuponen).

Con mucha razón, desde luego, se podría argüir que las clasificaciones no son necesariamente arbitrarias, que responden a constelaciones de sentido o a características textuales efectivamente existentes y reconocibles, que derivan de legítimos propósitos de visibilización textual con efectos culturales y políticos imprescindibles que satisfacen necesidades de ordenamiento para fines pedagógicos o comunicativos, en fin, razones para cartografiar y diferenciar los distintos modos de ser de la literatura, en particular de la poesía, no faltan ni han de faltar. En efecto, a veces se necesita levantar banderas de identidad y agitarlas donde más molestan a los arquitectos de la denegación. No estoy por aniquilar el ejercicio clasificatorio y diferenciador de diversas textualidades poéticas, pues, en ese ejercicio, se manifiesta siempre —y en alguna medida se satisface— la necesidad de reconocimiento; necesidad que se vuelve urgencia ético-política si quien escribe (o describe) el mundo lo hace desde una situación de subalternidad contestada precisamente en la escritura y a través de ella. Siempre que no se pierda de vista, eso sí, el hecho de que las clasificaciones son solo mapas funcionales, cuyo valor ha de ser comunicativo, pedagógico, de ordenamiento, pero nunca han de ser confundidas —las clasificaciones— con un atributo genuinamente literario. El concepto no es lo concreto, aunque lo concreto no pueda nunca separarse del todo del concepto(s) con que se lo aprehende precisamente como realidad concreta, aquello que Marx definió como “la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso” (e-book).

La cuestión de fondo es algo más cenagosa: ¿cómo escapar de la celada de la “sinceridad”, si es que por sinceridad entendemos el efecto laminador que las agencias de control y regulación de los flujos discursivos ejercen sobre la imaginación poética en términos de reducirla a fuente de discursos unidireccionales, aunque en la forma puedan parecer muy literarios, muy vanguardistas incluso? Digo “cenagosa”, y creo que el adjetivo viene a cuento porque en esta oportunidad quisiera incitar al lector a un viaje imaginativo-conceptual a ese magma primordial de materias discursivas que comportan una difusa vastedad de imaginarios y que opera como una suerte de materia nutricia primaria de la escritura poética, materia que se decanta, se organiza y se ordena; en una palabra: se le da forma específica a la hora de ejecutar la práctica concreta de escribir poesía. La “sinceridad” de la que habla Wilde podríamos entonces concebirla como una sobre simplificación de ese magma primario, tanto que la poesía se torna suficientemente plana para ver en esa planicie a un yo más o menos unidireccional, previsible, voluntariosamente autoerigido como fuente productora y operadora del sentido.[4]

“Volvamos al mar, ‘una suralidad viva’”. Parece un título afortunado por lo invitante que resulta para la reflexión, para el diálogo, para viajar a la liquidez de la palabra, para el nütram de la poesía, como diría mi amigo Jaime Huenún; incita, cuando menos, a mirar la poesía chilena —o una parte de ella, para ser más exacto— como perteneciente a un nicho territorial —el sur, lo sur— que opera como fuente nutricia de la imaginación y la memoria. “Una suralidad viva” y marítima además. Sí. ¿Por qué no? A condición de que no nos devanemos los sesos intentando averiguar qué es o sería la muy nombrada suralidad, menos todavía si, para remate, encaráramos la  cuestión de la suralidad en la forma de búsqueda de respuestas que no dejen cabos sueltos. Si en el preguntar no hay engaño, en el responder sí puede haberlo, y mucho. Me sumo, pues, en este punto a la actitud del ya fallecido poeta de la isla Martinica Édouard Glissant quien reclamaba el derecho a la opacidad a la hora de establecer atributos a una presunta identidad caribeña que, según muchos, debería perfilarse y posicionarse con claridad, en coordenadas de localías colonizadas y globalizaciones colonialistas lo suficientemente bien delimitadas —las coordenadas— para dar paso a la configuración de una realidad pre-vista, clasificada o clasificable y, en todo caso, siempre describible y al servicio de una causa cultural-política de “liberación” (esto en el contexto del debate de la negritud, aún no cerrado dicho sea de paso). El derecho a la opacidad es, a mi parecer, una manera de formular la defensa de la idea de que cuando hablamos de literatura, y más aún si se trata de poesía, debemos asumir que nuestra realidad —la realidad de donde arranca la literatura, pero también la realidad que construye la literatura— es opaca, que solo entrevemos retazos de claridad, y que es justamente esa opacidad la que nos hace escribir literatura, no para eliminarla sino para que siga ahí reclamando y reclamando por más metáforas, por más visiones, por más diversidad de soluciones textuales. Soluciones textuales que, valga la aclaración, no solucionan nada en términos pragmáticos pero que sí permiten la pervivencia del sujeto escritor y la continuidad de los flujos discursivos que complejizan y enriquecen todavía más la opacidad ¡en buena hora que así sea!

