Secretas formas del yo: devenir “otro” en la literatura venezolana
Secret forms of the I: becoming other in Venezuelan modern literature
Juan Cristóbal Castro
Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá
Resumen
En el siguiente trabajo se busca indagar en torno a algunos gestos y escenas de despersonalización autorial en la literatura moderna venezolana. Me interesa evidenciar algunas situaciones de escritores de comienzos del siglo XX en donde no sólo se cuestiona la figura autorial, sino los presupuestos de la identidad cartesiana que desde el siglo pasado ha querido privilegiar a un sujeto criollo, masculino, virtuoso. Hablo en concreto de algunos rasgos e intervenciones de los escritores José Antonio Ramos Sucre, Teresa de la Parra y Rafael Bolívar Coronado.
Palabras clave: despersonalización, literatura, moderna
Abstract
In the following article I try to explain three gestures and scenes of authorial impersonalization in modern Venezuelan literature. I am particularly interested in showing some situations at the beginning of the XX century where not only was put into question the author as a discursive figure, but also the frame in which the cartesian identity is defined, considering that since the 19th century it has privileged a creole, white, masculine and virtuous subject. I am referring specifically to some interventions from writers such as José Antonio Ramos Sucre, Teresa de la Parra y a Rafael Bolívar Coronado.
Key words: impersonalization, literature, modern
Más que una entidad
es una toma verbal, un acto.
Jean Luc Nancy
La facultad de nombrar sólo le fue dada a un
ser capaz de no ser, capaz de convertir a esta nada
en un poder y a este poder en la violencia decisiva
que abre la naturaleza, la domina, la obliga.
Maurice Blanchot
Uno
Podríamos empezar estas líneas invocando a alguien llamado Otal Susi, el problema es que no sabemos quién es. Salvo su mención en unos poemas y otras referencias, su vida, su obra, es una completa incógnita. La razón no amerita mayor elucubración porque así se dio a conocer el poeta Salustio González Rincones a comienzos del siglo XX. Se trata de un anagrama que entra y sale de su obra, una especie de seudónimo, de personaje de ficción, que des-inscribe el valor del nombre propio y rompe el poder de su firma. Este gesto tiene correspondencia con la reflexión que hace Julio Garmendia en el cuento “El difunto yo” (1927) en una fecha cercana. donde el “alter ego” del protagonista, Andrés Erre, le roba sus bienes, su crédito y hasta su misma autoría al narrador. “Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de la ciudad que no reconozco deudas que haya contraído ‘otro’ que no sea ‘yo’” (85), dice el usurpador. Como se puede entrever a grandes rasgos hasta ahora, uno cuestiona la autoridad del nombre y el otro, la del sujeto como unidad, siguiendo quizás en eso lo que una vez Eugenio Montejo denominara como “escritura oblicua”.
¿Qué está pasando entonces con la autenticidad de la propiedad nominativa del escritor y su correspondencia con la unicidad de la persona en estas fechas? ¿Podríamos estar hablando de signos –leves, quizás- de cambio en la ficción venezolana, entendida esta ahora como medio de puesta en escena de nuevas formas de despersonalización?[1]
Es verdad que las condiciones de un inestable campo literario e intelectual ayudan bastante, un campo sostenido sólo por ciertas revistas, suplementos de periódicos y pequeños grupos cercanos al dictador de turno en el que las leyes de propiedad, los círculos de lectores, las imprentas y las instituciones educativas se movían de forma algo errática para reconocer el poder de las firmas desde el punto de vista mercantil y editorial, pese a tener notables iniciativas como El Cojo Ilustrado, Cultura venezolana o el proyecto de vanguardia Válvula, entre otros. Sin embargo, la imagen autorial se perpetuaba desde protocolos simbólicos de lealtad a unos valores, a una tradición, desde prácticas de reconocimiento en registros, estilos, textos, y desde las mismas políticas de publicación y circulación de los trabajos literarios que se consideraban por estos sectores como válidos. Sin dejar de obviar, por otro lado, que muchos presupuestos cartesianos sobre la unidad del sujeto racional seguían manteniéndose como lugar común en el ambiente, considerando que solo en ciertos círculos eran leídos los estudios freudianos y la literatura moderna que cuestionaba esta visión.
