Tradición y traducción: una conversación con Rodrigo Blanco Calderón
Gustavo Guerrero
Cuentista, novelista y universitario, Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) es uno de los escritores más destacados de las generaciones emergentes en estos últimos años. En Venezuela obtuvo el Premio Monte Ávila en 2005 y fue ganador del Concurso de Cuentos del diario El Nacional en 2006. En 2007, fue incluido en la legendaria lista de Bogotá39, el canon de los 39 escritores latinoamericanos más prominentes de menos de 39 años elaborado por el Hay Festival. En 2013, fue escritor invitado del célebre International Writing Program de la Universidad de Iowa y, como secuela de esta estadía, uno de sus relatos, “Emuntorios”, fue incluido, en 2014, en Thirteen Crime Stories from Latin America, el volumen número 46 de la prestigiosa revista McSweeney's.
Blanco Calderón es autor de tres libros de cuentos publicados en Venezuela: Una larga fila de hombres (2005), Los Invencibles (2007) y Las rayas (2011). En 2016, publicó en España y en Francia su primera novela, The Night, pronto traducida además al holandés y al checo. Se trata de una obra ambiciosa y compleja que, lejos de pasar desapercibida, ha sido objeto de una notable recepción crítica en ambos lados del Atlántico. Con ella se hizo merecedor, en 2016, del premio Rive Gauche en París.
Nuestra breve conversación gira esencialmente alrededor de esta novela, pero al mismo tiempo trata de abrir una puerta para acercar a los lectores a la trayectoria, a las lecturas y a las opiniones de una de las jóvenes voces más originales y rigurosas de nuestra literatura reciente.
-Si te parece, podemos empezar la entrevista hablando del primero de los dos términos: tradición. En la reseña que publica en El Universal de México hace ya unos seis meses, Christopher Domínguez-Michael situaba The Night en el linaje de la novela total latinoamericana, el de los novelistas que, como él mismo escribe, fungen de ontólogos de cabecera de su nación respectiva. Tu tradición primera, según Domínguez-Michael, sería así la de la tribu del boom y la del último Bolaño. ¿Qué tan cómodo te sientes en esa foto de familia?
- No soy fotogénico. Y, normalmente, me cuesta reconocerme en las fotos. En lo que se refiere al texto de Christopher Domínguez-Michael, me sorprendió la denominación de "novela total" para The Night. La complejidad y relativa extensión de mi novela fueron un descubrimiento simultáneo al propio proceso de escritura. De manera que, desde el punto de vista de la intención, no tuve en ningún momento esa pretensión de totalidad en mi mente. Pero ya se sabe que las intenciones y hasta las declaraciones de los escritores sobre la propia obra suelen tener poca o ninguna incidencia en el destino de los libros. Y está bien que sea así.
Del boom he sido un lector diletante. He disfrutado enormemente a los autores y obras que lo conforman sin sentir la angustia de las influencias. De hecho, en mi formación de lector tuvo más influencia un autor como Alfredo Bryce Echenique que alguien como Julio Cortázar, por ejemplo.
Con Bolaño la filiación sí me parece evidente y hasta inevitable. Creo que todos los narradores nacidos a mediados de los setenta y en los ochenta, al menos en Latinoamérica, estamos enfrentando el reto de cómo escribir después de Bolaño. Mi estrategia, desde mis primeros cuentos y hasta The Night, ha sido la de no oponer resistencia a su influjo, y al de Piglia, y más bien dejarme llevar. Pero siempre atento a las desviaciones de esas corrientes mayores, que es donde puede uno empezar a destilar su propia fuente.
-Quisiera retener el tema de las desviaciones de las corrientes mayores, ya que estamos hablando de la tradición. Desde su desaparición en 2003, la obra de Bolaño ha corrido por muchos derroteros distintos. ¿Cuál es el Bolaño que te interesa hoy y cuál el que descartas? ¿Y qué me dices de Piglia? ¿Cómo lees hoy, después de su desaparición, al novelista y al crítico?