Ciertamente existe un volumen más o menos definido, aunque no estático, de textualidades que pueden agruparse bajo la denominación de “poesía chilena moderna” y que dentro de esa masa relativamente inestable de textos un sector de ella puede denominarse “poesía del Sur”, “literatura sur-patagónica”, etc. si, al hacerlo, atendemos a la variable geográfica a la hora de clasificar y delimitar una zona acotada de la poesía o de la literatura chilena en general. Sin duda, es una manera legítima y útil de establecer zonas diferenciadas que ayuden a navegar por el mar de fondo —un opaco y bravío mar— de las escrituras literarias que en el Chile actual nos son contemporáneas. Dicho lo anterior, me declaro, sin embargo, incapaz de precisar dónde empieza y termina la poesía chilena moderna, y más incapaz todavía de delimitar la suralidad o sus equivalentes. Quiero hacer notar que no estoy en contra del uso de la palabra suralidad (un feliz hallazgo que atribuyo a mi amigo Clemente Riedemann), sino de evidenciar el callejón sin salida al que nos llevaría si le atribuyéramos una semántica que no tome en cuenta lo que Glissant llama la opacidad (de las identidades y los textos literarios que la conforman como trayecto rizomático).

Conjeturo, junto con Willard Spiegelman, que la poesía, al menos aquella se sustenta en el lenguaje articulado, es una forma de describir el mundo que pone en juego símbolos y referencias que evocan múltiples visiones tanto sobre determinadas materialidades de la vida (físicas, naturales, históricas) como sobre la emergencia y conformación de sujetos hablantes-evocantes-describientes puestos en relación experiencial-imaginativa con esas materialidades de la vida que determinan el acontecer de las subjetividades poetizadas. Sería la poesía una descripción extremadamente consciente de su retoricidad, tanto que en la medida en que describe el mundo —en rigor, describe un estado de mundo vivido y hablado por un personaje en el que se objetivizan los tránsitos de la subjetividad situada— digo, en la medida en que describe el mundo, su propio sistema textual pasa a ser objeto de representación: una descripción que se describe a sí misma al describir lo otro de sí misma.  Claro que al escribir poesía no se describe todo el mundo sino un sector de él, un mundo concreto, vivenciado desde la condición de autor, y no se ponen en juego todos los símbolos sino un cierto repertorio que viene ¡cómo más podría ser! de las herencias culturales que confluyen en la subjetividad autorial. El campo de referencias tanto como las técnicas y estrategias de composición textual acontecen en correlación con una cierta representación ideológica de lo poético y desplegando narrativas con las que se hace sentido sobre la situación de la práctica de la escritura y la posición(es) y/o situación del escritor en cuanto tal.

¿Dónde cabe el diálogo aquí, dónde el nütram de la poesía? Digamos que en el trabajo de asociar realidades distintas y distantes, no azarosamente sino conforme a imágenes y símbolos fuertes que atraen otras imágenes y símbolos configurando un campo gravitacional de significaciones cuya consistencia acontece más por analogía desplegada en espiral que por secuencialidad lineal.[5] La poesía, aunque pueda contener elementos narrativos, doctrinarios o aun argumentativos, no es reducible ni a narración, ni a doctrina ni a argumento. Sensu stricto, la poesía —y da lo mismo que sea moderna, antigua, indígena, blanca— es siempre-en-diálogo (que no es igual a que sea un diálogo, si bien puede a veces tomar la forma de diálogo), en tanto solo hay poesía si en el monólogo lírico hallamos las reverberaciones de las muchas voces que históricamente han hecho posible que ese monólogo, y no otro, exista como concreción textual en un artefacto semiótico singular comúnmente llamado poema y del que, por fortuna, no existe definición válida a todo evento.