Quisiera a continuación reflexionar en torno a este tema en tres autores que escribieron en las primeras décadas del siglo XX. Me refiero a José Antonio Ramos Sucre, a Teresa de la Parra y a Bolívar Coronado. Por problemas de tiempo y espacio, no podré acercarme con lujo de detalles a sus exploraciones. Solo señalaré a grandes rasgos algunas de sus estrategias.
Dos
Empecemos con Bolívar Coronado, famoso falseador de textos y firmas. Ya en su apellido tiene la marca de un patrimonio nacional, de una paternidad simbólica, que pareciera ponerlo a prueba contra toda forma de autoridad que descanse en una autoría. No es casual que en uno de sus pocos registros biográficos termine rebelándose contra esta jerarquía al robarle episodios de la vida a su propio padre biológico: en el volumen primero de los Apéndices de la Enciclopedia universal ilustrada europeo americana (1918) dice que fue un “lancero de primera línea, en las guerras civiles” y que tenía bajo sus órdenes “el escuadrón de Sabaneros” (Castellanos, 1993: 158), cosa que fue vivida por su progenitor y no por él. ¿No resulta representativo y revelador para entender su aventura? Quitarle la vida al padre es, en cierta medida, desautorizarlo, des-paternizarlo[2]. Así lo hará con otras autoridades.
Este ejercicio de “desautorización” se verá más claramente en su lucha contra el nombre propio y la firma, contra la “figura autor” estampada y sellada en formas nominativas. Para ello se valió de varios recursos. Primero, está la usurpación de nombres de otros: los más célebres son los de Daniel Mendoza para publicar El llanero, el de Agustín Codazzi para editar el libro Obras científicas, y el de Rafael María Baralt para dar a la impresión el volumen Letras españolas: primera mitad del siglo XIX. Segundo, está la descomposición verbal como parodia y puesta en crisis de la unidad nominativa: firmas como R. Oliva Brodoca, Dorile B. Covo O, E. V. Loronfacio, Liborano Dovac, no son sino anagramas de su propio nombre, o juegos combinatorios que se desprenden del mismo. Tercero, el uso proliferante, desmesurado, de la seudonimia: se habla de más de seiscientos nombres que usó, inventó y cambió.
Ahora bien, quien haya tenido curiosidad por seguir la empresa de Bolívar Coronado podrá confirmar la dificultad de ubicarla como una simple seudonimia. El autor más que usar nombres distintos, secuestra el de otros o cambia el suyo. De igual modo, es difícil ver estos enmascaramientos como heterónimos, siguiendo el recurso conocido del poeta portugués Pessoa, ya que no pretende recrear una personalidad. Su caso pareciera moverse entre ambos espacios, en un lugar intersticial donde la autoridad del nombre queda usurpada sin una subjetivación nueva o sin pretensiones de una configuración individual. Es un técnica de usurpación momentánea, menos biográfica que verbal o discursiva, lo que no obvia sus implicaciones metafísicas; no en balde en un momento le comenta a un amigo que le ha pedido uno de sus poemas, lo siguiente: “yo no soy poeta…yo soy Don Nada” (Castellanos, 1993: 73). Estas implicaciones muestran su lugar marginal dentro del orden discursivo del letrado y su rebeldía o resentimiento ante ello: “Yo no tengo nombre en la República de las letras”, dirá (180).