-He leído casi toda la obra de Bolaño. Aún me falta por leer El espíritu de la ciencia ficción. Así como los materiales que al parecer aún quedan por exhumar en el insondable "baúl" de sus manuscritos inéditos. Y todo en Bolaño me interesa. Sin embargo, permanezco fiel al primer impacto que provocó en mí Los detectives salvajes. La leí en tres días, entre el 31 de julio y el 2 de agosto de 1999. Tuve la suerte de conocer a Bolaño cuando vino a Caracas para recibir el premio Rómulo Gallegos. Y esos pocos minutos que conversé con él, así como la dedicatoria que puso en mi ejemplar de Los detectives, son parte de mi tesoro personal.
Cada uno o dos años releo la novela y su fuego permanece intacto: pocas novelas como esa me transmiten la fiebre y la angustia de la escritura. El modelo del relato de viaje aplicado a la busca de un escritor perdido y que encarnaría de alguna manera un ideal romántico del creador, es la otra marca de Bolaño que aún percibo en mis días. Esa llamada al desierto, aunque el desierto sea el infierno.
Del conjunto de su obra, creo que títulos como Los sinsabores del verdadero policía, o los relatos de El secreto del mal terminarán siendo (si es que no lo son ya) libros que solo interesarán a los especialistas y creyentes de Bolaño.
Del Piglia narrador me interesa su trabajo hasta Plata quemada. Novelas como Blanco nocturno y El camino de Ida representan una declinación de ese magnífico ciclo narrativo que se inició con Respiración Artificial hacia 1980, en mi opinión el más importante de la narrativa en español de los últimos treinta años y que ha concluido con el reciente fallecimiento de Piglia, en enero de 2017.
Lo mejor del Piglia más reciente está, en cambio, en ese ciclo ensayístico-narrativo-reflexivo deslumbrante constituido por libros como Formas breves, El último lector y los ansiados volúmenes de sus diarios que están apareciendo ahora. Aunque no descartaría que Piglia, ese viejo zorro que en medio de la enfermedad y hasta el último día de su vida se aferró a la palabra, nos regale una nueva novela o un conjunto de relatos póstumos que tengan la magia, el desparpajo y la lucidez de sus mejores momentos.
-Piglia no dejó de pensar en ningún momento de su trayectoria, ni como novelista ni como crítico, en su lugar dentro de la tradición argentina, mientras que Bolaño prefería verse y pensarse a sí mismo dentro del mapa de la patria grande, como un escritor latinoamericano. ¿Dónde te sitúas tú con respecto a esas dos maneras de posicionarse ante el pasado?
Piglia podía darse el lujo de no tener que "pensarse" fuera del marco de la literatura argentina por el "factor Borges". No en vano afirmó que Borges hizo en su obra una especie de síntesis de las tradiciones y los autores mayores de la literatura universal: Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Schopenhauer están en Borges. Por otra parte, la literatura argentina también asimiló a aves eternamente de paso como Gombrowicz o Paul Groussac, que encontraron en la Argentina algo más que un asilo territorial, sino también lingüístico. Por no mencionar a escritores como Hudson y Arlt, cuyas biografías ya arrastraban consigo la hibridación cultural.
El caso de Bolaño funciona exactamente al revés. Es él quien se vio forzado a salir del espacio nacional para poder vivir y escribir. Y en ese tránsito fue haciéndose escritor y configurando una tradición donde las particularidades chilenas, mexicanas y españolas terminaron fundidas.
En el mío, digamos que lo "nacional" ha dejado de ser un criterio importante cuando me veo obligado a tratar de situarme, a reflexionar sobre cómo circulan mis lecturas en el mapa de las literaturas actualmente. Mis afinidades van desde autores venezolanos como José Antonio Ramos Sucre, Darío Lancini, Francisco Massiani o el mismo Rómulo Gallegos, pasando por el puente "latinoamericano" de un Piglia o un Bolaño, hasta autores que me son francamente cercanos como Ismaíl Kadaré, Irène Némirovsky o Philip Roth. Tratar de establecer un criterio unificador de esas referencias basado en lo nacional, o su equivalente contrario, lo global, es forzado.