Hay voces que acompañan al poeta más que otras desde luego. La crítica y sus clasificaciones no siempre no siempre son buenas compañías para quien tiene que lidiar con la página/pantalla en blanco. A veces tales clasificaciones son parte de las materias magmáticas que están ahí interpelando la poiesis lírica para que prime la “sinceridad” por sobre la genuina escenificación metafórica y simbólica de determinadas visiones de las complejidades del vivir que no tienen ni solución “real” ni agotan sus posibilidades de sentido en un relato unívoco. La originalidad es opaca, imposible de situar en las casillas previstas, si bien ella puede inaugurar una nueva casilla. Llegado este punto, repito a Harold Bloom: “toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica”, con prescindencia de las intencionalidades autoriales. Y estoy también con Bloom en lo que concierne a la idea de que, en última instancia, la pervivencia de una obra poética arranca de la singular experiencia de extrañeza y familiaridad que ésta nos produce, tanto que, tal como dice Bloom de Shakespeare, “nos lleva a la intemperie, a tierra extraña, al extranjero, y [al mismo tiempo] nos hace sentir como en casa” (El canon...) Obras que constituyen un perpetuo reto a la crítica, irreductibles a cualquier monoglosia.

Respecto de las condiciones que favorecen la persistencia efectiva de ciertos textos, Jean-Jacques Wunenburger es categórico:

 

las representaciones de la imaginación, mentales o materializadas en forma de obras, deben su consistencia, su sustancialidad, su perennidad a una constitución lingüística propia que las distinga de los textos de información objetiva o formalizados abstractamente. Este contenido imaginario de un mito, de un poema, de un relato histórico, de una ensoñación paisajística depende, ante todo, del poder de las imágenes utilizadas, [… artefactos] con una semántica particular en las que abundan la metonimia, metáfora, oxímoron […] la imaginación poética actúa, entonces, por una ‘colisión semántica’, por apercepción de una ‘nueva pertinencia semántica’ […] La riqueza de un texto imaginario proviene de la virtualidad de las significaciones, de su potencialidad de surgimiento de sentidos nuevos, de la infinidad de resonancias que desencadena (35-6).

 

La poesía chilena moderna (y esta vez no cuestionaré el “apellido”) si de veras es poesía no podría sino ser-en-diálogo con lo indígena, con lo popular, con lo territorial, con los géneros sexuales, con la memoria, con las geografías, etc. etc., es decir, con todo aquello que favorezca la transitividad y complejidad de las representaciones y desplace al autor de su condición de sujeto civil a la de sujeto de acciones creadoras, creadoras justamente de nuevas pertinencias semánticas. Ser-en-diálogo, además, con la internacionalidad literaria (y estética en general), con la historicidad de los géneros textuales, con las voces cotidianas de la propia tribu, con las literaturas de otras culturas, de otros pueblos, de otros tiempos. Poesía, entonces, como “lugar” de lenguaje en el que discursos varios y heterogéneos convergen para prestar ropa a un monólogo que se echa al hombro nada más y nada menos que la tarea de construir sujetos textuales ficticios que, al hablar, devienen mundo. Producir heteroglosia con la monoglosia del texto lírico: he aquí la cuadratura del círculo que la poesía ha tratado siempre de resolver de diferentes maneras según las épocas, con éxitos variables o, quizás sería mejor decir, con fracasos variables. Wilde diría que la menos óptima de las maneras de “resolver” esta cuadratura es apelar a la sinceridad, porque entonces se aplana el sentido. Aunque, por otra parte, la sinceridad no se puede simplemente desterrar de la poesía.

Permítaseme, a modo de corolario, un breve excurso sobre poesía indígena chilena (por ahora no cuestionaré la denominación, si bien no pocas dudas acuden a mi mente cuando oigo o leo la expresión “poesía indígena”). Si esta poesía ha llegado hasta donde ha llegado es porque ha habido y hay una voluntad cultural política de parte de sus autores de hacerse notar, de construir una nueva hegemonía en la que los subalternos de siempre dejen de serlo y, de paso, reconfigurar el acerbo literario de la nación chilena cuando menos; pero, sobre todo, hacer prevalecer nuevos imaginarios que hagan fluir, para bien, el reconocimiento y la justicia distributiva en la producción y diseminación de imágenes y símbolos que podrían captar y consolidar lo que Gilbert Durand llama “una totalidad de sentido”. La mejor poesía indígena de hoy no se atrinchera en etnocentrismos excluyentes; quiero decir, en la machacona apelación a lo “propio” como paradigma modélico de una forma de escritura y representación que “condene” al otro, estableciendo otredades que terminan calcificadas en retóricas tan extenuantes como estériles.

