Jorge Polanco Salinas

 De Cortes de Escena & Jaulas 

 

 

 

 

 

 

 

 

De Cortes de Escena. Libro a publicarse el 2018, por Editorial Serifa.

 

 

El artista del trapecio

 

 

 

La vecina barre la vereda de su casa lanzando la basura a la mía. Le digo que no lo haga o si no le echaré los perros. Ella continúa ajena, interrumpiendo las mañanas con su voz áspera. Le advierto irónico que todavía hay mucha basura por sacar de su vida. Responde tranquila que la calle no me pertenece. Me detengo a mirarla y a la vez pienso en su padre anciano que conozco desde niño. Vive en el cerro Placeres; permanece largo tiempo en el octavo piso observando el mar, absorto en sus inhóspitos pensamientos. No conversa con nadie, está allí mirando ese moderno y extraño puerto, y seguramente a los pescadores que pasan sus aletargadas horas en la costa como un sueño metafísico. Cuando sale a la plaza, juega ajedrez y vuelve a su balcón, sentado otra vez allá arriba inmerso en pensamientos inútiles. A menudo lo veo como un trapecista encerrado en una jaula, dispuesto a balancearse por última vez y terminar su función como un alfil cayendo entre cuadrados negros y blancos.

 

 

 

 

1948

 

 

 

Allí vuelve Miguel, viene de la muerte y toca la puerta. Toda la madre se acerca a abrir. Va a la escuela atravesando la escarcha del camino. Las sandalias y el uniforme se remecen con el viento, y el invierno duele en las piernas. Al pasar mi madre visita a su abuelo en el fogón. Los hermanos se aprietan mientras Miguel espera en el jardín. ¡Hola Miguel! —Las ventanas están cubiertas de escarcha.

En la escuela la madre aprende caligrafía junto a la fogata. César también está allí, se acerca. En el jardín es de noche. Allí vuelve Miguel, viene de la muerte. Todos rezan al interior de la casa. Los retratos envejecen y la madre se escarcha. Todavía siguen ahí los dibujos de la abuela en la sábana. Allí viene César, golpea la puerta, viene de la muerte. Allí también está el tío Manuel, el tío Emilio y la tía Margarita. Juegan entre ellos al lado del brasero, pero el fuego se escarcha. 

 

 

 

 

Soy negro, y me llamo Borges

 

 

Hoy el alba es una casa abierta. Caminamos en sus calles perdidos en la biblioteca de Alejandría, leyendo sus códigos y símbolos como un universo. Ciego y solo, escucho a B.B. King en mis parlantes interiores. Los bares parecen un hervidero musical, y mientras camino por ellos repito Every day I have the blues. Soy negro, me llamo Borges y toco un trombón toda la noche. Unos pasadizos secretos unen las avenidas del sonido, códices en latín y griego. En este universo, la belleza se encuentra aferrada a los muros, a las insignificantes conversaciones de madrugada, a los colores deslavados con la pálida salida del amanecer. Me dicen Jorge, improviso un blues sofocado y carrasposo, escucho a todo el mundo, pero me concentro en ese silbido que se prolonga solo en mi sonido interior.

 

 

 

 

Hablar de poesía

 

 

 

Dos poetas se encuentran sin conocerse en una librería. Uno revisa los libros de Borges, mientras el otro busca en los anaqueles algún indicio de Brodsky. Al observarlos, el vendedor se pregunta si acaso son los ladrones que no ha podido sorprender. Mientras cuenta el dinero del día, fingiendo leer un libro abierto, el vendedor mira de reojo y malhumorado. Quiere indicar algo para descubrir sus torcidas intenciones. Incluso cree observar ciertos códigos entre ellos, pero no les dice nada. En el fondo es una buena persona gastada con los años, a los que suma una cantidad de hojas en las que ya no cree. Los poetas continúan su cacería nocturna; se reconocen por lo que buscan, porque saben que no existe lector de poesía que no escriba. Pasan uno al lado del otro, espiando mutuamente en secreto sus libros, aunque saben también que es inútil hablar, porque de la poesía no se habla sin decir al mismo tiempo una trivialidad.

 

 

 

Café Subterráneo

 

 

Alejandra fuma Marlboro rojo. Tiene tatuajes en la espalda y unas uñas negras que conjugan con su forma de beber vodka. Visita en las tardes el cementerio, y a veces dice que le da miedo desaparecer. Cuando habla de ello sus dedos alargados tiritan suavemente, remojando el vaso. Alguna vez me dijo que la memoria se repite en ella como a codazos en la oscuridad, y que quizás un día sin darnos cuenta moriremos de tanto pasado. No sé si aquello haya tenido que ver con los cementerios y sus grandes ojos pasmados a la luz de la vitrina, pero se quedó en la mesa del Café Subterráneo como si no sucediera nada, y el tiempo fuera entre nosotros un cúmulo de gestos inmóviles como una novela de Kawabata. Esa última vez que la vi se retiró de súbito y tras buscar mi cuadernillo azul, escribió en el margen: la primavera es una mano en la ventana.