Para mí la instancia que permite crear un mapa más fiel de las filiaciones y las diferencias es la relación entre la cultura escrita y los formatos de creación ligados a las nuevas tecnologías y a la llamada cultura de masas. Cuando yo leo a un autor como Mario Bellatín, por ejemplo, me doy cuenta de que no tengo nada en común con él. Pertenecemos a tradiciones (a decisiones de lectura y escritura) totalmente distintas. Al menos, el Bellatín posterior a Salón de belleza, que es una joya. Me refiero al Bellatín más reciente, que se jacta de no leer, o de escribir novelas súbitas en su teléfono celular, etc.
Y si me presionas, te diría que todo se resume en lo siguiente, para poner un ejemplo claro y fresco: los que están y los que no están de acuerdo con el premio Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan. Yo estoy entre los que no está de acuerdo. Yo estoy con mi querido Borges, viéndolo traducir el Urn Burial de Browne, mientras el mundo se vuelve Tlön.
-Quisiera hacerte una pregunta más a propósito de la tradición. Se trata de un asunto recurrente en las discusiones sobre literatura venezolana en estos últimos años, así que no te sorprenderá. ¿Cómo entiendes la escasa presencia de autores y libros venezolanos no solo en el mercado internacional de la traducción y la edición, sino aun en otras instancias de difusión como las universidades en Europa o Estados Unidos? Dicho en otros términos: ¿por qué se lee tan poca literatura venezolana en el extranjero? ¿Y por qué se tiene la sensación de que, en años recientes, con casos como el tuyo o el de Barrera Tyszka, se está esbozando un cambio de tendencia?
Esa es, quizás, la pregunta más recurrente en el mundo literario y editorial venezolano. Se le pueden dar muchas respuestas, pero yo me concentraría en dos. Una respuesta política y una respuesta literaria.
La política tiene que ver con la historia contemporánea de Venezuela. Digamos, desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy. Y dentro de ese bloque de tiempo hay dos periodos a considerar: el de la «democracia representativa» (1958-1998) y el de la llamada «democracia participativa» impulsada por Hugo Chávez y cuyo resultado programado ha sido la dictadura actual del régimen de Nicolás Maduro (1999- hasta hoy).
Durante los cuarenta años de democracia, Venezuela fue una excepción en América Latina. Su estabilidad, bonanza y sistema de libertades convirtió al país en un destino codiciado por emigrantes tanto europeos (que huían de la guerra) como de la propia América Latina (que huían de las episódicas dictaduras tropicales y del cono sur). Esta relativa armonía de la democracia venezolana tuvo el costo estético de que nuestra literatura, en el contexto del boom y del post-boom, no pareciera interesante. Como bien lo señala Ana Teresa Torres en un ensayo involuntariamente profético: Venezuela no ofrecía ni el romanticismo de una Revolución, como la cubana, ni el drama de las tragedias del sur, como Uruguay, Chile y Argentina. O de una guerra como la que por entonces sufría Colombia. Desde el punto de vista del pathos, éramos poco mercadeables.
A partir de diciembre de 1998, con la llegada de Hugo Chávez al poder, esta situación cambia. En pocos años, Venezuela pasa a ser el centro de una supuesta revolución bolivariana que va a tener efectos globales. La destrucción y el saqueo que sufre Venezuela bajo el chavismo produce unos números de guerra: más de 200 mil asesinatos desde 1999 hasta hoy y más de dos millones de venezolanos que han emigrado. Dentro de esa emigración está buena parte de nuestros escritores y profesores universitarios de literatura. Sería lógico pensar que una consecuencia positiva de nuestra tragedia es que estos emigrantes se convertirán, si es que ya no lo son, en antenas promotoras de la literatura venezolana en el exterior.
La respuesta literaria, fíjate, no es menos compleja, porque apunta a las propias responsabilidades del mundo literario-editorial venezolano. La democracia propició proyectos editoriales magníficos como Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho, que tuvieron impacto internacional y que aún hoy se recuerdan, pero que también marcaron con cierto paternalismo adormecedor a nuestros escritores. Julio Miranda, en un libro fundamental que se titula El gesto de narrar, sacaba la cuenta de la cantidad de libros publicados por escritor entre los años 1960 y 1987. El saldo es desolador: un promedio de sólo dos libros por autor en un periodo de 27 años.