Ese “no tener nombre” es lo que lo lleva a enmascararse y romper el orden discursivo letrado, que en ese momento ha revivido sus contactos con España en lo que Claudio Maíz ha dado en llamar, siguiendo a Rodó, “patria intelectual”. En el libro Constelaciones Unamunianas: Enlaces entre España y América (1898-1920) (2009), el investigador propondrá que a finales del siglo XIX y comienzos del XX se arma una red intelectual hispanoamericana a partir de la lengua española y de la escritura en revistas, epistolarios y libros que conforma una especie de “comunidad imaginada”, en la que se piensa “nacionalmente” a partir de una conciencia de los vínculos hispanoamericanos. Pues bien, Bolívar Coronado, que escribirá desde España y desde ahí plagiará nombres e identidades en importantes trabajos antológicos, irá minando así la figura autorial de ese archivo hispanista.
Su intervención descompone entonces la alianza de los autores de la república de las Bellas Letras por mantener un legado de firmas autorizadas para hablar del pasado y la cultura hispanoamericana. Entra subvirtiendo, desde otro lugar. Deshace, como buen mercenario, valiéndose de la escritura ajena. Hasta aquí sigo con el primer caso. Pasemos ahora a ver cómo pueden cuestionarse las estrategias de conformación de una vida personal grandilocuente, de una voz privada y nacional, republicana y personal, propias de autores heroicos.
Tres
El segundo caso de despersonalización es más conocido y opera dentro de la misma obra literaria, ya no desde la empresa nominativa, sino desde cierta retórica confesional y autobiográfica. Hablo por supuesto de José Antonio Ramos Sucre. Para el poeta cumanés, la primera persona del poema es siempre un “otro”, distinto a sí mismo. “Yo visitaba la selva acústica, asilo de la inocencia, y me divertía con la vislumbre fugitiva, con el desvarío de la luz” (“Antífona”, 322), se nos dice en uno de sus poemas, valiéndose de una retórica que repetirá en gran parte de sus trabajos. Guillermo Sucre había advertido que ello no es más que un recurso de metamorfosis: “el yo elocutivo corresponde a múltiples yo y éstos, a su vez, corresponden a las más disímiles personas poéticas” (1996: 32). Lo vincula así con el famoso “monólogo dramático”, usado por Browning, Pound o Eliot, destacando además el carácter ubicuo.
Pero esta encarnación plural e imaginaria de un “yo” autobiográfico, que apela a una vida personal irreductible, implacable, propia y privada, nos desconcierta por más de un motivo. En sus obras iniciales aparece en algunos poemas y de manera refractaria: una voz impersonal es la que describe los hechos en la mayoría de los textos, mientras que el pronombre personal se ve relegado a algunos trabajos y a temas de otras latitudes. Posteriormente, empieza a imponerse como un sello particular de su escritura. El tono lo veremos muy bien marcado en uno de sus textos más famosos, escrito tempranamente. En “La vida del Maldito”,
para contrarrestar el embelesamiento moralista de algunos discursos heroicos, se parte de la siguiente sentencia: “Yo adolezco de una degeneración ilustre, amo el dolor, la belleza, la crueldad” (146). En otro momento del mismo texto se llega incluso a exclamar: “yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto” (146).
El “yo” encarna un testigo alucinado de la historia, que en muchos casos no goza de ninguna auto-afirmación egolátrica o vital, sino por el contrario de una completa y absoluta negación. Este culto a la degradación moral y física, por otra parte, tiene un fin específico: poner en escena la decadencia de la voz letrada de la era republicana. No en vano algunos de sus primeros poemas más representativos encarnan la “voz” de héroes de la independencia. Esta retórica confesional nos retrotrae al inicio de Triunfo de la libertad sobre el despotismo (1817) cuando el célebre Juan Germán Roscio al comienzo de sus páginas confiesa: “Yo desconocía el idioma de la Razón. La práctica de los pueblos ilustrados y libres era en mi concepto una cosa propia de gentiles, y ajena a gentiles, y ajena a cristianos” (55). De igual modo lo vemos en el mismo Delirio del Chimborazo (1822) atribuido a Bolívar, donde se nos dice: “Yo venía envuelto con el manto del Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas y quise subir al atalaya del universo” (24)[3].