El reconocimiento de la importancia de la poesía mapuche y mapuche huilliche, por ejemplo, viene, en parte, de la efectividad de su papel contrahegemónico a la hora de la construcción y apercepción de nuevos imaginarios, de dislocaciones semánticas políticamente productivas, que favorecen la consolidación de una genuina democracia discursiva por lo menos dentro del campo literario. Pero viene también ¡qué duda cabe! de la potencia estética de muchos de sus textos, potencia que no depende de propósitos reivindicativos o aun revolucionarios, aunque éstos sigan estando ahí y haya, por cierto, que tenerlos en cuenta, sino de una cierta heteroglosia textual tensionada hasta el desgarro, dando paso a lo que Bloom formula como “la poderosa originalidad literaria”. Es un camino riesgoso, duro, sin garantías de destino: “Todo arte es a la vez superficie y símbolo”, escribió alguna vez Oscar Wilde de quien me aprovecho una vez más. “Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, —agrega nuestro  dandy inglés— se exponen a las consecuencias. Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias” (7). Pero de esto se trata la poesía precisamente: del trabajo de penetrar en el símbolo y escribir-vivir las consecuencias de esta especie de profanación a lo que en principio puede parecer sagrado, correcto, bien intencionado.

La “sinceridad” de cierta poesía, cualquier sea el apellido que le pongamos, puede ser útil para fijar atenciones, para ayudar a correr el estrecho cerco de las intolerancias solidificadas, para impulsar una especie de épica sobre la base de una combativa heroicidad contra la denegación. Pero esto no es suficiente para la literatura. Lo que le sigue —algo que ya está aquí con nosotros— son, y lo digo pidiendo palabras prestadas a Bloom otra vez, las grandes ansiedades a las que los escritores estamos llamados a conquistar, a darles forma y coherencia de manera tal que desafíen los retos de la crítica y la teoría. Habría entonces que empezar por desafiar este modesto intento mío de hallarle sentido de la afirmación de Oscar Wilde traída, un poco por los pelos, al contexto de la poesía chilena moderna, poesía viva con sus tránsitos, sus migrancias, sus desplazamientos, sus continuidades, sus rupturas.

 

Valdivia, Casablanca, septiembre 2016.

 

 

 

 

Obras citadas

 

Bloom, Harold. El canon occidental. Trad. Damián Alou. Barcelona: Anagrama, 2009 (5ta. edic.).

----- La angustia de las influencias. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991 (2da. edic.).

Glissant, Édouard. “Tratado de Todo-Mundo”. En Tratado de Todo-Mundo. Barcelona. Cobre Ediciones, 2006. Pp. 19-33.

Marx, Karl. “El método de la economía política”. En Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundisse) 1857-1858. V. 1. Trad. Pedro Scaron. Eds. José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron. Edit. digital: Titivillus, 2015. E-book.

Spiegelman, Willard. How the Poets See the World. The Art of Description in Contemporary Poetry. New York: Oxfor University Press, 2005. E-book.

Wilde, Oscar. Obras completas. v.1. PDF. http://www.liderazgoymercadeo.com/.

Wunemburger, Jean-Jacques. Antropología del imaginario. Trad. Silvia Nora Labado. Buenos Aires: Del Sol, 2008.

 



[1] Este trabajo es una versión ampliada y corregida en algunos aspectos de la comunicación que el autor presentara en el congreso de escritores “Volvamos al mar, ‘una suralidad viva’” realizado en Puerto Montt el 8 y 9 de septiembre de 2016, con el auspicio del Consejo de la Cultura y las Artes, Región de Los Lagos, Chile.

[2] El realismo socialista o el incluso el mismo surrealismo en tanto doctrina fueron en su momento “valores” afirmativos que esperaban ser ratificados por la práctica literaria, de manera que escribir era equivalente a dar por sentado que tales doctrinas eran condición sine qua non para producir determinadas literaturas que se erigían como expresión —bien intolerante hay que decirlo— del “deber ser” de la literatura precisamente, socialista una, vanguardista otra.

[3] Por ejemplo, “impacto social” está a la orden del día, un verdadero fetiche conceptual, en las entidades estatales del Chile actual que administran y tornan concursable eso que, a falta de mejor nombre, llaman cultura. En verdad tal impacto es un concepto burocrático que poco o nada tiene que ver con lo que la literatura hace de veras en la sociedad y con ella.

[4] Al usar la palabra “magma” me apropio de la terminología del filósofo Cornelius Castoriadis.

[5] No hay asociaciones azarosas entre realidades en la poesía moderna, aunque a veces pareciera que el poeta azarosamente une en el texto realidades distantes; tampoco escritura automática por más que lo haya proclamado con toda seriedad Bretón.  Lo más azaroso en poesía moderna es la irónica receta dadaísta para escribir poesía con palabras recortadas, revueltas en una bolsa y luego sacadas al azar para formar un poema “vanguardista”; receta que evidentemente no estaba hecha para ser tomada en serio ni por el propio Tzara siquiera.