Dentro de este panorama «distendido», por llamarlo de alguna manera, hay importantes excepciones. Autores como José Balza, Elisa Lerner, Victoria de Stefano, Ana Teresa Torres, Eduardo Liendo o Ednodio Quintero, por nombrar apenas algunos, que han tenido una obra sólida en cualquier contexto de país.
Sin entrar en juicios de valor sobre las propias obras, creo que lo que define a los escritores venezolanos actuales es, quizás, una conciencia o una ambición mayor de conectar la escritura a unos lectores. De concebir la escritura de libros con el objetivo de que sean publicados y leídos. Esto puede parecer una perogrullada, pero a veces me da la impresión de que en la literatura venezolana ha habido una corriente muy fuerte que concibe la literatura como una especie de comunicación mística, orientada principalmente a los espacios etéreos y al silencio.
Yo también creo, como bien señalas, que algo de esta situación de desconocimiento de la literatura venezolana en el exterior está cambiando. Y no deja de ser una ironía cruel que en el instante histórico en que Venezuela está más aislada del mundo, su literatura finalmente comience a filtrarse en otros contextos. El alcance de esto aún está por verse. Y como soy parte implicada, mi perspectiva obviamente puede llegar a ser o demasiado severa o demasiado entusiasta.
-Tu novela ha sido acogida por la crítica y los lectores, dentro y fuera del país, como una ficción necesaria para entender la situación de la Venezuela actual, menos en el plano factual que en el propiamente imaginario: ese que forman las fantasías, las pesadillas y los miedos de una sociedad. Lo curioso es que no te hizo falta mencionar en ningún momento al comandante Chávez ni al presidente Maduro, para ofrecernos esta soberbia pintura negra, como si, en el fondo, la locura, la deriva de Venezuela se alimentaran también de otras fuentes acaso menos palpables y evidentes. ¿Es lo que simboliza aquí la figura del psiquiatra como alter-ego del escritor?
Es que, la verdad, a mí no me interesa la figura de Hugo Chávez. Si uno lee Ubú Rey y Doña Bárbara, allí está descrito y resumido el personaje. Y por eso no quise mencionarlo ni una sola vez en mi novela. No me interesa lo coyuntural, que sirve en The Night como mero contexto, sino cierto modo en que venía funcionando la sociedad venezolana y que dio como resultado la tragedia en la que ahora estamos metidos. Eso para referirme al aspecto «político» de la novela, que en realidad fue un resultado de la escritura y no un presupuesto de partida.
Miguel Ardiles, psiquiatra forense, es un personaje que creé en el año 2002, si no me equivoco. Su oficio es muy útil para contar historias. El psiquiatra es un punto de cruce entre las historias privadas y las historias colectivas. Me parece un sustituto de lo que fueron los sacerdotes confesores hasta el siglo XIX. Y aún más interesantes pues estamos en una época posterior a la religión y es más difícil prever las consecuencias de los traumas individuales sobre lo real compartido.
En ese sentido, ese personaje es un alter ego porque es el personaje que más aparece en mis ficciones encarnando, además, la función narrativa. Pero en sí mismo es el que menos conozco de mis personajes. Y esa me parece una buena manera de describir lo que es un narrador para mí: el que cuenta las historias de los otros porque no tiene nada propio que contar. O porque no puede contar la historia personal.
-Para pasar al segundo tema de la entrevista, y ya que eres uno de los escritores venezolanos que están siendo traducidos últimamente a varios idiomas, quisiera preguntarte qué aprendiste de la traducción de tu novela al francés. ¿Cómo fue ese intercambio de preguntas con Robert Amutio, que es también el traductor de Bolaño y de Piglia? ¿Cómo te leyó Robert y cómo crees que se te leyó en Francia, sobre todo después del premio Rive Gauche?