Este proceso va en paralelo junto con otro cambio significativo. En los primeros textos, el sujeto lírico se confunde entre textos históricos, mitológicos, literarios. Luego, en Las formas del fuego (1929), tal como nos propone Alba Rosa Hernández, el sujeto lírico viaja “a las zonas oscuras, reprimidas o inconscientes” y asume más claramente ese “yo” malvado, perverso o en decadencia, que hemos advertido antes. Después, en Cielo de Esmalte (1929), el sujeto maligno, “protagonista del mal”, cede a la mirada del testigo o a la de la víctima de manera más clara (20). De forma que poco a poco, bien sea por degradación moral o por impedimento físico, la límpida figura heroica de ese “yo” confesional letrado va cediendo terreno al lector y al escritor, a alguien que se funde en la experiencia de lo leído. Dicho de otro modo: el yo heroico que se jacta de una vivencia auténtica de lo nacional, se borra o difumina en el yo lector que se une a lo leído.
Sin embargo, esto es bueno apuntarlo, no deja de seguir viviendo en la obra, ahora como un lector que presencia hechos de la historia y la literatura. Esa misma perversión amoral le sirve, en otras palabras, para adentrarse en los episodios del pasado, en extractos de las artes y la creación en general, para revivir esos momentos y servir de testigo de esa zona libresca que en esos tiempos en que vive el poeta se está reconfigurando; como si el hecho mismo de dejar de representar el modelo civilista del letrado, evadiendo las responsabilidades de la virtud del hombre público, ciudadano ideal de las repúblicas latinoamericanas, le diera la posibilidad de poder acercarse a esa zona oracular del archivo occidental.
Al final, sin embargo, nos sorprende constatar que en sus cartas personales está la misma retórica trabajando: “Yo poseo el hábito del sufrimiento, pero estoy fatigado de la vida interior del asceta, del enfermo, del anormal” (109), expresa en una carta en 1930 a Luis Yépez en un momento muy cercano a su muerte. ¿Qué sucede? Propongo una explicación hipotética y muy breve: que la herencia patrimonial de su ascendencia republicana, criolla (era sobrino nieto del Mariscal Sucre), cuyo discurso del “yo” fue problematizando en sus poemas, ahora se ha inscrito en su cuerpo y vida. No en balde entra en crisis en esos tiempos, porque junto al problema del insomnio se le une el problema de la esterilidad creativa: no puede escribir más.
El sujeto se rebela como máscara y esta a su vez termina tomando el rostro, el rostro del escritor. La escritura del poeta teatraliza esta desposesión, la pone en escena, y así diluye los presupuestos a partir de los cuales pensábamos el yo confesional, autobiográfico, tan marcado por el género epistolar de los grandes héroes, de los grandes letrados de la Nación. No es la única vía, ciertamente. Queda ver otros ejemplos. Sigamos ahora con Teresa de la Parra.
Cuatro
El último caso de despersonalización se da ya no en una obra literaria, sino más bien en unas cartas. Hablo de unas correspondencias que tuvo Teresa de la Parra con eminentes críticos e intelectuales, donde pone a prueba la autonomía del sujeto y las barreras entre la ficción y la realidad. Claro, ello corresponde a una convicción. En todo momento el “yo” es mirado con sospecha en su escritura. Se desdobla para criticarse, mirarse, valorarse. A Enrique Bernardo Núñez en un momento le dice: “…cuando se trata de escribir yo misma no me reconozco”, (1991: 544). En una misiva de diciembre de 1942, dice: “Pero es allí donde está el verdadero reflejo de mí misma, es decir, de mi yo de entonces, en ese exceso de romanticismo en que caemos a menudo en el trópico” (627); y, en otro texto dirigido a Eduardo Guzmán Esponda en 1926, habla sobre el carácter dual de la conciencia: “No olvide que al igual de María Eugenia Alonso, todos los temperamentos sensibles (mujeres o artistas) llevamos dentro del alma esos yo diversos y contradictorios, tan raras veces de acuerdo” (596).
