Igor Barreto
La caja y la pregunta por la pobreza
Y los remordimientos en nosotros prosperan
Al igual que los piojos en la mendicidad.
Baudelaire
EN una vereda del ghetto de Ojo de Agua
apareció una caja de madera:
seis tapas herméticamente calzadas,
engomados los filos de cada extremo
hasta quedar lisos
como bordes laqueados por un ebanista.
Ni tan siquiera un clavo.
Las vetas en la madera
iban de izquierda a derecha reforzando cada juntura,
potenciando su posible oscuridad interna.
Era un objeto orgánico
y mecánico a la vez, pero también sólido y muerto.
Lo cierto es que la caja estaba justamente
en el centro de esa vereda para que alguien la encontrara
y así fue:
la llevaron a la calle principal del ghetto
donde todos los habitantes
se reunieron.
Un alguien dijo que en su interior estaba la definición de la pobreza:
la sensación pastosa de los días,
la sombra que trepa con su hábito apocando las casas.
Los rostros presentes
se tornaron redondos: la boca, los ojos.
Algunos metieron sus manos en los bolsillos
Lo cierto
es que un ojo se acercó para ver
la raíz de lo que eran
y la lengua rozó la superficie
para indagar el sabor.
Y la sacudieron por los aires
buscando algún sonido que pudiera identificarlos.
Se hicieron tantas pesquisas
y averiguaciones sobre aquella caja:
hasta que al fin
fue arrebatada
y la tiraron contra el suelo
y le pegaron con una piedra buscando astillarla.
Pero la caja
permanecía muda, encerrada.
La caja se parecía a sí misma.
La limpiaron con un paño que ofreció un mecánico.
El aceite y la grasa del trozo de tela
al repulir la caja
la dejó tal y como la encontraron.
Qué objeto extrañamente perfecto.
Se trataba de la misma pregunta que retornaba
al inicio de las interrogaciones y los encuentros:
¾¿Qué interés pueden tener en una pobreza
que ya no les molesta?
¾¿Quién ha dicho que el dolor y la desgracia se definen de alguna manera?
Poco después
alguien tomó la caja entre sus manos
y la arrojó
al basurero del portal
del ghetto.
Allí
permaneció oculta entre recipientes de jugos
y bebidas gaseosas,
y una bolsa de plástico
cerrada con un nudo
conteniendo el relato de un día:
una toalla de papel higiénico, dos paquetes arrugados
de cigarrillos, restos de cabellos,
la cabeza de una gallina muerta
y sus huesos.
Elementos humanamente apretujados.
Enterrada entre estos remanentes diarios
permaneció la caja de madera perfecta:
pero
también
aquella pregunta.
Sobre la utopía
(en Venezuela)
I
DECÍA el sabio Ángel Rosenblat:
¾Por qué escribes «pretencioso» con «c»
y no con «s»
¿acaso no viene de «pretensión»?
¾Cierto, maestro, se trata de un galicismo cultural.
¾¿Y tú crees que «arribista» viene de «arribar»?
Pues ¡No!: «arribista»,
viene de «arriver».
Y pienso entonces
que la raíz de lo que ansiamos decir,
aquello que en verdad somos
suele estar
en otra parte.
II
«El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada.»
He ahí un verso para nosotros imposible.
Pertenece a Jorge Teillier, un poeta de Temuco,
al sur de Chile.
Así que ese verso suyo me parece la clave de todo:
«El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada.»
Esto es imposible a 40º a la sombra. Y solo en ello
consistió la trampa: enamorarse líricamente de lo «otro»
y ser, de pronto, cómo decirlo: un añorante.
El pequeño lápiz
I
LA poesía enseña
el amor por los lápices.
El lápiz que apenas puedes
sostener con la mano
y escribe garabatos
sobre la página blanca
como indecisos caminos
que suben una montaña.
Cómo es posible que un lápiz
vaya desde la altura
de un objeto nuevo
hasta convertirse en algo como un niño
que dice cosas a medias.
Por qué
el tiempo
invertiría el orden
en la forma de este objeto.
Acaso un lápiz no debería elevarse
con el paso de los años
y finalmente llegar a ser
algo nuevo:
una hermosa varilla pintada de amarillo
y no un pobre palito
de zapato negro.
He reunido mis antiguos lápices
en una caja:
pareciera que duermen
o se abrazan
en la misma ronda
que ahora recuerdo.
II
UN lápiz ya desbastado
por el uso
puede compararse
con la vida de un hombre.
Sería
eso que llamamos un «lapicito».
Su carne se acumula en los depósitos
de mina y madera del sacapuntas.
Esta es la vida de Gabriel,
ahora,
a los setenta y tres años
«Gabrielito»:
pequeño lápiz despuntado, achatado o quebrado.
Cuántos renglones
tendrías el valor de escribir
si hoy permaneces en la gaveta de tu cuarto,
en tu casa humilde
que ya no tiene borrador
y las paredes perdieron el fulgor de la pintura
laqueada en amarillo.
Qué será de ti,
eso me pregunto.