La experiencia con Robert Amutio ha sido de las más gratificantes que he tenido en el proceso de edición de un libro. Siento que aprendí muchísimo al poder acompañarlo en el proceso de traducción al francés de mi novela. Robert me enviaba ristras de preguntas, algunas tan rigurosas, que me obligaron a revisar de nuevo y a corregir páginas y pasajes que yo consideraba "cerrados".
Creo que ahora soy aún más consciente de las particularidades del idioma, de cualquier idioma, pues trato de incorporar la perspectiva de un "traductor ideal" en lo que escribo. Es decir, trato a veces de imaginar cómo un traductor haría para traducir ciertos pasajes específicos de lo que escribo.
El hecho de que mi novela haya obtenido el premio Rive Gauche à Paris debe mucho a la maravillosa traducción de Amutio. Mi novela tiene una parte que, en esencia, es intraducible. Toda aquella que se refiere a los palíndromos y a los juegos de palabra. Y, sin embargo, Amutio, con mil argucias, logró trasladar esa dimensión tan importante de mi novela al francés, sin acudir, además, a las siempre anticlimáticas notas a pie de página.
Este trabajo permitió, por ejemplo, que los lectores franceses se interesaran no tanto por el aspecto político o social de mi novela, sino por el lingüístico. Y esa ha sido una de las alegrías que me ha dado ver mi novela traducida al francés. Y, además, publicada por Gallimard en una edición cuidada y hermosa.
- A propósito de los juegos de palabras, Edmundo Paz Soldán, en la reseña que publica en La Tercera de Chile, apunta algo interesante. Si mal no recuerdo, dice que en The Night, en su arquitectura milagrosa, todo pareciera flotar, como si, para ti, la novela fuera el equivalente de un anagrama o del sueño de Freud: una traducción cifrada en la cual la forma es el fondo.
The Night es una novela que gira alrededor de personajes obsesivos, que creen encontrar en las palabras, en cierta disposición de las palabras, un oráculo para entender el presente que viven. La preocupación formal es para ellos una preocupación existencial también.
Creo que la novela se contagió de este rasgo, pues simultáneamente a lo narrado se fue agregando un interés particular por la forma de narrar. Los cambios de punto de vista que hay en la novela, por ejemplo, que en principio los hice sin pensar, terminaron jugando un papel decisivo en la trama. Lo mismo sucede con la estructura de la novela, su división en tres partes, el distinto manejo de la temporalidad, etc.
Y esa es una marca borgeana de la literatura. Lo que rodea al texto (que es básicamente una forma de nombrar al lector, los modos de lectura) termina formando parte del propio texto. Y en ocasiones, sustituyéndolo. The Night es un proyecto de novela del personaje Matías Rye. Un proyecto que no prospera y que sin embargo se va desarrollando gracias a esas reflexiones sobre un proceso creativo que parece postergado. Proust hizo lo mismo, pero con respecto a la memoria de vida. Borges, con la memoria literaria (que es inseparable de la vida).
- Ya para terminar, quisiera preguntarte cuál es el aspecto que más te ha sorprendido en la recepción de la novela. ¿Qué te han dicho los lectores que no esperabas oír?
Creo que el hecho de que la edición española y la francesa salieran de manera casi simultánea me permitió cotejar, por decirlo así, los diferentes intereses de lectura. Las reseñas salidas en España y América Latina se han enfocado más en el aspecto político de la novela. Mientras que, en Francia, siguiendo una antigua tradición lúdica de los franceses, se han interesado vivamente por todo lo que tiene que ver con los juegos de palabras, los palíndromos, los anagramas, etc. Poder percibir, así sea de forma general, modos “nacionales” o “regionales” de leer me pareció muy interesante. Y ciertamente, no me lo esperaba. Me lleva a preguntarme, por ejemplo, si existe un modo “venezolano” de leer actualmente la literatura. Lo que supondría que ya el autor no es indispensable para estos debates sobre las literaturas nacionales. Y eso es una ganancia. Al menos para mí.
Ahora, si en algo han coincidido lectores tanto de Venezuela, como de Francia o de España es en el desconocimiento total que tenían sobre Darío Lancini. Varias personas me han dicho que creían que era un personaje totalmente inventado por mí. Ese descubrimiento, o esa decepción, justifican el libro.