Pero no es sino en la célebre respuesta a Lisandro Alvarado, escrita en 1929, donde vemos todo su poder des-personalizador. Allí advierte con sorpresa para quienes esperan leer una confesión personal, un acto de desdoblamiento sutil e interesante. “He visto que en su nota crítica (¡y esto me satisface mucho!) usted prescinde casi por completo de Teresa de la Parra, pretendida autora de la novela Ifigenia” (565), dice para sorpresa de los lectores. Más adelante, incluso confiesa: “Muy halagada me tendría el comprobar su predilección por mí”, pero aclara que le “duele apagar a una rival” (566), ya que siente “por la pretendida autora” cierta “amistad sincera, donde se mezclan la compasión, el desdén y la simpatía” (566). De hecho, si bien la acusa de plagio: “cometió es cierto, la horrible indiscreción de hacer editar en París, bajo su nombre, ese diario íntimo que yo había destinado a los ojos de las polillas y a las manos amarillentas del tiempo” (566), no deja de perdonarla, porque “tal indiscreción ha sido expiada con creces” (566). Aprueba así cómo la escritora “retocó con esmero” (567) sus trabajos y su misma representación: “Exageró gentilmente mis defectos con una malevolencia impregnada de cariño y de bondad” (567). De igual modo, acepta la manera cómo mostró la ciudad capital, punto que era el flanco de críticas de Alvarado: “Sé que como yo, Teresa de la Parra aprecia mucho a Caracas, por la gentileza inofensiva de su maledicencia, siempre viva y alerta” (567).
¿Pero quién habla en la carta, si no es precisamente esta “pretendida” Teresa de la Parra, que aparece en una tercera persona ajena y lejana, que se coloca fuera del texto? ¿Desde dónde está la primera persona escribiendo, si su nombre es de otra, fuera de sí misma, en un lugar extraño? Al final aparece una firma que no es la de ella, sino la de su “ente de ficción”: María Eugenia Alonso. La autora en efecto borra su nombre y sobre todo la potestad de su autoría sobre su obra, y encarna la voz de uno de los personajes principales de su reconocida novela, difuminando las fronteras entre el género confesional, de carácter privado, personal, y la ficción novelesca que trabaja con la imaginación y la recepción pública.
No hay que olvidar que este gesto de despersonalización es el que trabaja en Ifigenia (1924). “El yo de Ifigenia –nos dice con gran lucidez Julieta Fombona- es un ella disfrazado, transparente, porque deja ver lo que María Eugenia no ve y, además, sabe más que ella” (1991: XVII). “En ella parece cumplirse la fórmula de Lacán: no soy allí donde pienso, luego soy donde no pienso” (XVII), insiste la reconocida traductora venezolana. Recordemos también que, en cierta medida, Teresa de la Parra se vale del robo simbólico en un gesto inaugural de su escritura pública: la autora toma del diario de viajes de su hermana gran parte de los extractos del primer texto que da a conocer El Diario de una Caraqueña (Por el Lejano Oriente) (1920), gracias a lo cual logra llevar a cabo precisamente esta porosidad que prodiga entre registros ficcionales y reales[4]. Nada en efecto más puro y personal que la carta de un familiar, sobre todo en la Venezuela de finales del XIX y principios del XX tan sensible a la confesión, al género epistolar. Se gesta sí una primera traición, la filiación familiar, que abonará el terreno para otras traiciones propias de la literatura: la de la autoridad masculina y su pedagogía, la del sujeto cognoscente, autónomo, y su pretendida objetividad.