 

 

 

 

 

Operación retiro de televisores

 

 

 

 

 

Desde niños el miedo a los pozos, a proyectar el rostro movido lentamente, al vadeo que prolonga las sombras y el sol atrás. El miedo a las profundidades oscuras de las aguas, a mirar hacia el fondo, a caerse en ellas y nunca volver. El miedo al cuerpo sumergido, a las alimañas ocultas en recovecos estrechos, a la lucha infructuosa contra la naturaleza, a la desesperada imposibilidad de nadar. El miedo a la línea de la rompiente, a las murallas raspadas con las uñas, a los mares color petróleo, a las manos que nos agarran por abajo, al entierro prematuro en corrientes subterráneas.

 

 

 

 

La patria

 

 

 

Era el atajo hacia el colegio. La calle recta y ancha que interceptaba la nuestra. En el camino de tierra había varias zanjas. Los perros comenzaron a ladrar desde dentro de las casas. De repente una jauría se aproximó; el miedo hizo que me paralizara y luego intentara correr. Ya estaban encima. Reconocí sus rostros. Empezaron a morderme, todos a la vez. Quería avanzar. No podía. El colegio y la casa se encontraban equidistantes; es decir, todavía muy lejos. Lloraba y la desesperación de hallarme solo acrecentaba el dolor. Vi cómo sacaban pedazos de mis piernas. Eran muchos perros rabiosos. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De Jaulas. Plaquette de cuentos. A Publicarse el 2018, por Ediciones Inubicalistas.

 

 

 

Firmas

 

Recién me había bajado del bus. El terminal de Valdivia está al lado del río y como una ciudad alemana (supongo, porque nunca he estado en una) el orden, el frío y la belleza de los bosques desbordan a primera vista. Me puse a caminar muy temprano, apesadumbrado por el futuro. No importaba que desconociera la ciudad; mi interés era evaluar el esfuerzo de huir a cada paso. ¿Decidía o no? ¿Dejaba que la vida me arrollara o simplemente mantenía la rutina? Como sea, caminar hace bien, consuela a través de la imaginación, sobre todo en una naturaleza como ésta, como si me dijera: tantos como tú han caminado por este lugar, eres un anónimo en el paisaje y no estás peor que otros. Fue así como pensé en que los viajes habían acabado, aquellos que la juventud permite y uno no alcanza a detectar como un atolladero, sin dirección fija, rodeado de conocidos tan desorientados como yo. Dicho de esta forma parece una aventura, pero en la vida real los ideales se traducen fácilmente en comedia. Cada vez que emprendí el objetivo de experimentar lo desconocido, terminé borracho en la vereda o conducido a casa por mi pareja de turno, si acaso tenía la suerte de tener una que soportara la versión de un Rimbaud del tercer mundo, ebrio y avejentado. Al otro día siempre era lo mismo: los arrepentimientos, las lagunas de la memoria, el ridículo y la violencia que explotan sin domesticación.

Los viajes se acaban y comencé a recordarte. Todas esas veces que nos quedamos en pensiones de mala muerte, las peleas interminables en medio de la noche, los celos y los lastres familiares. ¿Eso había sido mi supuesta vida peligrosa? ¿Mi transformación de las normas impuestas por la sociedad? La revolución poética, ¡qué soberana estupidez! Bastaba ver a mis abuelos, explotados en el campo y sus hijos humillados en la ciudad, consumidos por el alcohol y otras abyectas situaciones que nunca confesaron, pero que se sospechan. Vaya a saber uno cómo terminaría este viaje. El río pasaba al lado mío y el frío (perdón por las rimas) enrostraba los últimos meses de invierno. Recorrí la costanera, el casino, el puente, el centro y, por último, llegué a la pensión; me bañé y fui directo al Registro Civil. Allí estabas esperándome, con Manuelito de cinco meses que, sorpresivamente, lanzó una sonrisa. Se movía como suelen hacer los bebés: con todo el cuerpo. Lo acaricié tranquilamente, y contemplé sus ojos enormes que se parecen a los tuyos: en secreto le pedí perdón. Nunca mis padres lo hicieron conmigo; pero supongo que en su interior lo pensaron. Quizás nunca se lo alcance a decir; le pedía algo que no podía suceder. Un hijo no puede perdonar, debe expurgar todos los días a su familia. Lo pensé mientras repetía como los antiguos rezos: “perdón, hijo, perdón”. Luego avancé y firmamos el documento.