De igual modo hay otros desdoblamientos en la autora que no he mencionado. El primero es identitario y acaso algo insignificante: la autora, nacida en París el 5 de octubre de 1889, afirma que nació en Venezuela, es decir, se despoja del estatuto legal de su nacionalidad, y, a su vez, durante su vida no quiere instalarse en Caracas ni desarraigarse por completo, es decir, le interesa estar y no estar, vivir en una zona liminar. El segundo elemento es nominativo: a partir de 1922, como lo hace notar María Fernanda Palacios, Ana Teresa del Rosario Parra Sanojo, que usaba el seudónimo Fru-fru, se da en llamar Teresa de la Parra. “Decidí divorciar mi nombre del Ana (junta que nunca fue de mi agrado) y uniéndolo al apellido antiguo me hice un pseudónimo, antifaz, bajo el cual sólo me disimulo muy a medias”, explica (Palacios, 2005: 57). Pero la razón también tiene otros propósitos: además de vincularla con cierta tradición literaria, “cierta sonoridad del siglo de Oro” le permite desdoblarse, porque pensó que “de otra manera no iba a poder mantener mi personalidad social independiente de la otra, de la literaria” (57). Se convirtió así en dos: en “Ana Teresa Parra Sanojo, que se aburre a veces de escribir, y que no tiene entonces nada que ver con Teresa de La Parra…que hasta escribe novelas” (57). Por eso, tal como confiesa en una de sus conferencias: “Fuera del nombre, que ha quedado como distracción en las portadas impresas, no reconozco ya nada de mí en mis novelas” (Fombona, 1991: XXIV).
Tampoco habría que dejar de lado que detrás de este cuestionamiento del “yo” se debate también el lugar de la primera persona femenina dentro de la “república de las letras” venezolanas y el espacio público. Ya desde finales del siglo XIX, como nos muestran varios trabajos de Mirla Alcibíades o Paulette Silva, viene dándose una pugna silenciosa de la mujer por ocupar un lugar de representación menos doméstico y marginal[5]. No hay que olvidar que si bien la literatura novelesca empezó a ser vista como algo propio de la interioridad femenina, ajena a las demandas racionalizadoras y productivas de la burocracia estatal, así como del heroísmo militar o de la diatriba política, ello significó recluir al sujeto femenino en una idealización doméstica, maternal, viendo algunos de sus intereses como frívolos e insignificantes.
Para las primeras décadas de la dictadura de Juan Vicente Gómez este espacio femenino, si bien en constante tensión y reconfiguración, todavía era visto con algo de desdén por parte de cierto orden letrado, patrimonial. Basta con ver por ejemplo las configuraciones en el Cojo Ilustrado de la figura femenina, muchas de las cuales seguían idealizando a la mujer y desdeñando algunas de sus iniciativas de autonomía e independencia[6]. No hay que obviar el hecho de que la carta de Teresa de la Parra que he citado antes es una respuesta a otra misiva de Lisandro Alvarado, digno representante masculino del positivismo, en el que al parecer le recriminaba a la protagonista de su novela algunas de sus ideas “revolucionarias”, entre otras cosas más. Alvarado se concentra efectivamente en María Eugenia, cuyas ideas y reproches le parecen a Teresa de la Parra afines a las de Tía Clara y la Abuelita, de modo que la escenificación que lleva a cabo la escritora es claramente para desarmar la autoridad masculina y sus ánimos disciplinadores[7]. Este “otro yo”, distinto al autor, es precisamente el “yo” de la ficción que rompe el contrato que distribuye los órdenes entre lo real y lo ficticio para introducir un cuestionamiento de algunos de sus principios.
Cinco
Hasta aquí llega entonces mi exploración sobre estos tres gestos de despersonalización. Gestos, escenas y situaciones que desactivan los dispositivos de representación autobiográfica, los mecanismos de configuración discursiva del autor, y los presupuestos de la propiedad espiritual, simbólica, del escritor sobre la circulación de textos e interpretaciones. Momentos disruptivos dentro del proyecto creador de cada uno de ellos que desarman las herramientas autoriales y el poder arbóreo de los sellos de las firmas sobre sus escritos, resabios de la República de las Bellas Letras que todavía sobrevivían en esos tiempos industrializados.
Creo que es evidente notar las implicaciones de cada uno de ellos dentro del contexto nacional. Por primera vez en la literatura venezolana la escritura se repliega y empieza a pensar sobre sí misma, a tomar conciencia de su propia materialidad, de su propio poder simbólico, a ver algunos de sus dispositivos de control autorial, máscara o parergon que delimita el discurso[8]. Si en Bolívar Coronado la despersonalización es nominativa, atacando el poder de la firma que consigna la propiedad de todo escrito, en Ramos Sucre es confesional, cuestionando la retórica autobiográfica y su apelación a la verdad del sujeto viviente. Teresa de la Parra, al igual que el poeta cumanés, se vale de la confesión, difuminando las fronteras entre el documento ficcional y el documento personal, entre la vida privada y la vida imaginada para, en su caso, desinflar ciertos mecanismos que buscaban recluir la voz femenina a algunos lugares de enunciación. Detrás de ello, como dije, vemos una toma de conciencia más lúcida de un nuevo orden discursivo donde el legado de la figura autorial patrimonial, masculina, privilegiada por el sujeto criollo republicano, está en crisis, abriendo la escritura literaria a nuevas subjetividades, a nuevas formas de representación.
Bibliografía
- Blanchot, Maurice. 1992. El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila.
- Bolívar, Simón. 1982. “Mi delirio en el Chimborazo.” Escritos fundamentales. Ed. Germán Carrera Damas. Caracas: Monte Ávila.
- Bosch, Velia. 1991. “Estudio crítico”. Obra: narrativa, ensayos, cartas. Caracas: Biblioteca Ayacucho, XXVI-XXXVII.
- Castellanos, Rafael Ramón. 1993. Un hombre con más de seiscientos nombres. Caracas: Talleres Italgráfica.
- De la Parra, Teresa. 1991. Obra: narrativa, ensayos, cartas. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
- Esposito, Roberto. 2009 Tercera Persona: Política de la vida y filosofía de lo impersonal. Buenos Aires: Amorrortu.
- Fombona, Julieta. 1991. “Teresa de la Parra: las voces de la palabra”. Obra: narrativa, ensayos, cartas. Caracas: Biblioteca Ayacucho, IX-XXVI.
- Garmendia, Julio. 1992. “El difunto yo”. La tienda de muñecos. Caracas: Monte Ávila Editores, 79-85
- Hernández Bossio, Alba Rosa. 1990. Ramos Sucre: la voz de la retórica. Caracas: Monte Ávila Editores.
- Hernández Bossio, Alba Rosa. 2007. José Antonio Ramos Sucre. Caracas: C.A. Editora El Nacional.
- Maiz, Claudio. 2009. Constelaciones Unamunianas: Enlaces entre España y América (1898-1920). Salamanca: Universidad de Salamanca.
- Moré, Belford. 2002. Saberes y autoridades: institución de la literatura venezolana (1810-1910). Caracas: Fondo Editorial La Nave Va.
- Nancy, Jean-Luc. 2007. Ego sum. Barcelona: Anthropos.
- Palacios, María Fernanda. 2005. Teresa de la Parra. Caracas: C.A. Editora El Nacional.
- Sucre, Ramos. 1999. Obra poética. México: Fondo de Cultura Económica.
- Sucre, Ramos. 1960. Los aires del presagio. Caracas: Monte Ávila.
- Sucre, Guillermo. 1996. “Ramos Sucre: la pasión por los orígenes”. Obra poética, José Antonio - Ramos Sucre. México: Fondo de Cultura Económica, 9-38.
- Rancière, Jacques. 2011. Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal.
- Roscio, Juan Germán. 1983. El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Monte Ávila Editores.
[1] El término “despersonalización” ha sido usado en diferentes campos. La psicología clínica lo ha visto por ejemplo como sinónimo de trastorno disociativo, donde el sujeto se ve fuera de sí mismo. En este caso, yo sigo a Maurice Blanchot quien lo ve más bien como un efecto de la escritura literaria moderna en eso que llamó lo “neutro”. Si bien en sus trabajos se afinca en la ambigüedad del paso de la primera a la tercera persona, yo creo que en los casos que analizo (algunos de los cuales no son estrictamente literarios) hay un cuestionamiento del “dispositivo persona”, tal como lo enuncia Esposito en Tercera Persona: Política de la vida y filosofía de lo impersonal (2009). Algo cercano quizás a lo que Rancière llama “palabra muda” y sobre todo a la literatura que define como “ese nuevo régimen del arte de escribir donde no importa quién es el escritor y no importa quién es el lector” (2011: 28).
[2] Para Esposito la “paternidad” es fundamental en la constitución del “dispositivo persona” que nos viene de la ley romana: “En el interior de tal mecanismo jurídico (…) solo los patres, vale decir aquellos que son definidos por el triple estado de hombres libres, ciudadanos romanos e individuos independientes de otros, resultan personae en el sentido pleno del término. Mientras que todos los demás –situados en una escala de valores decreciente, que va de las mujeres, los hijos, los acreedores y llega hasta los esclavos –se colocan en una zona intermedia, y continuamente oscilante, entre la persona y la no persona o, más tajantemente, entre la persona y la cosa: res vocalis, instrumento con capacidad de hablar, es finalmente la definición del servus” (2009). De esta forma la “autoridad” del nombre tiene un origen “paterno”, contra el cual “Bolívar” Coronado se rebela.
[3] Esta conexión la trabajo en el texto: “Ramos Sucre o el sacrificio de la página”, publicado en Revista canadiense de estudios hispánicos, 34 (2010).
[4] Sigo aquí la tesis de Velia Bosch: “En 1920, en la revista Actualidades, dirigida por Rómulo Gallegos, publica El diario de una Caraqueña (Por el Lejano Oriente), que fue en verdad el producto de la refundición de las cartas enviadas por su hermana María durante su viaje por el Japón, China y Manchuria” (1991: XXXV).
[5] En 1885 se publicó la primera novela escrita por una mujer, El medallón (Caracas: Imprenta Nacional, 1885. 164 p.) y la primera pieza teatral impresa: María o el despotismo (Caracas: Imprenta Nacional, 1885. 62 p.). Las dos fueron escritas por Lina López de Aramburu con el seudónimo de Zulima.
[6] Hay varios estudios sobre ello. Ver tesis de grado: Tratamiento de la figura femenina en la publicidad de la Revista El Cojo Ilustrado de Ana María Gallardo.
[7] “Entre 1925 y 1926, alrededor de Ifigenia se ha suscitado una suerte de polémica. Pero las objeciones no son literarias; la mayoría son voces conservadoras, más o menos radicales, indignadas por la filosofía emancipada de la protagonista, o por lo que consideran una burla a los fundamentos sagrados de la sociedad” (71, 72), señala María Fernanda Palacios en su biografía sobre la autora.
[8] Gran parte de la literatura del siglo XIX venezolana, según nos muestra Belford Moré en su trabajo Saberes y autoridades: institución de la literatura venezolana (1810-1910) (2002=, llevaron un pacto mimético, “con lo cual se descartaba la concepción de la literatura como discurso lúdico o deliberadamente ficticio” (104), cosa que pareciera ponerse en entredicho con ciertas obras del siglo XX y ciertamente en los gestos de despersonalización que hemos visto.